Luiz Inácio Lula da Silva ha iniciado su segundo período cuatrienal como presidente de Brasil con más ruido que nueces.
En su toma de posesión, el día de Año Nuevo, el ex dirigente sindical y ex obrero del metal hizo dos discursos. El primero, leído, con más de siete mil palabras, formal y solemne, en la Cámara de los Diputados, en Brasilia, para un Congreso Nacional donde había menos de la mitad de los parlamentarios nacionales y sólo un tercio de los invitados.
El segundo, improvisado, desde el púlpito que hay frente al palacio presidencial, con algo más de dos mil palabras, en moderado tono populista, para el pueblo, representado por unas diez mil personas que fueron acarreadas en su mayoría en autobuses fletados por el gubernamental Partido de los Trabajadores (PT).
Lula, que se dirigió siempre al público como «compañeros y compañeras», reconoció que lo pasó mal con los escándalos de corrupción que menudearon en su gobierno, en su partido y en el parlamento durante su primer mandato, sin salpicarle totalmente a él aunque hubo quienes lo creyeron al bordo del nocaut.
Reafirmó su opción preferencial por los pobres, aseguró que el palacio que tenía a su espalda debía abrirse no sólo para reyes, reinas y gobernantes extranjeros sino también a «los pobres, los negros, los indios y las mujeres».
Lula volvió a repetir lo que dijo en su discurso de la primera investidura, en 2003, sobre el derecho de todos los brasileños a desayunar, almorzar y cenar cada día, en un país donde más de 40 millones de personas sobreviven en la miseria. También Lula expresó su sintonía con el pueblo que, según indicó, nunca le defrauda, y habló de optimismo, de confianza y de que quienes apostaron contra Brasil han fracasado.
En ninguna de sus dos alocuciones Lula hizo anuncios. Apenas declaró intenciones.
Tampoco en el discurso formal de la investidura nada reveló sobre su equipo de gobierno, que está por conformar, ni cómo o por quienes estará compuesto. No habló de metas u objetivos. No anunció las medidas prometidas. Tampoco explicó cómo va a ser esa compleja coalición parlamentaria que está tratando de formar, ni mucho menos cuáles será sus costes en un país con un Congreso Nacional donde es práctica común y tradicional el mercadeo político, la venta de apoyos y, en fin, el parlamentarismo mercenario.
Sin dar precisiones, Lula hablo de «ampliar y agilizar» la inversión pública, y de «desgravar e incentivar» la privada; de crecimiento económico; de cambiar las reglas «con firmeza y osadía» para avanzar; de estabilidad monetaria y robustez fiscal; de aumentar las fuentes de financiación; de «perfeccionar el marco jurídico»; de desarrollo económico con distribución de la renta; de implantar una «educación de calidad»; de «disminuir las desigualdades entre las personas y entre las regiones»; y de «fortalecer el sistema democrático».
Lula estuvo muy en la línea del jefe de Estado pragmático y estadista responsable en que se ha convertido, sin olvidar su origen paupérrimo y el compromiso que tiene con la legión de pobres que hay en Brasil.
Acabó el discurso formal como es frecuente en él, hablando de Dios Recitó unos pasajes de la llamada «parábola de la mariposa», un pensamiento popular que circula por Internet sobre le generosidad de Dios, que no da nada de lo que se le pide, pero si todo lo que uno precisa. Eso dijo Lula que Dios ha hecho en su caso y que ha sido generoso con él.
En ambos discurso habló de trabajar mucho, aún más que durante su primer gobierno. Pero eso será más tarda porque Lula se va de vacaciones, a uno de esos parajes exóticos que las fuerzas armadas brasileñas tienen acotados para uso exclusivo, exactamente como había hecho en noviembre último, tras los comicios en los que fue reelegido con el 60 % de los votos, cuando prefirió un bucólico escenario en el litoral sur de Bahía a una tediosa cumbre de jefes de Estado y Gobierno Iberoamericanos que se celebraba en la muy triste y timorata ciudad de Montevideo.
En pleno verano boreal, con un enero que equivale al ferragosto europeo y el Carnaval brasileño por delante en febrero, ese duro trabajo bien puede esperar.
Francisco R. Figueroa
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