Córpore insepulto

Francisco R. Figueroa / 24 septiembre 2011

Casi al año de su muerte en Miami y tras una larga disputa de sus viudas por los despojos, Carlos Andrés Pérez debe bajar a la sepultura en Caracas a primeros de octubre.

El sepelio será el epílogo de la novela de la vida de un hombre intrépido, casi temerario, un demócrata sobresaliente embadurnado por una leyenda de corrupto, que incluso después de muerto ha dado guerra.

Un político de raza que fue dos veces presidente de Venezuela (1974-79 y 1989-93). En la primera fue el rey de la llamada «Venezuela Saudita». En la segunda, fue de desastre en desastre hasta la caída final.

Entre sus múltiples proezas se cuenta haber tratado de democratizar a Fidel Castro, ayudado a derribar a Anastasio Somoza, contribuido a la transición española, perseguido a la guerrilla castrista en Venezuela, nacionalizado el petróleo, pagado con cárcel su apoyo a la democracia en Centroamérica y resistido un motín popular y dos intentonas golpistas, todos ellos ahogados en sangre y fuego. Solo pudo ser doblegado por un golpe de terciopelo en el que se aliaron contra él los otros dos poderes del Estado.

Pérez, también conocido como «Cap» y «el Gocho», falleció a los 88 años el Día de Navidad de 2010 tras sufrir una crisis cardiaca irreversible en su apartamento frente al Océano Atlántico en el exclusivo Bal Harbour del noreste de Miami. No pudo ver cumplido el sueño de volver a Venezuela al cabo de diez años de exilio, que pasó entre Santo Domingo, Nueva York y Miami. Ni tampoco ver los brotes verdes de la libertad en una Venezuela sometida durante todo ese tiempo al arbitrio del coronel Hugo Chávez.

Como él en vida, su cadáver también es una celebridad. Fue disputado arduamente en los tribunales de Florida por sus dos viudas: la esposa (desde 1948) y prima hermana, Blanca Rodríguez, con la que tuvo seis hijos, y la que fuera su amante más duradera, por casi 40 años, la antigua secretaria Cecilia Matos, con le que engendró una hija y adoptó otra.

Embalsamado e insepulto en un congelador de una funeraria de Miami hasta junio y desde entonces depositado por orden de un juez en una cripta sellada del Flagler Memorial Park Cemetery, el cadáver de Pérez debe ser llevado a Venezuela en los primeros días de octubre próximo para ser enterrado en el Cementerio del Este de Caracas, después de que sus dos familias se pusieran de acuerdo.

Cecilia Matos esgrimía la supuesta voluntad de Pérez de que sus huesos solo volverían a Caracas cuando hubiera caído su enemigo Chávez. Blanca Rodríguez agitaba su condición de esposa legal y, en consecuencia, la única que con sus hijas podía decidir, a falta de disposiciones testamentarias específicas de su difunto marido.

¿Qué ha hecho cambiar a Cecilia Matos tras el arreglo extrajudicial alcanzado con «la legítima»? Ninguna de las partes ha revelado detalles. Ni posiblemente lo haga.

No parece probable que haya habido dinero por medio. A Cecilia Matos, la modesta secretaria que durante un tiempo fue la mujer más poderosa de Venezuela, se le atribuye una razonable fortuna amasada, sobre todo, durante la primera presidencia de su amante y depositada en bancos extranjeros.

No hay que descartar que a cambio del cadáver la familia de Venezuela haya podido renunciar ante la de Miami a emprender futuras acciones legales sobre los activos que Pérez y Matos pudieran tener en Estados Unidos o algún otro país.

Durante un tiempo se hicieron muchas conjeturas en Venezuela sobre una serie de cuentas conjuntas que Pérez y Matos supuestamente mantenía en bancos del extranjero donde habrían depositado dineros mal habidos. Específicamente se habló del Republic National Bank de Nueva York y del Citibank, con transferencias que habrían pasado por Gran Caimán, Suiza, Filipinas, Hong Kong y Panamá. Pero nada pudo ser probado. A Carlos Andrés Pérez nunca le encontraron bienes ni fortuna.

A pesar de haber sido investigado en vida hasta la saciedad, en un largo juicio por la Corte Suprema de Venezuela solo pudieron probarle el empleo de unos fondos reservados, de uso discrecional del presidente para asuntos de seguridad interna, a costear una operación de seguridad en torno a Violeta Chamarro cuando en 1989 ganó contra pronóstico las elecciones presidenciales al comandante Daniel Ortega, tras diez años de dictadura sandinista. Ella era una presa extremadamente vulnerable. Pérez siempre se mostró orgulloso de haber sido condenado por su ayuda a la consolidación de la democracia en Nicaragua. Curiosamente «Cap» protegía a Violeta Chamorro de los mismos sandinistas que él había ayudado en la guerra civil de Nicaragua a acabar con la degenerada dictadura de los Somoza.

«Hubiera preferido otra muerte», dijo «Cap» tras ser destituido en una malhadada confabulación de la Corte Suprema, el Senado y un grupo de notables, que aprovecharon, en mayo de 1993, para darle el golpe a gracia cuando estaba malherido. Seguro que también hubiera preferido tener un entierro rápido y no permanecer más de nueve meses de córpore insepulto.

Con Venezuela metida en campaña para las presidenciales de 2011, el entierro de «Cap» en Caracas puede tener su punto político antichavista. No en vano se estará enterrando a una de las figuras históricas más señeras del partido socialdemócrata Acción Democrática (AD), hoy venido a menos, del que provienen algunos «presidenciables» como Antonio Ledezma o en cuya juventudes se foguearon algunos cachorros del chavismo como el vicepresidente Elías Jaua.

Para el coronel Hugo Chávez, que lleva más dos meses espantando a la parca con curas, chamanes y babalawos, el entierro de Carlos Andrés Pérez en Venezuela tenía harto significado político porque representaba dar sepultura definitivamente al viejo, denostado y corrupto viejo orden político contra el que él ha construido esa entelequia que llama –cada vez con menos entusiasmo– «socialismo del siglo XXI». Pero habiéndole visto la cara a la muerte y supersticioso como él es, quizás Chávez prefiera no meterse otra vez en artes de hechiceros.

Corrupción en Brasil: la orgía perpetua

Francisco R. Figueroa / 19 septiembre 2011

Cada 51 días en promedio cae un ministro de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, sobre todo por corrupción.

Desde que asumió Rousseff, hace nueve meses, ya van cinco ceses de ministros, cuatro por corruptelas y el quinto por bocón. El último ha sido el titular de Turismo, un venerable octogenario que se pagaba el servicio doméstico con dinero del parlamento.

Según las denuncias hechas por Folha de São Paulo, probablemente uno de los dos mejores diarios brasileros, la esposa del ministro usaba de chofer particular a un funcionario del Congreso y durante siete años el salario de su ama de llaves salió del mismo parlamento. Cuando entró al gobierno colocó a esa sirvienta de recepcionista en su propio ministerio. Se supo también que pagó una francachela en un motel con dinero público, pero tras ser descubierto adujo que había sido un error de su contable.

Pero el ya exministro Pedro Novais, de 81 años, es un presunto ratero en una nación donde se roba a manos llenas de las arcas del gobierno, en una orgía perpetua y desenfrenada, un festín interminable que, según cálculos de fuentes confiables, cuesta de uno a cien millones de dólares diarios.

Un estudio de un economista de la solvente Fundación Getulio Vargas (FGV) concluyó que entre los años 2002 y 2008, tiempo en los que brillaba el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, de las arcas del gobierno federal fueron desfalcados 40.000 millones de reales, que equivalen al cambio actual a 23.500 millones de dólares o 17.000 millones de euros, una suma equivalente a toda la economía de Bolivia.

Sin embargo, otra investigación patrocinada por la principal patronal brasilera, la Federación de las Industrias del Estado de São Paulo (Fiesp), descubrió que el coste de la corrupción en todo el país ―y no solo en la administración central federal, a la que se redujo el estudio de la Fundación Getulio Vargas― oscila por año entre una Bolivia (cuyo PIB nominal es de 19.000 millones de dólares) o un Uruguay (con 41.000 millones de dólares).

De ese descomunal latrocinio apenas afloran algunas briznas. Por ejemplo, en una operación de hace poco más de un mes de la Policía Federal por corrupción en el mismo ministerio de Turismo, la suma malversada ascendía a tres millones de reales (1.750.000 dólares), una menudencia comparada con las cifras que halló la Fundación Getulio Vargas en el nivel del gobierno federal o la Fiesp en el ámbito nacional.

Es la «patria amada, idolatrada», que canta el himno nacional, sustraída; es el «impávido coloso», que proclama el mismo canto, violado por los representantes de la nación.

Y todo ello en total impunidad. Según un estudio de la Asociación de Magistrado de Brasil, que abarca 18 años, el Supremo Tribunal Federal (última instancia y foro privilegiado para los jerarcas de primer rango) no condenó por corrupción a ningún alto funcionario en esos casi dos decenios. Por su lado, el Tribunal Superior de Justicia (máxima instancia para asuntos infraconstitucionales y foro para representantes regionales y locales) solamente punió a cinco autoridades en el mismo larguisimo período de tiempo.

Con toda esa impunidad sorprende que estén cayendo tantos ministros. Sin duda, las denuncias que publica la prensa son producto de filtraciones interesadas. Y solo hay un motivo: la vendetta entre familias políticas, el ajuste de cuentas en un sistema político mafioso.

Desde luego, la caída de los ministros no es una consecuencia de que la flamante presidenta esté limpiando la casa, aunque deje que se propague que así es. Sencillamente recoge la basura cuando no queda más remedio, en lugar de meterla bajo la alfombra y sentarse encima a dar picotazos cuan avestruz terca, como hacía su antecesor y mentor, Luiz Inácio Lula da Silva.

Rousseff está escarmentada porque la corrupción le tocó de cerca. Por ejemplo, la que era su brazo derecho y le sustituyó en el gobierno cuando ella fue proclamada candidata presidencial, tuvo que renunciar en las postrimerías del gobierno de Lula tras ser pillada en prácticas de nepotismo.

El oficialista Partido de los Trabajadores (PT), fundado por Lula, era un reservorio de ética hasta que alcanzó el poder en enero de 2003. Enseguida degeneró adaptándose a la tradición de lo que en Brasil se conoce como «fisiologismo», lo que define el uso de la función pública para sacar ventajas y satisfacer intereses personales o partidarios en perjuicio del bien común.

El PT por sí mismo no gana unas elecciones nacionales. Quedó demostrado en los años ochentas y noventas del siglo pasado. Para ganar en 2002, 2006 y 2010 tuvo que hacer alianzas non sanctas. Hoy es el mayor partido, pero eso significa apenas el 17 % del parlamento.

Rousseff, como Lula, llegó a la presidencia gracias a la alianza electoral con el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), campeón nacional del clientelismo. Esta probado que PMDB –al que tantísimo el PT criticaba hasta el ensañamiento– no hace alianzas por la gobernabilidad de la patria. Lo suyo es el conchabamientos, el contubernio en busca de beneficios para sus dirigentes.

Con el veterano campeón de las luchas por la democracia Ulysses Guimarães murió en 1992 también la decencia pereció en el PMDB. Hoy el partido está en manos de dirigentes como el expresidente, escritor y actual presidente del Senado José Sarney, de 82 años, que ha disfrutado del poder tanto en dictadura como en democracia desde hace más de 60 años, o el vicepresidente de la República, Michel Temer, de 72 años, un masón descendiente de libaneses que lleva tres décadas con las botas puestas.

Entre el PT y el PMDB suman un tercio de la cámara de diputados. De modo que ambos –en este gobierno lo mismo que el anterior–, dependen a su vez de una pléyade de pequeños y voraces partidos mercenarios. A Rousseff la llevan en andas su partido, el PMDB y otras 15 formaciones. Los porteadores sacan tajada con ministerios, altos cargos, organismos y empresas públicas que se reparten el poder. Es la patria subastada, las tenebrosas transacciones y los barones hambrientos de los que hablaba Chico Buarque en una de sus numerosas canciones.. Nadie duda en Brasil de que los acuerdos políticos entre partidos y dentro del parlamento bicameral están manchados por la corrupción.

La tajada del león se la lleva el PMDB, que se proclama «el partido de Brasil». Desde luego es bastante amo de Brasil. Nunca disputa la presidencia y siempre está en el gobierno. Tiene la vicepresidencia y cinco ministerios. Novais era uno de sus ministros. Cuando cayó –como en cese de anteriores ministros del PMDB– fueron los líderes del partido quienes escogieron al sucesor para un cargo que consideran virtualmente coto privado mientras dure el pacto de gobierno. Así, Dilma Rousseff se limitó a rubricar el nombramiento.

Rousseff es una suerte de rehén del PMDB, sin que pueda hacer mucho para evitarlo. Lula manejó el asunto con mano izquierda y se partió la cara en defensa de sus socios cuando eran acusados de corruptelas. Pero Rousseff es de otra madera. Forcejea con el PMDB porque quiere pasar la historia como la presidenta que adecentó la cosa pública brasileña. El riesgo es su propia estabilidad. Temer, sin duda de acuerdo con Sarney, ya la ha amenazado con romper la baraja. La cacareada «limpieza ética» de Dilma Rousseff entra en colisión con la gobernabilidad. 

Por lo demás, en Brasilia han sido robadas hasta las escobas plantadas frente al Congreso en demanda de una limpieza a fondo a la cosa pública.

Guatemala: Puntos suspensivos

Francisco R. Figueroa / 15 septiembre 2011

Guatemala, un país que se desangra en el olvido, se ha decantado en las elecciones presidenciales del último domingo por un controvertido militar derechista formado en Estados Unidos, que quiere meter de lleno al Ejército en la lucha contra el crimen, y un abogado conservador partidario de restablecer la pena de muerte.

Dos tercios del electorado de una nación extenuada por más de medio siglo de violencia y a merced del crimen, optó por los dos candidatos aparentemente más duros para disputar, el 6 de noviembre próximo, la segunda vuelta electoral que definirá entre ambos al sucesor en la presidencia del socialdemócrata Álvaro Colom.

Fueron desechados otros ocho aspirantes presidenciales, entre ellos la Premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú, que fracasó por segunda vez consecutiva con apenas el 3 % de los votos.

Tras décadas de violencia política, por lo menos desde 1954, a raíz de la invasión estadounidense, y especialmente en los años ochenta del siglo pasado, que produjo un cuarto de millón de muertos, 50.000 desaparecidos y millón y medio de desplazados, Guatemala está ahora en las garras del hampa.

Los ejércitos irregulares, los pandilleros, los narcotraficantes, los parapoliciales de la seguridad privada, los policías y funcionarios corruptos han transformado a Guatemala en una sucursal del infierno con índices asombrosos de criminalidad.

En Guatemala, un país pequeño del tamaño de Islandia o Portugal, hay 52 homicidios por cada cien mil habitantes, el 85 % por armas de fuego, de las que hay centenas de miles sin control. Ocurren proporcionalmente cuatro veces más asesinados que en México y diez que en Estados Unidos. En el último decenio la tasa de homicidios se duplicó con creces. Hoy día las estadísticas muestran un río de sangre con de 15 a 18 asesinatos por día, es decir, más de seis mil por año. Y las cifras tienden a crecer incesantemente.

Si no fuera por un asesinato ocasional de algún personaje, el mundo repararía poco en ese tremendo estado de cosas. La última vez que Guatemala ocupó titulares fue en julio con motivo del asesinato del cantautor argentino Facundo Cabral por unos pistoleros que pretendía ajustar cuentas con el hombre que le llevaba en su coche al aeropuerto. Se trata de un antiguo afinador de pianos nicaragüense con negocios en toda Centroamérica y Miami y posibles relaciones con el narcotráfico.

El grado de descomposición de Guatemala es tremendo. Baste recordar que en una misma cárcel han llegado a coincidir un antiguo presidente de la República y quien fuera su jefe de seguridad; un exministro de Defensa y otro de Finanzas; dos exdirectores de la policía nacional y un exjefe de la agencia tributaria, y un sacerdote supuesto encubridor del asesinato a golpes del obispo católico Juan José Gerardi, entre otros personajes.

Ítem más: durante los cuatro años de gestión del presidente saliente, cinco ministros se han turnado en la cartera de Gobernación (Interior). Dos de ellos enfrentan cargos por corrupción y lavado de dinero. Al menos el 10 % de los policías está implicado en crímenes de sangre.

El caso del asesinato del obispo Juan Gerardi continúa abierto al cabo de 13 años. La impunidad es casi total. El 98 % de los crímenes queda sin castigo en un país que está considerado un paraíso para los delincuentes, que ya controlan enteramente al menos siete de sus 22 departamentos, sobre todo el selvático y poco poblado norte fronterizo con México.

Tanta impunidad y el miedo a las represalias desembocan en que no se presenten muchas denuncias, con lo que una significativa parte del crimen escapa a las estadísticas.

Por ejemplo, familiares de un ministro fueron asaltados por policías, entre ellos una chica a la que los agentes violaron. Creyéndose inmunes por su parentesco, denunciaron los hechos. Los uniformados los buscaron y mataron a todos. Tampoco estos crímenes han tenido castigo. En Guatemala no funciona la policía ni el ministerio fiscal ni la judicatura, que es extremadamente vulnerable al hampa.

El 70 % de los guatemaltecos teme que le pase lo peor, nueve de cada diez dice que la situación es muy violenta y empeorará. La mitad de sus casi 15 millones de habitantes se consume en la pobreza. Hay dos millones de desnutridos y un 30 % de analfabetos adultos, medidos con parámetros laxos.

Con todo eso y algo más tendrán que lidiar quien llegue a la presidencia: el general retirado Otto Pérez Molina, de 61 años, del Partido Patriota (PP), que obtuvo en la primera vuelta el 36 % de los votos, o el abogado Manuel Baldizón, de 41 años, del partido Libertad Democrática Renovada (Líder), con el 24 %.

El primero usa el puño como símbolo, la «mano dura» como lema. Quiere contratar 12.500 efectivos policiales y militares y meter de lleno a las Fuerzas Armadas en la lucha contra la delincuencia. El segundo, que se define como «humanista», pretende restablecer la pena de muerte para castigar los siete delitos más graves y crear una guardia nacional. Para sustituir a una policía nacional podrida e infiltrada por la delincuencia.

Guatemala afronta unas condiciones de violencia, injusticia y desigualdades sociales como en pocas otras partes de América Latina. Con Álvaro Colom, el presidente saliente, empeoró el estado de cosas pese a sus buenos propósitos. Hoy día no existen razones objetivas para pensar que mejoraran con su sucesor. Las propuestas de Pérez Molina, el favorito para ganar, y Baldizón , así como sus promesas de campaña terminan chocando con la realidad, que es dura y tozuda. Depurar los cuerpos de seguridad, crear una administración honesta, formar una nueva judicatura profesional y proba no es tarea menor. De otro lado, hay que esperar para ver qué penetración ha tenido en las candidaturas el narcotráfico con su extraordinario poder corruptor.