Jugando con fuego

Con quince días en el poder, el presidente Rafael Correa ya ha dejado claro que usará al pueblo como ariete contra los demás poderes del Estado que se opongan a sus planes, un proyecto aún vago, un cambio profundo social, político y económico de perfiles socializantes.

El domingo pasado Correa había llamado al pueblo a defender la Asamblea Constituyente, que él pretende imponer contra viento y marea como piedra fundamental de un nuevo régimen político. El lunes calificó de «antipopular» a la mayoría del Congreso que se opone a ese proyecto. Sus rivales políticos consideran que el joven jefe del Estado, de 43 años, economista, antiguo seminarista salesiano y efímero ministro usa «un lenguaje de barricada».

La cuestión es que Correo no dispone de ningún parlamentario propio, sino que tiene una frágil alianza coyuntural en un país con alta volatilidad política. Correa asienta la legitimidad para llevar adelante sus planes en el casi 57 % por ciento de los votos que obtuvo en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales y en las encuestas, en las que la Constituyente es querida por un 80%.

Nada más asumir la presidencia, el pasado día 15, Correa «ordenó» al Tribunal Supremo Electoral (TSE) que convoque a referéndum el 18 de mayo próximo para que los ecuatorianos se pronunciaran sobre la elección de una Asamblea Constituyente con plenos poderes, pilar básico de su proyecto revolucionario.

Las autoridades electorales pasaron esa papa caliente al Congreso, con base en que para iniciar cualquier reforma constitucional debe haber una aprobación del legislativo, según dispone la Carta Magna en vigor. En los planes de Correa, el Congreso iba a ser un mero convidado de piedra. Sencillamente, el mandatario pensaba usar con el legislativo la política de los hechos consumados, sin darle opción a pronunciarse.

El Congreso debatía el martes el asunto cuando llegó la noticia de que estaba cercado por seguidores de Correa. Los legisladores huyeron en estampida. Una mayoría escapó en tropel por una puerta trasera, poco antes de que se produjera el intento de toma de la sede legislativa y se desatara una trifulca con la policía, con varios heridos.

Correa reaccionó condenando la violencia, pero a renglón seguido instó a los ecuatorianos seguir protestando de manera pacífica. De paso echó a los leones a los miembros del Tribunal Supremo Electoral y del Congreso arguyendo que se opinen a la voluntad del pueblo. «Demuestrenles quien manda en el país», les dijo a los trece millones de ecuatorianos.

Correa ha dicho claramente que la pugna se decidirá en las calles. Luego ha confirmado a las claras que le es indiferente lo que digan tanto el Congreso como el TSE. Es más, ha amenazado con montar un poder electoral paralelo para gestionar el referendo.

Para que no resten dudas, el vicepresidente ecuatoriano, Lenin Moreno, fue también directo: «El diálogo se agotó. Los señores diputados y los señores del TSE lo único que tienen que hacer es pegar el oído al piso y oír lo que quiere el pueblo». Claro como el agua cristalina.

Un nuevo drama político puede está servido en Ecuador. Los dos bandos consideran legitimas sus posiciones, Correa basándose en el caudal de votos que tuvo y en las encuestas, y la mayoría parlamentaria en que para iniciar cualquier cambio constitucional es legalmente necesaria la aprobación del Congreso.

Algún analista ecuatoriano considera que a corto plazo el desborde popular beneficia a Correo, pero advierte de que si no logra construir su proyecto político perderá legitimidad y la presión ciudadana puede revolvérsele.

Debatir las reformas políticas en la calle en lugar de dentro de las instituciones establecidas en democracia crea un precedente muy peligroso. Por lo pronto significa echar gasolina de 99 octanos al fuego en un país que arde desde hace una década en la crisis institucional. En los últimos diez años se han sucedido en la jefatura del Estado nada menos que ocho presidentes y tres de ellos fueron destituidos por el Congreso.

Correa y el presidente del Congreso, Jorge Cevallos, han usado la misma frase para describir la situación: «se está jugando con fuego». El riesgo para quien juega con fuego es acabar quemado.

Francisco R. Figueroa
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