Chávez cambia el palo por la zanahoria

Francisco R. Figueroa / 18 enero 2011

Con las barbas en remojo por el derrocamiento del sátrapa tunecino Zine El Abidine Ben Alí, el caudillo venezolano, Hugo Chávez, ha ofrecido acortar el tiempo que tiene para gobernar por decreto y mostrado un talante democrático impropio de alguien como él de naturaleza autoritaria y vena militarista acostumbrado a vapulear a quienes se le oponen.

Fue el sábado último al presentar a la Asamblea Nacional el informe de su duodécimo año de gestión, durante un discurso de siete horas, y dirigiéndose a los 65 miembros de la oposición venezolana, que está de retorno al parlamento tras un largo paréntesis luego de haber boicoteado las elecciones de 2005 por su profunda desconfianza en el sistema casi dictatorial que Chávez personifica.

En ese discurso Chávez lamentó que le tachen de tirano, de dictador, que lo demonicen; negó que su proyecto político sea comunista, aunque tantas veces haya alardeado de su ideología marxista y de su afinidad con el castrismo; tendió efusivamente la mano a quienes antes quería pulverizar y maltrataba hasta el escarnio; se entretuvo amigablemente con la vistosa diputada María Corina Machado a la que antes minusvaloraba con alardes machistas; ofreció diálogo y desintoxicar la política nacional que él mismo ha emponzoñado hasta el vómito; y le quitó expresamente a sus adversarios la infamante etiqueta de golpistas que les había colgado hace diez años. 

«Aquí no hay dictaduras ni habrá dictaduras; aquí no habrá golpes de Estado ni de Chávez ni contra Chávez; no es posible un golpe de Estado en Venezuela», afirmó cuando aún está fresco el derrocamiento por la furia popular de Ben Alí, la precipitada huida de Túnez con tonelada y media de oro a cuestas y su rebote por tres países como apestado hasta que finalmente los amigos saudíes le dieron asilo.

Chávez se mostró con disfraz de oveja y un discurso a veces elevado, en contraste con su chabacanería y belicosidad habituales, por objetivos internos e internacionales.

De un lado, Chávez puede pretender llegar a las vitales elecciones presidenciales de 2012 no como un autócrata que busca perpetuarse en el cargo con el ventajismo de quien controla todos los resortes del poder y tiene el Tesoro público a su entera disposición, sino como un demócrata que disputa en buena lid con sus rivales. 

Trata de consolidar su proyecto personal consciente de que su reelección en esos comicios está en riesgo tras el éxito de la oposición en las recientes legislativas, en las que Chávez fue derrotado en el voto popular, aunque se quedó con la mayoría de la Asamblea por el sistema perverso de reparto de escaños que él mismo impuso.

En el ámbito internacional, pretendería aminorar su mala imagen cuando trata de llenar el vacío que el ex gobernante brasileño Luiz Inácio Lula da Silva ha dejado como líder latinoamericano. No ve nadie a su alrededor de nivel para quitarle esa función. 

Dilma Rousseff, sucesora de Lula, no está a la altura, como tampoco, hoy por hoy, el chileno Sebastián Piñera o el colombiano Juan Manuel Santos. La argentina Cristina Fernández, viuda de Kirchner, tiene que ordenar su propia casa y, muerto su marido, ver si puede (o la dejan) convertirse en candidat a sucederse a sí misma. Perú está enredado en unas elecciones con resultado incierto y el mexicano, Felipe Calderón, vive agobiado por la situación interna. 

Chávez cree que sólo él, pero carece ce consenso fuera de la órbita de las naciones pensionadas de esa entelequia llamada «Alba» (la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América). La imagen de dictadorzuelo de Chávez ha empeorado con su radicalización reciente, después de haber obtenido el poder de gobernar por decreto del parlamento venezolano saliente, prácticamente de obediencia perruna a su «revolución».

También, posiblemente, el gobernante venezolano haya pretendido tapar su pésima gestión tras doce años en el cargo, con su país afectada por diversas crisis, la carestía y el declive económico en contraste con sus vecinos, pese a ser un país donde cada día entran unos 200 millones de dólares por exportaciones de petróleo o más de 70.000 millones cada año para llegar a ese billón largo que Chávez ha podido dilapidar personal desde que llevó al poder en febrero de 1999 en su megalomaníaca aventura personal.

PE: Muy pocos días después, esgrimiento un pretexto vago, Chávez dio marcha atrás en su promesa de limitar hasta mayo próximo la vigencia de la ley que le permite gobernar dictatorialmente.

franciscorfigueroa@hotmail.com
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El mito Lula

Francisco R. Figueroa / 9 enero 2011

Luiz Inácio Lula da Silva, el presidente saliente de Brasil, ha acabado una exitosa gestión de ocho años que el triunfalismo oficial dejó pintada exageradamente color de rosa.

Sería injusto dejar de reconocer lo que Brasil ha cambiado con Lula a la batuta. Un factor diferencial en él es su coherencia y realismo en comparación con la insensatez característica de dirigentes próximos en el continente americano. 

Gobernantes como el venezolano Hugo Chávez, el boliviano Evo Morales, el nicaragüense Daniel Ortega y hasta los Kirchner argentinos —actualmente sólo ella, la señora presidente— resaltaron mucho más a Lula como mandatario singular, juicioso, creíble, moderado, mesurado, responsable y serio.

El primer acierto del ex presidente de Brasil fue mantener con pragmatismo y responsabilidad el rumbo en las políticas económicas trazado por su antecesor y cordial enemigo, Fernando Henrique Cardoso, aunque con la boca maldijera su legado hablando con ingratitud y falsedad de «herencia maldita». Lula convertido en un gobernante fiable, pero al mismo tiempo un demagogo muchas veces exagerado.

Con el sociólogo Cardoso y Lula, el viejo gladiador sindical devenido al populismo, Brasil se ha beneficiado de un ciclo de dieciséis años de expansión económica sin precedentes en la historia nacional —y quizás en toda América Latina—, al que sin duda dará continuidad la antigua guerrillera Dilma Rousseff, la primera mujer al timón del coloso suramericano.

Con Lula hubo beneficios reales para todos. Millones de personas mejoraron su nivel de vida, con más trabajo, mejores salarios y un aumento notable del consumo. Su política de transferencia de renta logró sacar de la miseria a 28 millones de brasileños y convertir en clase media otros 36 millones.

No pudo ver cumplido su sueño de que al final de su gobierno no quedara brasileño sin poder hacer tres comidas al día. Pero anduvo cerca. Y Rousseff está persistiendo en ese fin, con inclusión social y productiva, es decir, sin tanto asistencialismo como en el gobierno de Lula.

La economía brasileña creció durante la gestión de Lula, pero no más allá que su entorno pues ha sido una décima inferior (4,1%) al promedio latinoamericano. Eso quiere decir que Brasil no crece al ritmo de otros países del llamado Grupo BRIC, motores turbo de la economía mundial como China o India. El crecimiento del 7,5 % de Brasil en 2010 se ha dado después de un decrecimiento de casi el 1% un año antes.

Brasil sigue dejando mucho que desear en cuanto a su índice de desarrollo humano, que Lula dejó en un nivel medio, en un puesto 73, a la par de Ecuador o Colombia y muy lejos de las naciones desarrolladas.

En educación, según el último informe del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes(PISA), Brasil está en la 53ª posición entre 65 países, con un nivel de escolaridad como Zimbabue.

Tampoco en estos ocho años Brasil ha modificado su posición en la cultura global, ni avanzó como potencia militar. Dejó oír mejor su voz en el concierto internacional, pero, por ejemplo, su alineación con las dictaduras iraní y cubana, su comportamiento gallito en la crisis de Honduras o su incapacidad de controlar a los dirigentes izquierdistas radicales latinoamericanos, le hicieron perder a los ojos del mundo peso cuando Brasil pretende erigirse como potencia e interlocutor de primer nivel en el nuevo mundo multipolar.

Cualquiera que haya prestado atención a Lula habrá sacado la impresión de que todo cuánto ocurrió durante su mandato en Brasil se debió a él y exclusivamente a él: ha dado la impresión de que él inventó el fuego, la rueda y hasta la coca-cola. Antes que él, el abismo, las tinieblas, el desorden y el vacío, como en el Génesis. Un adanismo insensato que nadie fue capaz de morigerar.

Lula sale de escena como una gloria nacional y dicen que es idolatrado por casi el 90 % de la población. Sin embargo, tanta unanimidad no se puso de manifiesto en los últimos comicios presidenciales de octubre pasado, pues su candidata, pupila y ya presidente de Brasil, Dilma Rousseff, precisó dos rondas de votaciones para lograr la elección.

Sin duda esos ochos años sobresalientes han depositado a este antiguo obrero del metal, sindicalista radical e hijo del Brasil más profundo y miserable, en una de las principales hornacinas del altar patrio.

Los más entusiastas lo han colocado ya bajo un baldaquino en el lugar de Nuestro Señor, como diría un creyente. Ni a la derecha ni a la izquierda de Dios padre, sino en el sitial del mismísimo Creador. Así están las cosas.

Es justo reconocer que el éxito de Lula se ha proyectado desmesuradamente gracias a un plan de marketing sin precedentes en Brasil. Durante el mandato de Lula el Estado brasileño gastó en propaganda oficial en torno a 10.000 millones de dólares, a mayor gloria del gobernante. Jactándose Lula de ser el campeón de los pobres chocan ese promedio de tres millones de dólares diarios en autobombo que podían haber aliviado muchas penas.

Lula ha sido el gobernante brasileño que más y mejor ha usado la comunicación de mesas. Cuando llegó al poder en 2003 no llegaban a quinientos los medios de comunicación que recibían dinero por emitir propaganda del gobierno. Cuando ha acabado su gestión se han multiplicado por diez.

Por otro lado Lula se colocó por encima del Estado al declarase la «encarnación del pueblo», aunque hay que reconocerle que quedara sólo en una tentación para reforma constitucional para seguir en el poder.

Usó y abusó del Estado para lograr la elección de Dilma Rousseff, su criatura, lo que dice mucho sobre su falta de ética democrática y de un Partido de los Trabajadores que hizo tabla rasas de sus convicciones políticas sobre decoro y decencia para quedar enlodado por repetidos escándalos de corrupción y alianzas en el Congreso Ncional con lo más granado de la piratería parlamentaria brasileña.

Tanto es el endiosamiento, el engreimiento, en esta época caracterizada por la expresión «nunca antes en la historia de Brasil» que Lula ha solía usar en sus borracheras de éxito para destacar los logros de su gobierno, que el propio mandatario acaba de decir antes de irse —de reiterar, según un avezado observador en Brasilia y, por tanto, no hay espacio al error, a que se le haya calentado la boca en un momento de euforia— que hasta Estados Unidos sintió «envidia» y «celos» de Brasil.

Lula acaba su mandato entre bravatas y fanfarrias convertido en «un activista de sí mismo», como ha escrito una conocida analista brasileña experta en ese mismo gobernante a quien el británico Tony Blair calificó un buen día como «uno de los más excepcionales líderes de la era moderna». Y él se lo creyó.