Meu Brasil brasileiro


Francisco R. Figueroa 

✍️ 29/08/22

A un mes de las elecciones en Brasil parece que solo queda saber si Luiz Inácio Lula da Silva va a ganar la presidencia en primera o segunda vuelta. 

Todo indica que, salvo un vuelco aparatoso del electorado, Lula, aquel niño menesteroso destinado a engrosar la terrible estadística de la mortalidad infantil en los sertones de Pernambuco pero llegó a ser jefe de Estado, volverá con 77 años como inquilino del Palacio del Planalto, desde donde gobernó ocho años de 2003 a 2010. 

Brasil aguarda con inquietud la reacción del posible perdedor, Jair Bolsonaro. El actual mandatario es de tipo chulesco, petulante, matasiete, fanfarrón y rufián, curtido en los bajos fondos de la maloliente vida pública brasileña. Un político de cloaca. Un hombre de 67 años que presume frecuentemente de su capacidad de erección, de que la temida «broxa» no va con él, y hace que su joven y evangélica esposa, Michelle, salga a contarlo, causa cierto desasosiego. 

Tras de sí lleva una caterva de milicos, policías, civiles gatillo alegre, milicianos y otras gentes de armas tomar; energúmenos, aleluyeros fanáticos y personas sencillas fácilmente manipulables. Y unos hijos codiciosos, intrigantes y manipuladores dados a los embrollos y dispuestos a tomar el relevo dinástico. Y la muchedumbre que añora la dictadura. 

Podrían desencadenar un follón de padre y señor mío si en la eventual victoria de Lula la diferencia de votos fuera ajustada. Bolsonaro, que es un bocazas, habla insistentemente de la posibilidad de que se produzca un fraude en el escrutinio, de que hay magistrados sinvergüenzas en el tribunal electoral y de que las urnas electrónicas no son de confianza, aunque lleven veinticinco años en uso con aprobación general y con ellas, él, tres de sus cuatro hijos varones, algunos otros familiares y bastantes monaguillos hayan sido elegidos para cargos, una vez tras otra.

Ha crecido así la impresión de que Bolsonaro no reconocería una derrota, que se lanzaría a una correría parecida a la de su idolatrado Donald Trump cuando lo venció Joe Biden, o se envolvería en aventuras golpistas con militares y miembros de las poderosas policías estaduales, que son de corte castrense y cohabitan con la violencia, la sangre y la muerte, tan nostálgicos todos ellos de la dictadura del sesenta y cuatro como él mismo se confiesa. 

La estrategia de los Bolsonaro de denigrar a Lula en la propaganda electoral como corrupto, expresidiario, aliado de dictadores comunistas, como los de Cuba, Venezuela y Nicaragua, comunista él mismo, borrachín y la mismísima encarnación de Satanás no ha servido para cambiar –por lo menos hasta ahora– significativamente la tendencia de los votantes hacia Lula. Ni el odio y rechazo popular a cada uno de ellos, mucho mayor en el caso de Bolsonaro. 

Es cierto que Lula «pecó» en el poder, dejó hacer, floreció la corrupción en torno a la petrolera estatal y las grandes constructoras acostumbradas a coimear a políticos desde tiempo inmemorial, y se compraron diputados a mansalva para apoyar su gobierno. Hasta un mundial de fútbol y unas olimpiadas se compró Lula.  

La gestión a tropezones de  aquel capitán formado en una academia castrense en los años más intensos y crueles de la dictadura y luego separado del Ejército por sus impulsos a apoyar con explosivos unos reclamos salariales, tendrá consecuencias en las urnas, aunque sus legiones de troles y activistas en las redes sociales hayan tratado de ocultar el fiasco del ultraderechista tras una maraña de embustes, embrollos, filfas, infundios y patrañas. Y la puñalada que en 2018 hizo aparecer a Bolsonaro como un escogido de Dios a los ojos de un pueblo crédulo e impresionable tiene a estas alturas poco rédito. ✔️

Bolívar y su afilada espada


Francisco R. Figueroa 

✍️9/8/2022

En los doce años que viví entre Lima y Caracas traté de encontrar al Bolívar más auténtico. «Libertador», «libertraidor»... Resultó imposible. Era fábula y quimera, tanto por parte de las derechas como de las izquierdas, de intelectuales o iletrados.

Hasta que llegó Hugo Chávez y se apropió del personaje. No sólo construyó una «ideología» basada en la manipulación de su legado, que impuso a machamartillo. Blandió su espada (una de tantas) e incluso exhumó sus restos, manoseó sus huesos para consumar su pacto con el muerto, en busca de su fuerza y un poder superior, y lo dotó de un rostro criollo y aindiado, como él, para alguien de genes españoles por los cuatro costados. África sólo estaba en la leche que Bolívar mamó de la negra Hipólita. 

Las falsificaciones en Bolívar han sido constantes. Hasta esa espada tan de moda ahora. «La espada» de Bolívar. ¡Uf...! ¿Cuántas espadas tuvo Simón Bolívar? Una cantidad importante, incluidas la que trató de vender en Jamaica para comer y la que le entregó en Haití, para levantar su decaída estima al borde del suicidio, el presidente mulato Alexandre Pétion y que antes había sido inútil en el propósito de la emancipación en las manos de Francisco de Miranda, al que Bolívar acabaría traicionando. 

No se sabe con cuántos soldados españoles el español Bolívar cruzó sus espadas. Parece que con ninguno. Nunca se lanzó contra el enemigo sable en ristre. Gloriosas espadas, pues. Yo, con mi florete de esgrimista, «escabeché» más rivales. Los asesores militares ingleses, los auténticos estrategas de aquellas gestas, serían un testimonio invalorable. Pero la despreciable e ignominiosa «guerra a muerte» a los españoles, que Bolívar impuso en venganza por las humillantes derrotas  infringidas por el capitán general de Venezuela Domingo de Monteverde, causó víctimas sin cuenta. Degeneró en una degollina salvaje incluso de civiles sin excepción y soldados rendidos, heridos o enfermos. Un genocidio si aplicáramos la terminología actual. 

Bolívar era más de las batallas de cama, a las que iba bien pertrechado. Épicas. Era un «trípode»,  según sus áulicos. Potencia de tísico seguramente. Buscando a Bolívar me tropecé con su más esplendorosa amante, la quiteña Manuelita Sáenz de Vergara y Aizpuru. Sus apellidos la delatan. La libertadora del libertador, una mujer libre, anticipada a su tiempo, bravía y talentosa, hija ilegítima, desflorada en un monasterio de monjas católicas, casada por un arreglo con un médico inglés, el doctor Thorne, que acabaría sus días asesinado; limeña ocasional con José de San Martín, quien posiblemente la tuvo en sus brazos (o la confundimos con Rosita Campuzano, su amiga) y la elevó a los altares patrios; descubierta en Quito por un Bolívar en entrada triunfal como un pollipavo emplumado, soldado del libertador en tres batallas, incluida la de Ayacucho; coronela, salvadora del prócer en el atentado de Bogotá, fruto de la felonía colombiana y que llevaría a la destrucción de la Gran Colombia.

Hugo Chávez, el monumental falsificador de Bolívar, mandaba como propias a su novia Marisabel Rodríguez las cartas de amor del prócer a su amante. Me lo contó la propia Marisabel cuando se estrenaba como primera dama de Venezuela. 

Manuelita moriría por la difteria, desterrada, vituperada, olvidada, sola, en la indigencia, viendo la luna de Paita, y sería enterrada en una zanja con otras víctimas de aquella peste. El presidente peruano Alan García, muy propenso a prodigios y fantasías (su hijo mayor lleva de tercer nombre Simón y el otro, Dantón), me confesó una de esas brumosas mañanas de Lima, allá por 1987 o 1988, que ardía en deseos de buscar en aquel osario ignoto de Paita lo que quedara de Manuelita, la amante inmortal. ✅

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