Más Correa

Francisco R. Figueroa / 25 mayo 2011

Rafael Correa, de 50 años y en el poder desde enero de 2007, acaba de iniciar un nuevo período presidencial cuatrienal con la intención confesada de mejorar las condiciones de vida de los ecuatorianos y el compromiso de no buscar otra reelección.

El viernes 24 de mayo Correa asumió con el 58 % del voto del electorado, la conformidad del 86 % de los ecuatorianos, la lealtad del 75 % de la Asamblea Nacional y una economía con buena salud.

Se equivocan quienes consideran a Rafael Correa la alternativa al fallecido Hugo Chávez como motor de los movimientos «revolucionarios» latinoamericanos. Cuando se le pregunta por ello, el mandatario ecuatoriano se deja querer y practica el arte de la ambigüedad. Pero ni quiere ni puede.

El líder ecuatoriano tiene el verbo encendido y es populista, como era el teniente coronel Chávez. Sin embargo, carece de la cuantiosa fortuna y la mentalidad quimérica, atrevida y despilfarradora a tiempo completo que tenía el caudillo venezolano.

Por supuesto, nada tiene que ver Correa con el desatinado e incoherente sucesor de Chávez, Nicolás Maduro, que parece llamado a acabar de agotar a su desmejorado país, que está hundido tras catorce años de pirotecnias, malabarismos y fantochadas revolucionarias bolivarianas.

De todos los líderes sudamericanos considerados «progresistas», Correa es el único sensato y capaz. Es un pragmático realista con los pies en el suelo. No improvisa; planifica. Cumple lo que promete y es predecible. Rinde cuentas al pueblo, que le reconoce la transparencia. Se mueve con calculado riesgo y apenas le queda ejercitar la izquierda y tender la mano en su delicado duelo con los medios de comunicación. Además, le ha dado a su país una estabilidad institucional sin precedentes.

La prioridad de Correa es claramente el desarrollo y la consolidación de su programa interno. Más allá de su discurso, no tiene un proyecto de liderazgo regional y mucho menos de apoyar y sostener —aparte de con declaraciones— a una dictadura agónica como la de los hermanos Castro en Cuba o a un régimen nefando como el del matrimonio Ortega en Nicaragua. Por otro lado, Correa sabe de la imposibilidad de disputar ese liderazgo regional a un país poderoso y enormemente influyente como Brasil.

Correa es un nacionalistas que practica el desarrollismo con fuerte intervención del Estado. Mientras Chávez hundía Venezuela, Ecuador crecía. En los últimos seis años las políticas socialistas —la llamada «Revolución Ciudadana»— de Correa han producido un crecimiento anual superior al 4 % en promedio mientras que la inversión pública superaba los once mil millones de dólares. Estamos hablando de un país que roza apenas quince millones de habitantes. La pobreza se redujo diez puntos porcentuales (al 26 %) y la miseria en seis puntos (al 11 %). «El ser humano ha sido puesto por encima del capital», afirma él.

Usa convenientemente los recursos de Ecuador en pos del crecimiento sostenido, la diversificación de la economía más allá del petróleo, el desarrollo, la ampliación de las infraestructuras, los avances en salud, educación y servicios básicos, la universalización de los derechos ciudadanos, la modernización de Ecuador y la reducción de la brecha social.

El que haya confesado que no tiene planes de eternizarse en el poder dice también a su favor. Aunque mantenga convenientemente su discurso antiimperialista, Correa debiera marcar el espacio respecto a ciertas «amistades peligrosas» y procurar no ser confundido con algunos gobernantes latinoamericanos marcados por serias sospechas de corrupción y ubicados cerca del despeñadero. 

Un gobernante maduro en sentido estricto, sin maquillajes ni rellenos faciales, equilibrado en la mitad del mundo, con un discurso moderno, de futuro, lejos de las retóricas trasnochadas propias de tiempos de guerras frías y junto, pero no revuelto, con otros líderes «progresistas» latinoamericanos que parecen abocados a un fracaso sonoro.

franciscorfigueroa@gmail.com