Fujimori, el retorno

Francisco R. Figueroa | 30 mayo 2016

          El próximo domingo 5 de junio dos candidatos de derecha se juegan, en segunda vuelta electoral, la presidencia de Perú, séptima economía latinoamericana con uno de los mayores crecimientos en lo que va de siglo y una inequidad apabullante.
          Los llamados «mercados», es decir, el capitalismo y sus brókeres, prefieren el triunfo del experimentado tecnócrata Pedro Pablo Kuckzynski. Pronto cumplirá setenta y ocho años.
          Ex primer ministro, exministro de Energía y Minas, exministro de Economía y Finanzas, exdirectivo de numerosas corporaciones, exfuncionario del Banco Mundial y exalumno becado de Oxford y Princeton. Gringo más que hispano, protagonista de dos matrimonios con estadounidenses, emparentado con el cine a través de Jean-Luc Godard y Jessica Lange, PPK, como se lo conoce por sus iniciales, sería el perfecto jubilado en un paraíso de pensionistas pudientes con su caballuno rostro bonachón, retoño de un humanitario médico alemán, veterano de la primera guerra mundial, y una francesa profesora de literatura.
          Una figura proclive a mantener las políticas ortodoxas que han conservado a Perú en la senda del crecimiento durante el último cuarto de siglo, aunque el reparto de la riqueza generada no hizo, ni de lejos, un país socialmente más justo, agobiado también como está por situaciones de corrupción y altos índices de delincuencia.
          Los últimos sondeos muestran una intención de voto creciente para la populista de derechas Keiko Fujimori, japonesa por los cuatro costados, nacida en Lima hace cuarenta y un años, de rostro ajustado al disco rojo emblemático de la bandera del imperio del sol naciente y ninguna actividad profesional conocida aparte la política y su condición de hijísima.
          Existe preocupación de que en caso de ganar la presidencia se asemejara a su padre, Alberto Fujimori, quien cumple condena de veinticinco años por delitos de lesa humanidad y corrupción durante el fujimorato, su régimen, que aconteció de 1990 a 2000, o, incluso, sería un pelele en las manos de él. 
          Un analista local se ha preguntado si como presidenta, Keiko sería honesta, tolerante y justa o, por el contrario, corrupta, autoritaria y tramposa como su padre. Otro vaticinaba que si en estos pocos días que quedan para las elecciones PPK no se sacude el letargo que lo pinta de segundón resignado, está garantizado el retorno de Alberto Fujimori al escenario político.
          Una victoria de Keiko, la primogénita entre cuatro hermanos, supondrá «una catástrofe y una especie de reivindicación de la dictadura» de su padre, adujo, por su lado, el literato Mario Vargas Llosa. El fujimorismo de barricada retrucó llamándole «repugnante novelista». El Premio Nobel de Literatura, que lleva el veneno de la política en las venas, es enemigo jurado de Alberto Fujimori desde su inesperada y humillante derrota a manos del entonces anónimo japonés en las presidenciales de 1990.
          Pero Keiko ¿debe cargar las culpas de su progenitor, quien, elegido como Mesías tres veces durante la última década del siglo veinte, acabó hundiendo la patria en la infamia, un lodazal putrefacto dominado por una cleptocracia rampante y criminal?
          Sus numerosos partidarios aducen que con sus agresivas políticas Alberto Fujimori «libró» el país del sangriento terrorismo y la nefanda hiperinflación. Vaya, que lo sacó del caos. Robaba, como todo el mundo, pero hacía, daba, asistía, aducen. De ahí que el fujimorismo arraigara, a pesar de su infausta historia, y se convirtiera en significativa tendencia política, que le supuso a Keiko ganar la primera vuelta electoral con el 40%, casi el doble de votos que PPK, y acaparar un 56% del congreso, con 73 de sus 130 escaños. En una de esas bancadas se envalentona Kenji Fujimori, de treinta y seis años, único de los dos varones del expresidente preso y, por cierto, de nuevo el candidato a congresista peruano con más alta votación. No oculta que quisiera ser presidente y su hermana tuvo por ello que regañarle en público. Once de esos congresistas fujimoristas tienen problemas con la justicia por distintos hechos de corrupción.
          Dos de cada tres peruanos cree que Keiko trataría con «mano dura» —ella ha hecho promesas en ese sentido— el agobiante problema de la inseguridad, del mismo modo que su progenitor vapuleó sin piedad a los terroristas. En tanto, PPK se percibe como un demócrata blandito que tendría seriamente dificultada la acción de gobierno por la holgada mayoría parlamentaria fujimorista.
          Keiko, como sus hermanos, cursó estudios superiores en Estados Unidos, costeados con dinero mal habido y que como primera dama, por el divorcio de sus padres, se cultivó para la vida pública entre las malas artes de su progenitor en contubernio con el abominable valido, Vladimiro Montesinos, el «tío Vladi». De momento, Keiko está siendo investigada —en mitad de la campaña, por cierto— por lavado de dinero, lo mismo que su marido, el norteamericano Mark Vito Villanella, y algunos de sus colaboradores más cercanos han sido puestos en la picota, entre ellos uno que a la velocidad del rayo pasó de cobrador de autobús a millonario.
          En la campaña electoral en curso ha quedado evidente que aprendió de su padre el arte del navajeo político y el golpe directo al hígado del contrincante. Pesca, obviamente, en los caladeros del fujimorismo, que son las clases sociales menos favorecidas, el conservadorismo ultramontano, los emergentes y la gente madura.
          Ella se ha disculpado —con poca convicción—, por los «excesos» cometidos por su padre, a quien, de llegar a la jefatura del Estado, seguramente liberaría posibilitando la invalidación del proceso que lo llevó a la cárcel, lo que abriría la puerta a la anulación de los juicios a otros cómplices del antiguo régimen, como el propio Montesinos. «La candidata soy yo, no mi padre», se ha defendido en un debate. Pero al poco le traicionó el subconsciente y empleó el plural mayestático para jactarse de que «nosotros acabamos con el terrorismo».
          Después de que Fujimori padre pusiera, en el 2000, pies en polvorosa y renunciara a la presidencia desde Asia por fax, el electorado peruano fue, quinquenio tras quinquenio, echando remiendos para evitar males mayores, votando con la nariz tapada. Y al menos no les fue mal a la vista de los resultados macroeconómicos.
          En 2001 escogió a Alejandro Toledo para evitar el retorno Alan García, de terrible recuerdo. Pero en 2006 aupó a Alan García como mal menor para neutralizar al «chavista» Ollanta Humala. Y en 2011 acabó escogiendo a Humala para impedir el regreso del fujimorismo con Keiko. Kuczynski, candidato entonces derrotado en la primera vuelta, apoyó en aquel balotaje a la hija de Fujimori. Por todo lo leído y oído parece que esta vez no habrá escapatoria.
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