El holocausto de Lula


Francisco R. Figueroa 

✍️20/2/2024

El presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, ha tocado la zona más sensible del alma de Israel al comparar con el Holocausto perpetrado por los nazis la matazón de palestinos en la guerra de Gaza, que estalló hace cuatro meses, es la más cruenta librada en los 76 años de existencia del Estado israelí y está en puertas de un ataque terminante a Rafah, en la frontera con Egipto, último bastión de los combatientes de Hamás.

La comparación implícita del pueblo israelí con los nazis alemanes que ejecutaron la Shoá (la catástrofe), desató una furibunda reacción. Tel Aviv ha declarado a Lula «persona non grata» y el primer ministros, Benjamín Netanyahu, le ha dicho que con esa comparación ha cruzado una línea roja. También le ha recordado el «legitimo derecho a la defensa» que tiene Israel. Lula, afirma Netanyahu, demonizó a los israelíes como un violento antisemita y debería sentirse avergonzado por la ofensa y por haber deshonrado la memoria de los seis millones de judíos asesinados por los hitlerianos y sus descendientes.

Israel exige a Lula un pedido de disculpas y la retractación por lo que considera «un ataque profundamente antisemita» y de apoyo a una organización terrorista como es Hamás. Los portavoces de Lula han anticipado que no lo hará. Más bien el mandatario brasileño espera que otros jefes de Estado se sumen en breve a su condena al gobierno de Israel.

En Brasil, las derechas montaraces que siguen al expresidente Jair Bolsonaro, un firme aliado de Netanyahu, se han lanzado a la yugular de Lula y consideran el incidente un motivo de impeachment por tratarse de «una agresión» a un país extranjero.

«Lo que está sucediendo en la Franja de Gaza con el pueblo palestino no tiene parecido en otro momento historico. Sin embargo existió: cuando Hitler decidió matar a los judios». Estas fueron las palabras detonantes de la tempestad y las pronunció Lula de manera muy vehemente durante una rueda de prensa, este último domingo, en Adis Abeba, después de haberse reunido con el primer ministro de la Autoridad Palestina, Mohamed Shtaye, en el marco de la cumbre de la Unión Africana.

Lula también insistió en su idea de que en Gaza no hay una guerra entre soldados sino «un genocidio», que cifró en casi treinta mil víctimas mortales, aparte el desplazamiento del 80% de los gazatíes. En Gaza, remachó Lula, hay «una guerra entre soldados altamente calificados contra mujeres y niños». 

El mandatario brasileño no pretendía con esas palabras aportar soluciones ni a la guerra en curso en Gaza ni a un conflicto endemoniado y complejo de más de setenta años, sino encontrar resonancia internacional para proyectarse como líder del sur global aprovechando también su condición actual de presidente de turno durante 2024 del G20, que reúne a las mayores economías del mundo. Sin pensar en que con esa declaración le iba a dar a Netanyahu un pretexto para enervar el sentimiento patrio israelí tanto de cara a la ofensiva final en Gaza como para consolidar su debilitada posición política consecuencia del tremendo fallo de seguridad que posibilitó el ataque terrorista de Hamás del 7 de octubre y la toma de los rehenes. La posibilidad de que Netanyahu sobreviva en el poder pasa por ganar la guerra, someter a Gaza y aniquilar a Hamás. Por descontado que Lula no tenía en la cabeza el hecho de que muchas victimas son consecuencia del uso de la población gazatí como parapeto y camuflaje por parte de Hamás, que exprime al máximo el sufrimiento extremo de toda esa gente, a la que sacrifica.

«Los soldados israelíes están luchando contra una cruel organización terrorista que tiene como objetivo declarado la aniquilación del Estado judio», le rectificó el presidente de Israel, Isaac Herzog.

«La comparación entre la guerra legítima de Israel contra Hamás y las atrocidades de Hitler y los nazis es una vergüenza y un grave ataque antisemita», dijo el ministro de Asuntos Exteriores, Israel Katz, en la reprimenda que le echó al embajador de Brasil, Frederico Meyer, que fue llamado a capítulo nada menos que al Museo del Holocausto, en Jerusalén, para recordarle los horrores nazis.

En repuesta, Lula, lejos de arrepentirse, ha retirado de Israel al embajador debido a la «humillación pública» que sufrió en el Museo del Holocausto, un acto que considera una exhibicion circense y una escalada artificial e interesada de la crisis diplomática bilateral. Su asesor en política internacional y antiguo ministro de Relaciones Exteriores y Defensa, Celso Amorim, aseguró que Lula no se retractará ni se disculpará; un portavoz brasileño recordó que el presidente siempre condenó los actos terroristas de Hamás; diversos aliados matizaron que las criticas iban dirigidas al gobierno de «ultraderecha» de Netanyahu y no al pueblo israelí, extremo en el que insistió la primera dama, Janja, pero calificando al Ejecutivo israelí de «genocida», al tiempo que sacaba a colación los niños palestinos muertos en la guerra. 

Las relaciones bilaterales desde luego que se han deteriorado en el campo diplomático pero no tendrá importancia lo que suceda en el comercial pues Israel —lejos de las afirmaciones catastrofistas de la extrema derecha bolsonarista—, representa menos de medio punto porcentual en el negocio exterior de Brasil. En cuanto a la relación entre los dos mandatarios de tan opuesta ideología nunca fue buena, al contrario que con Bolsonaro, a quién  Netanyahu llegó a acompañar al Muro de las Lamentaciones rompiendo una larga tradición. Al jefe de Gabinete de Netanyahu y su socio, el ex teniente coronel Yossi Shelley, se le considera íntimo del clan Bolsonaro desde sus tiempos de embajador en Brasilia. Shelley ya tuvo una inhabilitación política, como ahora la tiene Bolsonaro.

En algunos sectores de Brasil se han levantado voces demandando a Lula parecida posición respecto a los crímenes rusos en la guerra de Ucrania. Lula, desde luego, no dirá nada que pueda molestar a Vladimir Putin. Una pregunta en la misma rueda de prensa de Adis Abeba sobre la repentina muerte (o asesinato) en su lejana prisión ártica de Alexei Navalni fue despachada por el mandatario brasileño con un «mejor no apresurarse especulando y esperar el resultado de la investigación». Habrá que ver si para cuando el ministro de Exteriores, Sergei Lavrov, visite próximamente Brasilia los rusos han logrado convencer al mundo de que Navalni tuvo una muerte accidental. Lo contrario dejará a Lula con las nalgas al aire. Y atención también a qué pueda decir Lula de su encuentro, este miércoles en Brasilia, con el Secretario de Estado estadounidense, Antony Blinken, que es judio, su padrastro sobrevivió al Holocausto y representa al principal aliado de Israel. ✅

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Cuaderno de Nueva York: La libertad que iluminaba el mundo

Francisco R. Figueroa 

✍️Isla de la Libertad (NYC), 7/2/24

Con la visión de la Libertad se corporeizaba el sueño americano de millones de europeos huidos de la opresión, la insania política, los exterminios, la exclusión o las hambrunas, atraídos por nuevas oportunidades, promesas de aventuras o quimeras de fortuna en las bravías inmensidades norteamericanas o, sencillamente, para zafarse de alguaciles, verdugos y hasta de las luparas sicilianas.


Hace mucho ya que devino un parque temático la puerta dorada del estuario del río Hudson, ubicada en lo que el primer mapa trazado incluía en la Tierra de Esteban Gomez, por el portugués Estêvão Gomes que capitaneó la expedición española que en 1526 exploró la costa atlántica norteamericana. Eso ocurrió un siglo antes del arribo a Massachusetts de los venerados pioneros del Mayflower.


Entre zumbidos de helicópteros y graznidos de gaviotas, los visiteros buscan preferentemente selfies o el lucimiento como tiktokeros y youtuberos, con escaso interés aparente por la historia del incesante flujo de inmigrantes que se produjo durante los sesenta años, hasta 1954, que esto fue el principal desaguadero social de Europa, tantas gentes (se habla doce millones) que en ellas enraíza al menos la tercera parte de los estadounidenses.


Este coloso de ciento veinticinco toneladas y casi cien metros, pedestal incluido, plantado sobre un islote ubicado entre Nueva Jersey y Nueva York, era el faro guía o la mujer soñada, con toga, rostro inexpresivo, diadema con siete rayos, antorcha de luz eterna en la mano derecha y en la izquierda las tablas de la nueva ley de los libres.


Los viajeros adinerados entraban jocundos, sin trabas, en una ciudad donde ya amenazaban a los dioses de los cielos con edificios de vértigo. Con el tiempo, los constructores, para asombrar en altura, coronaron algunos edificios como auténticos alfanjes sarracenos que, más que rascar el cielo, lo laceran con sus terminaciones puntiagudas.
Sin embargo, a los menesterosos de la tercera clase de los transatlánticos se les pasaba por una criba sanitaria, policíaca y psicológica en la vecina isla Ellis. Tan sólo un 2% fue deportado, seguramente porque Estados Unidos era entonces un país precisado de población, brazos fornidos, cerebros creadores y vientres fecundos. Muchísimos inmigrantes tuvieron en Ellis sus enrevesados nombres modificados y anglizados, de modo que prácticamente debutaban en Norteamérica como personas nuevas, sobre todo quienes enterraban bajo nueva identidad las fichas policiales y los expedientes judiciales que dejaron abiertos en sus tierras de la vieja Europa. Cuando en El Padrino llega a Ellis el niño Vito Andolini, el oficial de la migra que clasifica e inscribe a los recién llegados no entiende su apellido y lo rebautiza Vito Corleone, adoptando para él el nombre del bastión de la mafia siciliana que era su localidad de procedencia.


Regalo francés, la estatua  inaugurada en 1886, recibe a los emigrantes prácticamente desde el año de la llegada, desde Renania, del abuelo del hombre —Donald Trump— que ciento treinta años después se convertiría en el nuevo sumo pontífice de la xenofobia norteamericana y azote implacable de intrusos. La estatua colosal era el saludo al viajero de una tierra de promisión, con un canto que está estampado en bronce: «¡Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres, vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad!».


Una «poderosa mujer con una antorcha cuya llama es un relámpago» y «madre de los desterrados» dando a cuantos arribaban la bienvenida a una nueva vida desde la desembocadura del Hudson,  al que Estêvão Gomes llamó río San Antonio.


El paso por Liberty Island y Ellis Island no me resultó conmovedor. Grandioso, sí, el idolo profano, el cíclope cuproso varado en el estuario, pero no calan el alma tanto como nuestras grandes catedrales, un anfiteatro romano o el Palacio de los Leones de la Alhambra granadina, por ejemplo. Quizás yo pasé por ambas islas pensando en el contraste entre la inmensa generosidad que mostró antaño esta tierra de gracia y la intransigencia actual con los extranjeros.


No obstante, vaya un viva a la libertad, un hurra a todo lo hermoso que representa esta moderna titánide que protege a Estados Unidos y otorga prosperidad y bendiciones a sus millones de habitantes.


Sobre el pedestal, prácticamente olisqueando los pies de la diosa, pienso en que ahora los contagiados con el sueño americano se suelen dejar en el empeño la bolsa y hasta la vida. Penan en el infierno del Darién, atraviesan México en El tren de la muerte: La Bestia, están a merced de coyoteros, polleros y un sinnúmero de redes de traficantes, falsificadores, usureros y estafadores; se les adivina en la mira de la migra o frente al revólver de cualquier sheriff Arpaio, se hacinan a la espera de deportación o en lóbregas salas aeroportuarias de tránsito; se desesperan ante un paso fronterizo o frente a uno de los horribles muros de Trump.


El otrora faro brillante y fascinante luce, pues, mortecino en un mundo cada vez más ensombrecido donde hasta el sacrosanto significado de la palabra libertad ha quedado desvirtuado, ahuecado y prostituido.


Entrando por aquí Europa regó de sangre y semen Norteamérica —sin olvidar a los africanos, cuyo adelantado fue Estêvão Gomes— para forjar una nación poderosa que asombró al mundo, un pueblo abusón y altivo, de grandezas y miserias, contradictorio y oportunista, que lo mismo salvó de las garras del totalitarismo nazi, contuvo al voraz oso soviético, adiestró y armó movimientos que acabaron poniéndose agresivamente en su contra, como los del 11S, o regó el mundo con perniciosos dictadores y criminales buscando siempre su conveniencia sin reparar en victimas.

La estatua plantada en el portal de Norteamérica se achica y avergüenza cuando se le recuerda el tono descolorido actual de decadencia del estandarte estrellado patrio que ondea sobre —dudo de que ésta lo siga siendo— la tierra de los libres y el hogar de los valientes. ✅


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Cuaderno de Nueva York: Un puente imperial

Francisco R. Figueroa 

✍️ Brooklyn (NYC), 5/2/24

El cinematográfico, literario, centenario, ajado y distintivo Puente de Brooklyn, es el más antiguo de Nueva York, símbolo del naciente imperio norteamericano que se abría paso imparable tras el desalojo de indios y mexicanos del territorio vital interior y una vez reducidos a sangre y fuego los supremacistas y esclavistas del sur.

El famoso puente tiene casi dos kilómetros de longitud, veinticinco metros de ancho y unas quince mil toneladas de peso, soportado por cuatro maromas de acero trenzado, con el grueso del tronco de un buen pino de Oregón, y los dos simbólicos pilares de granito de ochenta metros y en estilo neogótico

A cuarenta metros sobre el agua cruza el Río del Este, ya muy cerca de su confluencia con el Hudson, y une físicamente las riberas de Manhattan y Brooklyn desde hace ciento cuarenta años.

Jose Martí, el polifacético y luchador independentista, en un artículo desde Nueva York que rezuma pasión y entusiasmo, describe la proeza de la construcción del puente, su estructura de coloso alzado «por hombres tallados en granito», un «brazo poderoso de la mente humana» y un símbolo de libertad y paz.

Martí, luego de haber pagado el peaje para viandantes de un centavo, cruza el puente y hace una incisiva descripción de la fauna humana que por allí se apiña el día de la inauguración (1883): «Hebreos de perfil agudo y ojos ávidos, irlandeses joviales, alemanes carnosos y recios, escoceses sonrosados y fornidos, húngaros bellos, negros lujosos, rusos de ojos que queman, noruegos de pelo rojo, japoneses elegantes, chinos enjutos e indiferentes».

Desde aquí encima se tira al río, en Ciudad de cristal, Peter Stillman padre, el mismo personaje de Paul Auster que había sido catedrático en la neoyorquina Universidad de Columbia y habría muerto en el aire antes de estamparse en la superficie de agua del East River. Son incontables los Peter Stillman que se han lanzado desde este puente, aunque como suicidadero le gana con creces en Estados Unidos el Golden Gate de San Francisco, del que cada dos días suele saltar alguien. Un aventurero, que había logrado notoriedad y dinero lanzándose desde diversos puentes, quiso demostrar en 1885 que podía sobrevivir también en el de Brooklyn pero murió destrozado contra el agua.

El detective austeriano Azul, en Fantasmas, yendo tras Negro, mientras cruza el río se recuerda de niño allí mismo, de la mano de su padre, que había nacido el año de la terminación del puente y muerto por una bala que le atravesó el cerebro. Azul añora a su progenitor con un sentimentalismo que le preocupa y que achaca a no tener nadie con quien hablar.

Caminando sobre la pasarela peatonal superior, Azul, el niño, comenta que el ruido del tráfico que pasa debajo en ambos sentidos parece el zumbido de un enorme enjambre de abejas, y el padre le cuenta, más o menos como lo hago yo aquí, la dramática historia de los Roebling, los artífices del puente.

Johann, luego John, el ingeniero y arquitecto migrante alemán que llegó huyendo de las penurias en Prusia, diseñador y genio de los puentes colgantes, murió por la infección de las heridas causadas por el ferry que le destrozó un pie contra el muelle y él, con tozudez germánica, se obcecó en curarse apenas con baños de agua.

Su hijo Washington, veterano de la batalla de Gettysburg en la Guerra de Secesión y coronel del ejército de la Unión, le sucedió como ingeniero jefe. Quedó atrapado varias horas bajo el agua del río dentro de un cajón neumático, de donde, por una brusca descompresión, salió con una aeroembolia que le confinó inválido en una habitación, por cuya ventana supervisó las obras con un catalejos durante once de los catorce años que duró la construcción.

Cada mañana mandaba instrucciones, como un arquitecto mesopotámico, con complicados dibujos en colores para que fueran entendidas por los obreros extranjeros que no sabían inglés. Tenía en su cabeza todo el puente, hasta el más diminuto pedazo de acero, pero nunca puso el pie en él. 

Su mujer, Emily, que hizo de mensajera e ingeniera improvisada, fue la primera persona que cruzó el puente. Iba en un carruaje y llevaba un gallo en señal de victoria. 

Azul —como yo hoy— ve desde el puente a un lado la estatua de la Libertad y enfrente, Manhattan, con edificios tan altos que parecen de mentira. 

Paul Auster está estos días en una batalla muy dura contra el cáncer y es vecino de Brooklyn en el cercano Park Slope. Una multitud de personalidades de las artes están relacionadas con Brooklyn: Marilyn Monroe, Arthur Miller, Norman Mailer, Truman Capote, Gabriel Byrne, John Turturro...

El cronista literario Alfred Kazin dice que mientras acompañaba a Saul Bellow sobre el puente de Brooklyn, el escritor judio, recién llegado de Chicago, donde se había criado, miró Nueva York como si estuviera midiendo las fuerzas ocultas de cada una de las cosas del universo y el poder que tenía el mundo para resistírsele y dirigiéndose a sí mismo como contrincante.

El loco Nathan de La decisión de Sophie, encaramado a una farola del puente en el que, dice él solemne, grandes escritores «han intentado encontrar palabras con las que enriquecer la voz de América», encumbra al ingenuo y enamoradizo aspirante a novelista Stingo en el panteón de los dioses inmortales de la literatura norteamericana. Uno de ellos, Thomas Wolfe, citado por Nathan en su encendida loa a Stingo, decía que «solo los muertos conocen Brooklyn de cabo a rabo, y hasta los muertos se enzarzan en porfías por cómo está hecha esa telaraña de selvática desolación que es Brooklyn de cabo a rabo». 

Muertos Nathan y Sophie en la habitación que rentan en la casa rosada de Brooklyn, Stingo, se despide de ellos con rabia y pena leyendo ante los cadáveres, aún tibios en la cama, el poema de Emily Dickinson que describe el lecho perfecto para aguardar el juicio final con paz y serenidad, y pone termino a su viaje de descubrimiento. Rumbo a su tierra sureña, Stingo cruza el puente en un amanecer sereno justo cuando los primeros rayos del sol se reflejan en las turbias aguas del rio.

Wolfe, que vivió cerca de 1933 a 1935, describió el puente como la puerta de entrada a esa «ciudad brillante». Manhattan ardía para siempre en su visión mientras caminaba por el puente, «y fuertes mareas lo rodeaban y grandes barcos llamaban».

Con la pasarela peatonal por la que iba Stingo, ahora limpia de buhoneros y ciclistas, el Dumbo a la espalda y el puente de Manhattan a la derecha como un coloso siamés de acero y truenos, zarandeado por el incesante paso por cuatro vías férreas de los convoyes del metro, una vez cruzado a la otra orilla y pasado el ayuntamiento están al alcance, a la derecha, Chinatown, Little Italy y el Soho, y a la izquierda el Distrito Financiero y el comienzo (o fin) del largo y ancho camino: Broadway. ¡Ay, esta Nueva York inabarcable! ✅

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Cuaderno de Nueva York: Desde la cocina del infierno

Francisco R. Figueroa 

✍️Manhattan (NY), 3/2/24

«Más allá, la ciudad, desplegadas las velas de cemento...», escribió José Hierro en Cuaderno de Nueva York (1998). Fue una sensación que tuvo el poeta desde un mirador cualquiera, uno de tantos, a orillas del Hudson, o justo, quizás, donde Federico García Lorca coloca en su memorable oda a aquel hermoso viejo Walt Whitman, con el que, dice, los maricas soñaban, dormido, con su barba llena de mariposas extendida hacia el polo y las manos abiertas. «Nueva York de cieno; Nueva York de alambres y de muerte... geometría angustia», según el poeta, que a esta tierra llegó, hará pronto un siglo, navegando en un barco gemelo del infortunado Titanic, con tiempo ser testigo del catastrófico crac de 1929.

Mi vecindario temporal es la Cocina del infierno (Hell's Kitchen). Habito efímeramente en la calle 54, a tiro del Hudson y Columbus Circle, en un vértice del Midtown. Hell's Kitchen fue un barrio bravío del West Side de mala reputación, pero tras un proceso de gentrificación se ha convertido en un lugar chic que por las noches se transforma en un paraiso neoyorquino de la diversidad sexual pudiente.

«¡Esto es un infierno!», exclama un poli novato apavorado. «No te confundas, chaval, el infierno puede ser agradable. Esto es la cocina del infierno», replica un colega veterano ducho en las hogueras sociales neoyorquinas. Dicen algunos que de ahí el nombre de Hell's Kitchen, aunque sin aportar pruebas. No importa: se non è vero, è ben trovato.

The New York Times describió antaño la zona como un barrio de edificios sórdidos y pandillas sembrando las calles de violencia. Tan es así que Mario Puzo puso a vivir en Hell's Kitchen al joven Vito Corleone tras la cuarentena en Isla Ellis huido de las luparas sicilianas. De modo que en Hell's Kitchen se fogueó el gran padrino literario de la mafia norteamericana. Por cierto, por estas calles cuando eran infernales también creció el Vito joven que todos conocemos: Robert de Niro.

Por aquí es fácil imaginar de noche a los fantasmas danzantes de los pandilleros de West Side Story, la multioscarizada versión hollywoodiense (1961) de Romeo y Julieta, con música de Leonard Bernstein. El remake de Steven Spielberg (2021) fue un fiasco. O subir a bordo del USS Intrepid, eternamente varado ahí, en el Hudson, y soñar que uno es el almirante Nimitz listo para entrar en combate en Okinawa o impedir que el vietcong tome Saigón.

Nueva York es una ciudad cinematográfica. Se han ambientado tantas películas que quienes no somos habituales andamos por ella en un déjà vu fatigante, buscando entre la multitud los personajes que pueblan las imágenes que nos anegan la mente. Y a veces aparecen. Haberlos, haylos. Pero es difícil hallar la aguja en un pajar cuya área metropolitana alberga unos veintitantos millones de almas, media España, vaya, sin contar una copiosa población flotante que hormiguea por doquier.

Aprovechando el descontrol del sueño por el desfase horario (cuando amanece, sobre las seis y media, mi cuerpo ya está en modo vermú), me pongo a cavilar, asomado a mi ventana de un piso treinta, si en esta ciudad fascinante la aurora tiene en verdad cuatro columnas de cieno y un huracán de negras palomas, como escribió Lorca.

Antonio Muñoz Molina, que fue un manhattiense acucioso y andarín (vivió un buen tiempo en la 106 y es visitante asiduo), sostiene que Lorca escribió Poeta en Nueva York caminando. Caminó, indica, con entusiasmo y constancia y muchas de sus sensaciones son aún reconocibles en esta ciudad insustituible, excitante, inagotable, ecuménica, bulliciosa, donde a cada rato se escuchan estridentes sirenas, que no da tregua a los cuerpos ni las almas, rebosante de literatura, cine y música, en esta prodigiosa babel de todos los tonos de piel y todas las lenguas del mundo pronunciadas con todos los acentos posibles.

Siento de nuevo que esta no es mi ciudad. Me encuentro mucho más a gusto en las urbes cimarronas y caóticas americanas ubicadas al sur del paralelo catorce, hasta la más austral de todas ellas, que es Montevideo. ✅

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