Hugo Chávez: el final del camino

Francisco R. Figueroa

✍️11/12/2012

Si yo fuese venezolano tendría fuertes razones para aumentar mi preocupación ahora que Hugo Chávez ha proclamado a su heredero tras aceptar que puede morir.

Solo el hecho de que un gobernante designe sucesor, en la circunstancia que sea, debe ser motivo para poner el grito en el cielo, ocurra eso en Venezuela, la China o la Cochinchina, o llámese el testamentario Hugo Chávez, José María Aznar o Kim Jong-il.

Que el coronel Chávez, de 58 años, haya manifestado su «firme, absoluta, total e irrevocable» voluntad de investir heredero a Nicolás Maduro, de 50,  denota que hay enormes posibilidades de que el cáncer le destruya a corto plazo.

Y cuando el caudillo venezolano muera Venezuela será sacudida seguramente por un gran inestabilidad.

Debe preocupar que eso que hemos dado en llamar «chavismo»  —como si se tratara de una ideología depurada—, se trice por la cabeza a la vez que se desmorona por la base.

Es harto dudoso que se mantenga conjuntada a medio plazo esa aglomeración de sentimientos, desencantos, oportunismos, clientelas, chupeteo y, como no, también gentes de buena voluntad. Maduro es un cabecillas artificial y su liderazgo puede resultar insuficiente, por mucho que sea ese «revolucionario a carta cabal» que aseguró Chávez, por muchos dogmas y teorías que haya empapado.

Lo normal es que el chavismo se descomponga tras la desaparición de la fuerza de gravedad que mantiene en su órbita a ese conjunto tan disjunto, a esa heterogeneidad de elementos encajados de cualquier modo en el llamado movimiento bolivariano.

Al cabo de treinta meses de lucha contra el cáncer y de negar erre que erre la gravedad de su mal, incluso tras haber ganado holgadamente en las urnas la reelección para un cuarto mandato presidencial, Chávez se ha colocado el pasado fin de semana de cara a la muerte.

La eventualidad de un próximo fallecimiento le llevó a ungir a su sucesor y a pedir a los venezolanos que si hubiera necesidad de nuevas elecciones voten a ese delfín, al que presentó como una especie de hijo más amado en quien tiene toda su complacencia.

Hace unos veinte años, cuando Chávez dio su salto a la fama como capitán de una sangrienta intentona golpista, Maduro conducía autobuses urbanos de pasajeros y era dirigente sindical.

La pregunta ahora es si Maduro podrá aglutinar un movimiento emocional y de aluvión, incluso espiritual, de fidelidad al caudillo incontestable, y mantener a flote una «revolución» que puede quedar abocada a un período de guerras fratricidas cuando falte quien durante catorce año ha sido único líder, sin que nadie proyectara sobre él la más mínima sombra.

Pasadas las emociones que sin duda desataría la desaparición de Chávez y su funeral con pompa y circunstancia propia de prócer de la patria, ¿el chavismo conseguirá seguir a flote o entrará en una negra noche de cuchillos largos y afilados? ¿Los cachorros criados a los pechos de Chávez, cuán loba capitolina de teta generosa, se avendrán a seguir repartiéndose la pitanza o se la disputarán a dentelladas como lobeznos egoístas creyéndose cada uno más capaz o bragado que sus hermanos de camada?

Va un abismo de conducir un autobús a dirigir la política exterior venezolana, aunque haya sido solo nominalmente, pues la piloteaba el propio Chávez. De ahí a gobernar un país como Venezuela y dirigir un proyecto del corte político que tiene la llamada revolución bolivariana hay un infierno.

El desafío que tiene por delante ese «hombre del pueblo», como Chávez ha llamado a Maduro, es inmenso. Aunque forme tándem con su nepótica esposa, Cilia Flores, de 59 años, una de las voces femeninas más notorias del régimen. Aunque Venezuela solo sea un país portátil, al decir de Adriano González León, o un enorme pozo de crudo o un campamento petrolero, según Rafael Poleo. Aunque baste con abrir cada mañana la espita del crudo para que caigan en caja doscientos millones de dólares para el anochecer.

Es verdad que Maduro ha estado tan cerca del enfermo como sus médicos de cabecera o los hermano Castro, Fidel y Raúl, los grandes interesados en la continuidad del chavismo porque representa para ellos aliento político, sostén financiero y combustible para mantener a  flote su dictadura de medio siglo.

No hay que olvidar que el estamento militar venezolano no es monolítico. Nunca lo fue. Y esos militares ya han sentido hace meses que Chávez se les muere. Más bien durante la historia reciente el estamento castrense venezolano se ha demostrado acomodaticio.

Hay, sí, varios factores imprevisibles, el más preocupante los milicianos chavistas, esas mesnadas adoctrinadas, dogmatizadas y armadas a las que Chávez inculcó el odio a los antichavistas y que sin duda sentirán miedo no solo a la orfandad sino a quedarse con una mano atrás y otro adelante.


España: la Transición traicionada

A los treinta años de la conclusión de la Transición Española a la democracia los ideales que nortearon entonces a aquellos dirigentes se han transformado en un mercadillo de fariseos.

La Transición comenzó de manera timorata a mediodía del sábado 22 de noviembre de 1975 con la entronización de Juan Carlos de Borbón en las Cortes, en la carrera de San Jerónimo de Madrid, y llegó a su término a bombo y platillo la noche del jueves 28 de octubre de 1982 en la acera de enfrente, en el Hotel Palace, con la unción de Felipe González por la rutilante victoria electoral socialista de aquel día.

La generación de hombres públicos singulares y generosos que hicieron de la necesidad virtud para dotar a España del sistema democrático con justicia social reclamado por el pueblo tras 36 años de franquismo agobiante, murió simbólicamente el pasado 18 de septiembre con el comunista Santiago Carrillo, perdido como está Adolfo Suárez en la negrura de una enfermedad degenerativa. De aquellos hombres corajudos y lúcidos apenas queda un monarca debilitado por el tiempo y sus desaciertos como referente de las victorias sobre los desafíos en aquel tiempo apasionante e intrincado.

Eran timoneles leales a España que pusieron los intereses de la nación sobre todo lo demás. Se inspiraron en una sociedad ansiosa de cambios y obraron para la conquista y normalización de la democracia; consideraron las razones de Estado sobre el interés propio o partidario; acabaron con la polarización de las dos Españas y alumbraron una España diversa. Satisficieron los regionalismos con la nueva estructura territorial autonómica; renovaron y fortalecieron las instituciones, dieron vida a un proyecto modernizador e instauraron una realidad nueva para liquidar nuestro retraso ancestral y caminar hacia el futuro con estabilidad política y económica así como con inclusión social; en fin, dieron a España un prestigio internacional desconocido en más de doscientos años. Ese fue el resultado, lo que importa.

La nueva Era que se abrió en España tras la muerte del dictador Francisco Franco, el 20 de noviembre de 1975, ha durado aproximadamente lo que el régimen totalitario precedente. Lo que parecía un Estado próspero, seductor, equitativo, prudente y simétrico se ha transformado en un paraje en demolición. Las ideas que movieron a los hombres de la transición se han desvanecido, abandonada como está a su suerte la construcción nacional como tarea colectiva. Aquel proyecto de nación liberal quedó retorcido en planes taifas de poder voraz desmedido, en política menuda, mezquina y mediocre rotulada por las plagas del clientelismo, la corrupción y el oportunismo. Ni siquiera los grandes partidos son capaces de bosquejar hoy una idea de España. Mucho menos articular un proyecto político para toda la nación. En lugar de una nación europea próspera hemos caído en lo más parecido a este lado del mundo de una república bananera.

De nuevo hay que hablar de descomposición nacional. Una crisis de proporciones descomunales se ha instalado en España. Ese cíclope engulle los mayores recursos económicos y los derechos sociales, mantiene postrados sin trabajo a varios millones de españoles y en la miseria cada día que pasas a más personas. El Estado del bienestar construido con el esfuerzo de todos ha dado paso a un Estado de calamidad, a un país en desguace con una economía gravemente enferma infectada por todos los males del capitalismo salvaje de casino de filibusteros, con todas sus instituciones desprestigiadas, comenzando por la Corona, siguiendo por la judicatura, pasando por el parlamento, las estructuras autonómicas, los partidos, los sindicatos, las patronales, la banca y los magnates y acabando en el Gobierno nacional.

Hay demasiados doctores nacionales y foráneos, pero falta un diagnóstico inteligente y eficaz. España retrocede cada día y va asemejándose a un cascarón vacío a merced de los acontecimientos. España duele otra vez.
 
Pozuelo, 23/10/12

Remembranzas golpistas del Perú

FRANCISCO R. FIGUEROA / 7 de abril de 2012

Se acaban de cumplir, el pasado 5 de abril, veinte años del autogolpe de Alberto Fujimori en el Perú, efemérides aprovechada por sus numerosos partidarios para defender lo injustificable y esgrimir de nuevo sus argucias sobre que gracias a aquella vileza el país salió de la postración económica y se libró del terrorismo. Todo un salvador de la patria ese hombre de humilde origen japonés que ahora cumple una condena a 25 años en una confortable cárcel por crímenes de lesa humanidad.

Traté al personaje en distintas ocasiones entre 1990, cuando lo conocí durante el proceso electoral que le llevó al poder, y marzo de 1995, la última vez que conversé con él, en Copenhague, con motivo de una conferencia de la ONU. Por cierto, Fujimori es el jefe de Estado al que más entrevistas hice durante mi actividad profesional. Recuerdo una entrevista a dos manos con Manuel Campo Vidal, en septiembre de 1991, poco antes de una visita oficial que iba a hacer a España y medio año antes de aquella acción golpista mediante la que traicionó la Constitución que había jurado defender, la confianza depositada en él por el pueblo y las instituciones surgidas tras la recuperación de la democracia en 1979.

Después de aquella entrevista, que hicimos un domingo por la tarde en la Casa de Pizarro, el palacio presidencial peruano, nos quedamos conversando un rato con Fujimori. Aquella entrevista costó lo suyo porque el entorno del jefe del Estado me tenía vetado a raíz de mi espantada de un almuerzo con corresponsales extranjeros, en el famoso restaurante Costa Verde, ubicado al borde del mar de Lima, en el que se iba a servir ceviche y sashimi, dos formas de comer pescado crudo, la primera al estilo peruano y la segunda al gusto japonés. Aquel almuerzo me pareció una encerrona propagandística para mostrar la salubridad del pescado peruano, sin duda un buen mensaje para al extranjero y pero muy malo para dentro de un país que sufría una epidemia de cólera que causaba una elevada mortandad, sobre todo por consumo de especies procedentes de la pesca artesanal en la costa alimentadas en los desagües de la ciudad, principal foco de contagio. Tras mi protesta me fueron cerradas las puertas del palacio presidencial, de modo que tuve que sortear los obstáculos yendo al encuentro de presidente, a un acto en el barrio de Surco. Me saludó con su habitual cordialidad y accedió de inmediato a la entrevista demostrando que, a diferencia de sus grises asesores, él no me guardaba rencor.

En un momento de aquella conversación, en la que hablamos de un país abatido por la crisis económica, la pobreza y el terrorismo, y con sus vínculos con el mundo hechos jirones, Fujimori me preguntó: «Y usted, que conoce perfectamente el Perú, ¿qué cree que necesita mi país?». Sin vacilar respondí: «Veinticinco años de estabilidad política, económica e institucional». Siete meses escasos después, la noche del domingo 5 de abril de 1992, cuando trataba de hacer volar mi viejo Subaru por el Zanjón limeño de regreso a casa para dar noticias del golpe que estaba en marcha, entendí que aquella respuesta mía había sintonizado a la perfección con los planes del presidente. No sé si debido a aquella conversación o a nuestra incipiente amistad Fujimori mandó un contingente militar a mi casa, un chalé detrás de la mole del edificio de Petroperú, adquirida por la agencia doce años antes, que cumplía la doble función de residencia y oficina, de acuerdo al esquema de delegaciones de Efe idealizado durante su presidencia por Luis María Ansón.

Pero nunca supe si aquellos militares fueron a protegernos o a ocupar la agencia. La mayoría de los medios de comunicación habían sido tomados aquella noche por los militares para controlar la información. La presencia a mi lado del embajador de España en Lima, Nabor García, disuadió a los militares de entrar, como pretendían. En la calle siguieron bastantes días sin perturbar en ningún momento nuestro trabajo periodístico ni nuestra libertad de movimiento. Con esos militares apostados frente a la agencia comenzó Román Orozco uno de sus reportajes para el semanario español Cambio 16. El único militar que entró aquella noche a mi oficina, casi al mismo tiempo en que Fujimori consumaba el golpe por televisión, fue un oficial en uniforme de faena que debía entregarme en mano, con acuse de recibo firmado, el manifiesto golpista mediante el que los institutos castrenses y policiales respaldaban las medidas de excepción.

Fujimori clausuró arbitrariamente el Congreso, que había sido escogido por el pueblo en el mismo proceso electoral que él, intervino el Poder Justicia y asumió poderes dictatoriales con el pretexto de que los otros dos poderes actuaban de manera irresponsable, a espaldas del país, con desidia y holgazanería, que maniataban a la presidencia y que constituían un freno para la transformación, el progreso y la necesaria reconstrucción del Perú. Neutralizada la oposición política, aplaudido por el pueblo, Alberto Fujimori completo el golpe que lo haría famoso en el mundo entero. Lo que siguió es historia: la liquidación del terrorismo fue producto de policías abnegados y eficaces que cazaron al líder de Sendero Luminoso en una operación sobre la que no estaba al corriente Fujimori ni su visir, Vladimiro Montesinos, hoy también preso. Es cierto que la situación económica mejoró sustancialmente, pero igualmente podía haber sido relanzada en democracia. Como dijo entonces Estados Unidos, la democracia no puede ser destruida para salvarla.

Para mi el fujimorazo había comenzado meses antes, cuando tuve información cierta de que estaba en preparación. Así se lo conté a diferentes interlocutores. Uno de ellos fue el colega del diario barcelonés La Vanguardia Joaquim Ibarz, corresponsal durante casi 30 años en América Latina y amigo entrañable, fallecido hace ahora un año. Me escuchó sumamente interesado en presencia del fotógrafo peruano Aníbal Solimano, sentados los tres bajo las palmeras del patio de mi casa. Ibarz, después de las pertinentes verificaciones e indagaciones, publicó un artículo anunciado la posibilidad de un autogolpe en el Perú cuatro días antes de que ocurriera, bajo el título «El Ejército peruano se está convirtiendo en el principal sostén del presidente Fujimori» (La Vanguardia, 1 de abril de 1992, página 4). Yo no podía haber hecho otro tanto dadas las características del periodismo de agencia.

Por esos días supe que en el complejo del Pantagonito, como es llamado el Cuartel General, en Lima, del Ejército peruano, habían quedado listas unas dependencias privadas para uso del presidente durante los tiempos que se avecinaban. «¿Cuándo es el golpe?», le espeté aquel mismo día al general Alberto Arciniegas delante del obispo Miguel Irízar y el senador Enrique Bernales. Los cuatro éramos comensales en un almuerzo dado por el activísimo embajador español para hablar de los acontecimientos que veíamos precipitarse. El general, que fue purgado a fines de ese año, se encogió de hombros y abrió los brazos como un cura dando el «dominus vobiscum». Creo por los acontecimientos que siguieron que no estaba al tanto. Yo tenía lista toda la información complementaria, desde un buen perfil del presidente golpista hasta una crónica histórica de cómo la historia del Perú había sido forjada golpe a golpe desde que los almagristas asesinaron a Francisco Pizarro en los albores de la colonia pero particularmente a partir de la independencia nacional, proclamada en 1821. Solo faltaba la fecha y la hora. Fallé al no deducir que sería en abril, el mes de la suerte para Fujimori coincidiendo con el segundo aniversario de su inesperado éxito electoral frente al escritor Mario Vargas Llosa.

Siguieron semanas de intensísima y apasionante actividad periodística, un trabajo agotador, aliviado por las presencias sucesivas en Lima de mis compañeros Alejandro Varela, que bajó de La Paz a echar una buena mano; Antonio Martínez, que hizo lo propio desde Quito, y el delegado en Washington, Fernando Pajares, al que embarqué en la aventura de escoltar de retorno a la patria al depositario de la legalidad constitucional, el vicepresidente primero del Perú, Máximo San Román, sorprendido en el extranjero por el autogolpe y que acabó jurando el cargo, escoltado siempre por nosotros, en una acto que no tuvo ningún valor práctico. Hasta que finalmente la Organización de Estados Americanos (OEA) acabó vergonzosamente bendiciendo aquel autogolpe, sobre todo por la intervención de dos antiguos servidores de dictaduras, el brasileño João Clemente Baena Soares, secretario general de dicho organismo, y el uruguayo Héctor Gros Espiell, su enviado especial.

Un buen día, tras retornar al Perú tras un breve descanso en Madrid, recibí del encargado de negocios español, Juan Manzarredo, el mensaje de que mi vida en Lima corría peligro por el trabajo informativo que habíamos hecho sobre el autogolpe. El mensaje se lo había dado el director del diario Expreso, Manuel D’Ornellas, un neofujimorista que acabó siendo premiado con el cargo de embajador en Montevideo, aunque murió antes de haber entregado las cartas credenciales. El aviso llegaba tarde pues mi traslado a Caracas ya estaba para entonces decidido tras cinco años y medio en el Perú. No me fui del país sin antes pasar por el palacio presidencial a despedirme de Fujimori.

En el cóctel de despedida de mis amigos de Lima que dí en casa Máximo San Román me instó a quedarme puesto que se avecinaban, dijo, acontecimientos importantes. «En cuanto seas presidente volveré desde Caracas para cenar contigo en palacio», le respondí. Cuando en noviembre siguiente supe que había fracasado el contragolpe legalista del general Jaime Salinas Sedó para retornar a la senda constitucional con Máximo San Román en la presidencia supe que este cholo cuzqueño humilde, leal, trabajador y próspero emprendedor me había dado una importante primicia. Pero para entonces yo estaba en Caracas, a las vueltas con otro golpe y unos militares felones que acabaron huyendo a Perú en busca de la protección de Fujimori y Montesinos.

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Cuba: pirotecnia vaticana

FRANCISCO R. FIGUEROA / 28 marzo 2012

El papa de la Iglesia católica, Joseph Ratzinger, con motivo de su viaje a Cuba, manifestó que el régimen castrista es anacrónico y apremió a los cubanos a luchar para construir una sociedad abierta y renovada.

Las afirmaciones de Benedicto XVI fueron de gran valor político, además de haber sido dichas a la cara de la dictadura cubana, prácticamente en las barbas de Fidel Castro y algunas frente a su hermano y heredero, el general Raúl Castro.

Pero para los efectos prácticos resultaron puro humo, pirotecnia vaticana.

El papa alemán dijo otras cosas relevantes. Acabó una homilía con un llamativo emplazamiento a los cubanos para que «con las armas de la paz, el perdón y la comprensión, luchen para construir una sociedad abierta y renovada, una sociedad mejor, más digna del hombre...».

En un saludo a la llegada a Santiago de Cuba habló de paz, de justicia, de libertad y de reconciliación. También de las justas aspiraciones y los legítimos deseos de todos los cubanos, en un país que, según él, se esfuerza por renovar y ensanchar sus horizontes.

Pero, así como en la parábola evangélica del sembrador hay semilla que cae entre cardos y se asfixia, la prédica de Benedicto XVI fue al marabú, ese arbusto espinoso, pertinaz, dañino, de troncos duros y tortuosos, de entramado impenetrable, que infecta los campos de Cuba, y constituye una metáfora del castrismo.

Para que no hubiera dudas, el régimen contestó al pontífice antes de que se fuera. Lo hizo por medio del vicepresidente del Consejo de Ministros, Marino Murillo. «En Cuba no va a haber una reforma política», arguyó el alto funcionario ante periodistas extranjeros llegados a La Habana para cubrir la visita del papa.

El Vaticano sabe sobradamente que Fidel Castro no dará nunca su brazo a torcer y que a estas alturas de los acontecimientos no se lo retorcerá su hermano menor porque ni quiere ni puede.

Como explicó Murillo, los cambios en curso en Cuba son una «actualización del modelo económico» castrista para hacerlo sustentable. Y es que ese modelo es una ruina, hace aguas por los cuatro costados y sobrevive a duras penas de la dádiva venezolana.

De manera que el papa alemán ha predicado en el desierto, del mismo modo que su antecesor en el trono de san Pedro, el polaco Karol Wojtyla, cuando estuvo en La Habana en 1998 aureolado como un campeón del anticomunismo y uno de los grandes artífices del desplome del bloque soviético, del que Cuba fue la punta de lanza frente a Estados Unidos.

Después del paso de Juan Pablo II, la isla de los hermanos Castro permaneció, sin embargo, impasible, hasta el punto de que 14 años después Ratzinger machaca sobre el mismo clavo.

Aquel viaje papal consiguió abrir las templos católicos y un seminario, así como una tolerancia para la Iglesia romana en Cuba hasta entonces reducida a las catacumbas. Con el actual, más que catalizar un cambio político, el Vaticano persigue que el régimen comunista permita la construcción de templos y, eventualmente, algún colegio religioso.

El papa alemán es presentado por algunos de sus hagiógrafos como un firme defensor de las libertades frente al absolutismo. Benedicto XVI dijo a los periodistas de su comitiva algo en ese sentido. «Es obvio que la Iglesia siempre está al lado de la libertad, la libertad de conciencia, la libertad de religión», sermoneó.

Pero, obviamente, eso no es tan obvio. Ahí está la historia para demostrar lo contrario: el oscurantismo de la Iglesia, su alineación con toda clase de déspotas, su intolerancia, sus inquisiciones, y su encubrimiento de gentuza como el cura pederasta y corrupto mexicano Marcial Maciel, aunque el Vaticano niega que Ratzinger y Wojtyla protegieran la «faceta oscura» de la vida del fundador de los Legionarios de Cristo, contrariamente a lo que afirman víctimas de sus abusos sexuales, a los que el pontífice no quiso ver durante su estancia en México.

Incluso en el caso cubano la Iglesia católica sigue contemporizando con el régimen. Basta leer la entrevista que dio el jefe de esa Iglesia en Cuba, el cardenal y arzobispo de La Habana, Jaime Ortega, a L’Obsservatore Romano, el periódico del papa, con motivo de la visita del pontífice a la isla.

La Iglesia solo tuvo una concesión política tras la visita que hizo a La Habana en 2008 el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado vaticano. Dos años después más de un centenar de presos políticos fueron liberados. En realidad, los Castro se los quitaron de encima aprovechando la generosidad de España, que terminó acogiéndoles junto con sus familiares (más de 700 personas en total).

A la hora de la verdad el papa habló en Cuba pero no se mojó. No recibió a los disidentes, que le pidieron una audiencia en un pliego firmado por 700 personas. Apenas querían decirle que en Cuba no hay libertad, esa libertad de la que Ratzinger hablaba antes de llegar, ni se respetan los derechos humanos, que se tortura y que la represión es diaria y está en aumento, tal como muestra el último informe de Amnistía Internacional.

Ni siquiera el cardenal Ortega ha recibido a los opositores para no empañar el viaje papal, pese a que durante más de tres meses se lo han pedido en todos los tonos. Incluso el cardenal permitió el desalojo por la fuerza de los trece opositores que se encerraron en una iglesia en La Habana para pedir que el papa se hiciera eco de sus reivindicaciones.

Lo dicho: fumata negra que se disipa prontamente sobre los cielos cubanos.

El poschavismo ha comenzado

Francisco R. Figueroa / 5 marzo 2012

A pesar del black-out informativo se ha podido saber que el cáncer de Hugo Chávez es incurable. Definitivamente. De modo que al gobernante venezolano, de 57 años, parece que le resta poca vida. Lo que permita la medicina.

Después de una tercera operación en La Habana, que ha seguido a las dos intervenciones y a cuatro sesiones de quimioterapia de mediados del año pasado, el propio caudillo venezolano ha reconocido este pasado domingo que la enfermedad se le ha repetido y debe someterse ahora a radioterapia. Como es él, dudo que lo mantuvieran engañado. Por tanto, Chávez mentía cuando proclamaba a los cuatro vientos su curación.
 
Las filtraciones que han traspasado el cerco tendido por La Habana y Caracas han sido certeras. Se sabe que padece un tipo raro de cáncer, que es incurable y que la medicina cubana falló, aunque desde el principio no hubiera mucho más que hacer más que alargar cuanto más su vida. Esto es lo que van a tratar de conseguir ahora, tardíamente.
 
Por algún tiempo Chávez debe seguir transmitiendo la sensación de estar sanado. Su apariencia le ayudará. Pero a lo sumo en medio año denotará la enfermedad. Lo que dure a partir de entonces es cosa de su naturaleza y de la medicina.

Aunque nadie muere la víspera, Chávez ya es un cadáver desde el punto de vista político. Este caudillo que se creía indestructible se ha agotado en menos de la mitad de los treinta años que planeaba estar en el poder. Para alivio de media Venezuela. Para frustración de Fidel Castro.

Seguramente su ansia de vivir y las drogas posibiliten que llegue a las elecciones presidenciales del 7 de octubre. Pero, ¿en qué condiciones? ¿Como el candidato a la reelección que ahora mismo es? ¿Ya agotado, auspiciando a un heredero? ¿Como otro Fidel Castro, fuente del poder, pero actuando por interpuesta persona? ¿Ausente, al final de la agonía, a punto de expirar? ¿Con el país de luto?

Si siguiera siendo candidato, ¿tendrá condiciones físicas para disputar la dura campaña que se avecina frente al peor rival que haya encontrado nunca, como es Henrique Capriles Radonski, de 39 años, y con la oposición apiñada por vez primera en unas presidenciales?

De aquí a octubre el esfuerzo y la presión deben ser grandes para un hombre tan enfermo. Tendría que echar el resto habida cuenta de que el chavismo perdió la última vez que se midió con la oposición. Eso fue en las parlamentarias de septiembre de 2010. Y desde entonces la situación interna ha empeorado.

Si Chávez llega vivo y gana, habrá que estar muy atento a quien nombra vicepresidente porque ese será el heredero, el llamado a gobernar hasta agotar el sexenio presidencial 2013-2019, el albacea del chavismo y el encargado de intentar mantener las esencias de la revolución bolivariana.

Se trata de alguien que hasta hoy no existe o se vislumbra apenas entre los miembros de una corte de monaguillos, palafreneros, trajineros y jalamecates, que es como llaman los venezolanos a los adulones. No hay un heredero nítido porque Chávez ha impedido el surgimiento de liderazgos alternativos para evitar sombras sobre su refulgente figura.

Mientras haya vida, todo es posible. Pero el conglomerado político de Chávez presenta numerosas grietas. El caudillo es la única fuerza que lo mantiene cohesionado y sin él posiblemente se fraccione y todos vayan al garete.

Las versiones sobre el presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, un exmilitar golpista como él, y de su hermano Adán como potenciales delfines son meras conjeturas interesadas sin ningún fundamento.

La última versión está fomentada por La Habana pues Adán Chávez es el hombre de los hermanos Castro, el sucesor que garantizaría la actual ayuda, incluidos 110.000 barriles diarios de petróleo y divisas, vitales para que Cuba no vuelva a la penuria absoluta que conoció tras la caída de bloque comunista, hasta cuando el régimen castrista estuvo mantenido por los soviéticos.

Parece poco probable, aunque no descartable, que Chávez tenga que triunfar después de muerto como un remedo llanero del Cid Campeador ganando batallas a los moros sobre su caballo «Babieca», amarrado en su caso a la silla ideológica de «Palomo», el jaco de Simón Bolívar. La avenida que le lleva al sepulcro no se vislumbra tan corta.

Pero todas son cuestiones que dentro de poco el tiempo responderá. El asunto central es qué pasará en Venezuela cuando Chávez muera. Y esa situación está ahí, a la vuelta de la esquina. Aunque primero habrá que cumplir unas elecciones que se presentan harto complicadas y en las todo se puede esperar para no poder el poder si el monstruo chavista se siente malherido.

Sintiendo que se muere, seguramente los aliados de Chávez que tienen poder real, principalmente los militares, estarán más pendientes de su porvenir que de quien está por irse. Esto es ley humana. Muchos de esos militares estarán con quien mejor mantenga sus privilegios de casta, con quien les llene la barriga con whisky etiqueta azul y los bolsillos de billetes verdes, a pesar de fundamentalistas como el general Henry Rangel Silva.

Es pronto aún para saber qué harían los uniformados frente a un fraude masivo en las elecciones presidenciales de octubre. Hay quien cree que se pondrían del lado de la legalidad. Capriles y sus aliados deben trabajar en esta línea para evitar un potencial baño de sangre.

Entran muchas dudas y preocupaciones cuando se piensa en las masas chavista armadas, dogmatizadas y de obediencia ciega. ¿A quién y cómo responderán en la hora suprema? ¿Defenderán a sangre y fuego el modelo político, sus conquistas? ¿A dónde desembocará el miedo al futuro nefasto sin su presencia que Chávez les ha inculcado?

Y la «boliburguesía», esa nueva casta constituida a partir de 1999 y principal beneficiaria del clientelismo dentro del régimen chavista, ¿pondrá dócilmente el cuello para que se lo siegue la guadaña de quienes consideran contrarrevolucionarios conchabados con el enemigo yanqui?

El epílogo del chavismo ya se escribe. El fin está a la vuelta de la esquina.