Chile ha debido esperar 16 años a que muera Augusto Pinochet para que madure una largísimo transición política, con los militares plegados finalmente al poder civil y la tradicional Democracia Cristiana reconociendo que anduvo en contubernio con el golpe de Estado de 1973.
Desde que Pinochet tuvo que devolver, contra su voluntad, el poder a los civiles en 1990 —curiosamente se lo traspasó al veterano caudillo democristiano Patricio Aylwin, quien ahora se muestra indignado porque le han recordado que, junto a otros correligionarios, favoreció la llegada de la dictadura—, la cuestión militar en Chile había permanecido dolorosamente abierta. Formalmente el gobierno estaba en manos civiles, pero de una u otra manera el espadón militar pendía aún sobre la cabeza de todos, sin que nadie osara colocar definitivamente en su sitio a los uniformados.
Casualmente, la muerte del antiguo tirano, a los 91 años, desencadenó algunos acontecimientos que han permitido medir públicamente y en profundidad el compromiso de las fuerzas armadas chilenas con la democracia, ahora que Pinochet no es más que un puñado de cenizas esperando a que alguien se olvide de cerrar una ventana en la finca familiar de Los Boldos para que se las lleve el viento.
Fueron los alaridos nostálgicos del flamante jefe de la guarnición de Santiago, general Ricardo Hargreaves, y del capitán Augusto Pinochet Molina, nieto del ex dictador, los que sirvieron para constatar el apego de la cúpula castrense al gobierno democrático chileno a través de la respuesta que dio del general Óscar Izurieta, comandante en jefe del Ejército.
Hargreaves y Pinochet nieto fueron destituidos de manera fulminante por haber elogiado al difunto, justificado el sangriento golpe de Estado que capitaneó en 1973 y reivindicado su figura, manchada por el exterminio y la tortura de varias decenas de miles de demócratas chilenos, y la rapiña. En definitiva, elogiaron a uno de los regimenes más oprobiosos que se han dado en América Latina.
El general Izurieta tuvo claro el deber desde que escuchó vociferar a favor de su abuelo al joven Pinochet en el patio Apatacal, de la Escuela Militar, en Santiago, en las honras militares que recibió el ex dictador en su condición de antiguo jefe del Ejército. Igualmente cuando supo de las declaraciones en parecidos términos que había hecho el general Hargreaves.
Para nada importó que este general fuera la séptima jerarquía en importancia del Ejército chileno y aquel a quien todos llaman Augusto III, el nietísimo. Izurieta destituyó a ambos. Se reveló así como un militar institucionalista, honrado, disciplinado, apegado a las leyes y obediente de una línea jerárquica que acaba precisamente en la presidenta del país, Michelle Bachelet, una víctima de Pinochet.
El lunes último, la cúpula del Ejército chileno analizó la situación creada por la muerte de Pinochet y la destitución de ambos militares y pasó página. Posiblemente, ese gesto haya equivalido a cerrar definitivamente un capítulo horrible de la historia nacional que se inició con el golpe de 1973 y no pudo acabar en 1990, cuando Pinochet devolvió a regañadientes el poder a los civiles, tras perder un plebiscito que creía ganado, ni en 1998 cuando finalmente el viejo sátrapa dejó la jefatura suprema del Ejército; y ni siquiera en 2000, cuando tuvo la fortuna de librarse en España de un particular juicio de Nuremberg.
Cuando Pinochet volvió a Santiago, en marzo del 2000, al cabo de 503 días de arresto domiciliario en Inglaterra, por una controvertida y politizada decisión relacionada con su alegada frágil salud, después de que hubiera sido aprobada su extradición a España por la más alta instancia judicial británica, para ser juzgado por crímenes de lesa humanidad cometidos por su gobierno dictatorial, entonces estaba a punto de asumir el poder en Chile el primer gobierno socialista desde Salvador Allende. Y los socialistas habían manifestado claramente su voluntad de «cerrar la transición».
En ausencia de Pinochet, las elecciones habían sido ganadas por Ricardo Lagos, del mismo Partido Socialista del difunto Allende. Chile levaba diez años gobernado por sendos presidentes democristianos, primero Aylwin (1990-94) y después Eduardo Frei hijo (1994-2000). El socialista Lagos (2000-2006) iba a asumir cuando se cumplirían veintiséis años y medio del derrocamiento con sangre, fuego y saña del gobierno de la Unidad Popular de Allende. El clima no era entonces de revancha, ni nadie quería poner en riesgo el proceso democrático, aunque todo el mundo era consciente de que la cuestión militar seguía abierta.
Pinochet estaba sin mando efectivo desde marzo de 1998, cuando traspasó la jefatura del Ejército. Pero su ascendencia sobre los militares parecía seguir siendo enorme y nadie hasta entonces había querido meter mano decididamente al asunto.
Pero una cosa habían sido los presidentes Aylwin y su sucesor, Frei Ruiz-Tagle, que pertenecían al viejo partido democristiano, propiciador y consentidor del golpe de 1973, y otra los socialistas, que la dictadura había perseguido, exiliado, torturado, asesinado y desaparecido. Pinochet sabía bien qué quería decir Ricardo Lagos cuando en vísperas de su investidura como presidente hablaba de que Chile tenía que mostrar al mundo la casa arreglada.
A la espera de que el anciano general expirara, la presidencia de Lagos dio paso a la de la también socialista Michelle Bachelet, en el poder desde marzo último. Es hija de un general de aviación que colaboró con el gobierno de Allende, y que fue torturado y asesinado en 1974 bajo el régimen pinochetista. Tanto Bachelet, como su ministra de Defensa, Vivianne Blanlot, también hija de un uniformado, han manejado como cautela y dignidad la situación interna. Y da la sensación de que han sabido ver el momento histórico.
Unos días después de que la familia cremara el cadáver de Pinochet para evitar un ensañamiento con sus restos, Bachelet pronunció unas declaraciones que parecen poner definitivamente las cosas en su lugar en Chile.
«Hay una razón de fondo que es muy fuerte, que a veces no se entiende bien, y es que las fuerzas armadas están para protegernos a todos los chilenos, de amenazas externas principalmente, y lo que necesitamos es que podamos confiar en las fuerzas armadas a las que les entregamos las armas. Ese es un acto de confianza muy profundo», dijo.
Y agregó: «Las fuerzas armadas tienen que dar garantías todos los días de que nunca van a tener, por posiciones políticas, el interés o la tentación de utilizar esas armas contra nuestros propios ciudadanos».
Por su lado, el viejo Partido Demócrata Cristiano hizo circular un documento interno en el que, en tono de mea culpa, manifestó: «Jamás se debe buscar apoyo político en los militares. Ellos son por definición actores que deben mantenerse al margen del conflicto político, ideológico y partidista. Cuando las fuerzas armadas dejan de ser controladas por el poder civil, la democracia se acaba». Según dicho documento, la intervención en 1973 de los militares en la vida política chilena «fue la culminación de un proceso de desquiciamiento nacional».
Por lo menos Patricio Aylwin se mostró públicmente indignado. La prensa de Santiago consigna que la divulgación de esa declaración, causó «un inesperado remezón» en la Democracia Cristiana. El documento enjuicia el gobierno de Pinochet y hace una severa autocrítica al papel del partido en la quiebra de la democracia que fue el golpe de 1973.
Isabel Allende Bussi, diputada e hija de Salvador Allende, a quien la muerte de Pinochet le sorprendió en Madrid, ha hecho declaraciones «entendiendo» que el Ejército haya rendido honores a Pinochet muerto, como su jefe que fue. Pero, agregó, «ojalá sea el último trago amargo que el actual mando de la institución tenga que seguir pasando. Porque ya está bueno que se desprendan de la imagen de Pinochet y que comprendan que para ser la institución respetada por todos tienen que verdaderamente cumplir los compromisos del Estado de Derecho y la democracia».
Francisco R. Figueroa
21/12/2006
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