La secretaria de Estado para Iberoamérica, Trinidad Jiménez, considera que no se ha producido «ningún cambio» en las relaciones entre España y Venezuela, aunque el presidente Hugo Chávez haya puesto las mismas en una cuarentena a la espera de que el rey Juan Carlos le pida disculpas.
Es más: Jiménez se esforzó en usar dos veces casi consecutivas la expresión «normalidad» para definir el estado de las relaciones con Venezuela. Fue la reacción oficial después de que Chávez dijera que «congelaba» las mismas hasta que reciba el pedido de disculpas por haberlo mandado callar el rey en la última Cumbre Iberoamericana. Lo dicho por Chávez podría equivaler a un virtual ultimátum a España pues implica una amenaza, sin contar el permanente descrédito al que ha tenido sometido al monarca español.
Luego de que el conductor de la revolución bolivariana pusiera, el domingo, las relaciones con España en la congeladora, la secretaria de Estado llamó —dijo que «con toda normalidad»— a una entrevista al nuevo embajador venezolano, Alfredo Toro Hardy. En esa reunión, celebrada el lunes, se constató que las relaciones van «con toda normalidad», al decir de Jiménez. Según ella, no hay nada raro ni extraordinario entre Venezuela y España; todo es común, corriente y usual, según se desprende de lo dicho. De un modo u otro el embajador de Chávez reconoció que esas relaciones han sufrido un cambio brusco, cuando habló de altibajos en las mismas.
Se equivocan quienes piensan que el silencio diplomático ayuda a que el caudillo venezolano mantenga quieta la lengua o no adopte medidas contra los intereses españoles. Eso no dependería del comportamiento mesurado de España sino de cómo le vaya a él en el frente interno, tanto de cara al referéndum sobre la reforma constitucional que tendrá lugar el dos de diciembre como más allá de esa consulta que está planteada como otro plebiscito sobre su persona. Es cierto que una victoria de Chávez en la consulta ayudaría. También es cierto que Chávez le ha tomado la medida a España y le gusta.
Chávez sabe que en la relación con España él y su proyecto revolucionario poco tiene que ganar. Es España la que pierde.
Para Chávez es importante que desde el gobierno de Madrid y su Partido Socialista no le zahieran por su talante dudosamente democrático o el rumbo autoritario y militarista que han tomado la revolución chavista o las amenazas a la convivencia pacífica que suponen sus medidas. Bastantes puyas recibe ya por eso del conservador Partido Popular. Es decir, a Chávez le importa que el gobierno español se mantenga al otro lado de la delgada línea roja tras la que está lo que él considera injerencia, algo complicado cuando entran en juego aspectos sobre derechos humanos y democracia que tienen un valor universal.
En caso de que el conflicto vaya a mayores —y esto va a depender de las necesidades que tenga Chávez en su proyecto revolucionario— España puede perder en primer lugar el contrato de las ocho fragatas que construye para Venezuela, con sus muy serias derivaciones sociales en caso de anulación del mismo. Media docena de importantísimas empresas hispanas con inversiones significativas en Venezuela serían susceptibles de verses afectados por nacionalizaciones (BBVA, Banco Santander, Repsol y Telefónica, sobre todo). Chávez le tiene mucha gana a la banca, ha reestatalizado la telefonía fija y a las petroleras las pasó por las horcas caudinas. Están también los intereses de una colonia española de más de un cuarto de millón de personas y sus descendientes.
Chávez también puede hostilizar a España en puntos muy sensibles de sus relaciones iberoamericanas. No habría que descartar la hostilidad permanente por la actuación —admitida por el actual gobierno socialista— en los sucesos de abril de 2002 cuando Chávez fue destituido y restituido al cabo de 48 horas y la equiparación por ello con la política intervencionista de Estados Unidos hacia América Latina. Tampoco que el caudillo venezolano extreme sus posiciones indigenistas y repita hasta la saciedad las argucias sobre «genocidio» y «latrocinio» durante la era colonial española, con el eco que puede tener en otras naciones y gobernantes iberoamericanos. No hay que perder de vista que se está ante el inicio de unas largas celebraciones del bicentenario de las independencias de las repúblicas hispanas en las que España tiene tanto interés que ha nombrado nada menos que a Felipe González embajador extraordinario para dichos festejos. Están luego las cumbres iberoamericanas y la significativa del 2012 en Cádiz coincidiendo con el segundo centenario de la constitución liberal de 1812.
Al gobierno socialista tiene que medir el accionar diplomático contra Chávez porque una palabra mal empleada daría pie al Partido Popular, en esta época electoral, a hacerle nuevos y más feroces reproches sobre las malas compañías internacionales elegidas por el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, y lo errático de su política exterior.
Por otro lado se desconoce el alcance de una medida como la congelación de relaciones, que también Chávez ha aplicado a Colombia en medio de una trifulca con su colega Álvaro Uribe a cuenta de una mediación con la guerrilla para el canje de rehenes por prisioneros que, según el gobernante colombiano, había cambiado a la búsqueda de legitimidad y proyección internacional a una organización terrorista como están consideradas las Farc. El temor en el caso de Colombia, el desaguisado diplomático parece que va a resentir seriamente las relaciones económicas y comerciales.
En Colombia todos los partidos han cerrado filas con Uribe. Es poco probable que en España Zapatero tenga el apoyo del Partido Popular o, por diferentes motivos, de la Izquierda Unida a la bronca abierta con Chávez.
Francisco R. Figueroa
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