Cuando asumió la presidencia de Bolivia, el 22 de enero de 2006, Evo Morales se impuso la tarea de refundar el país. Casi dos años después la nación está desgarrada, convulsionada y enfrentada, exactamente igual que en el tiempo de levantamientos populares y desórdenes que precedió a la llegada al poder de este indio aymara de 48 años.
La tarea de dotar al país de una nueva constitución se ha convertido en poco menos que misión imposible, hasta el punto de que, al cabo de todos estos meses, el borrador ha tenido que ser aprobado, el sábado último, solo por los partidarios de Morales entre gallos y media noche, en unas circunstancias atípicas, traumáticas y rocambolescas, y en la raya de la legalidad.
La Carta Magna de cualquier país debe ser producto del consenso, el diálogo, la tolerancia, el pacto y la paz, pero no de la polarización, la violencia, los excesos y el sectarismo; debe ser incluyente y no excluyente. Cuando medio país pretende imponer a la otra mitad sus ideas sobreviene la catástrofe. Además, las constituciones han de hacerse para que duren en el tiempo y trasciendan gobiernos, al menos que quienes las patrocinen se hayan convencido de que se van a perpetuar en el poder.
La Constitución indigenista de Evo Morales fue aprobada, en primera instancia y en su proyecto oficialista, solo por la facción gubernamental, sin la presencia de ningún representante de la oposición ni los preceptivos dos tercios de los votos. Los constituyentes sesionaron en un recinto militar al que se habían mudado a vivir. Había un cordón de fuerzas armadas y en las cercanías una batalla campal que causó muertos y heridos. Una vez completa la trastada, los padres y madres de la Constitución se desbandaron en la oscuridad de la noche, por una puerta trasera, para escapar de un posible linchamiento. Desde luego no parece ese el mejor escenario para el nacimiento de una Constitución democrática. Pero Evo Morales dice que estuvo bien así.
Bolivia está en un camino de difícil retorno con enfrentamientos y reproches mutuos de grueso calibre. Van tres muertos y trescientos heridos, pero la violencia, los destrozos y el caos parece que continuarán. Incluso se ha producido al menos un acto de desacato de la Policía al Gobierno. Las revueltas se suceden en los departamentos orientales rebeldes, donde campea el movimiento secesionista. Esas regiones —Santa Cruz, Beni, Cochabamba, Pando, Tarija y Chuquisaca— suman casi el 60% de la población boliviana y el 70% del territorio nacional. Sucre, la capital oficial nominal, quiere serlo efectivamente y para ello le disputa con violencia a La Paz las sedes del Ejecutivo y el Legislativo. A fines del siglo XIX, ambas ciudades libraron una guerra por el mismo motivo.
Evo Morales, al frente de sus campesinos e indígenas, descalifica a sus rivales por «neoliberales», «oligarcas» y «antidemocráticos», y han puesto en la picota a la prensa. Desde Venezuela, el presidente Hugo Chávez, que es su principal aliado, clama que en Bolivia está en marcha un golpe de Estado patrocinado por «el imperio», como siempre se refiere él a Estados Unidos. La oposición ha dicho alto y claro que no acatará esa Constitución. Los departamentos orientales siguen alzados. La Iglesia católica invoca sin éxito a la calma «en nombre de Dios y la vida».
Las presiones continuarán ahora que hay que aprobar con celeridad artículo por artículo antes de que el 14 de diciembre acabe el plazo legal que tienen los constituyentes. En la situación en la que está el país su destino parece trágico.
Francisco R. Figueroa
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franciscorfigueroa@hotmail.com
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