Imparable, el presidente de Venezuela, Hugo Rafael Chávez Frías, camina en medio de contratiempos irritantes hacia un nuevo episodio de votaciones, el undécimo desde que llegó al poder hace casi diez años, en el referéndum del 2 de diciembre próximo sobre el arreglo que le ha hecho a su propia Constitución para que le entalle mejor a la revolución bolivariana y socialista.
En su primer acto de masas para pedir el «si», el domingo último en Caracas, Chávez hizo advertencias y amenazas claras a la oposición, la «oligarquía», jerarquías católicas y al activo movimiento estudiantil. El lunes enfrentó la desafección de un camarada de la milicia a quien consideraba «un hermano del alma», algo que seguramente le preocupa más que nada al jefe del Estado venezolano por el potencial de liderazgo que el personaje encierra.
En el fragor del discurso, en el mitin del domingo, Chávez dio instrucciones a sus colaboradores, la policía de seguridad y hasta al servicio secreto militar para que se empleen más a fondo contra los antichavistas, sus líderes y los medios de comunicación que el régimen considera desafectos.
Es que Chávez vuelve a tener la casa encendida por la controvertida reforma de la Carta Magna de 1999, que él mismo propició. La reforma ha pasado por el parlamento monocolor y está lista para el referendo. La oposición dividida y debilitada parece que tiene pocas posibilidades de impedir la victoria del chavismo en esa consulta popular.
Se trata de una reforma sustancial que permite a Chávez eternizarse en el poder. Las enmiendas constitucionales refuerzan la capacidad de intervención del Ejecutivo y su control sobre la sociedad civil, la economía y la propiedad, que son tratadas con criterios alegadamente comunistoides. También politiza las fuerzas armadas, que quedan al servicio de la revolución, y permite, entre otras cosas, suspender garantías y libertades bajo el estado de excepción, que puede ser decretado con facilidad.
En pocas palabras, la oposición cree que se trata de un liberticidio. Hay quien dice que se trata de un golpe de Estado. Mucha gente está en contra y han alzado la voz la jerarquía católica, la dirigencia empresarial y los medios de prensa opositores. Los estudiantes han salido a la calle. Pero entre todos, incluidos los partidos antichavistas, parece escasa o nula la capacidad de articulación de fuerzas.
Pero un factor imprevisto ha creado una situación nueva e impredecible. Se trata de la toma de posición del general Raúl Baduel, que era el último que quedaba al lado de Chávez del cuarteto del Güere. Baduel fue durante un buen tiempo quizás el militar más importante de Venezuela después del propio presidente. Era de aquella asociación carbonaria que en 1982, bajo el mítico Samán de Güere, juró fundar un nuevo país bolivariano. Allí estuvo el embrión de la revolución de Chávez. Uno de ellos (Felipe Acosta) murió de un tiro durante «el caracazo», una sangrienta asonada que hubo en la capital venezolana en 1989 y que el chavismo ha usado como pretexto legitimador de los levantamientos militares contra la democracia ocurridos en 1992. Otro (Jesús Urdaneta) se desencantó pronto de la revolución y se dedicó al campo. El último era Baduel.
Revolucionario tibio en la primera hora, Baduel acabó, sin embargo, liderando la operación militar de los paracaidistas que repuso a Chávez en el poder tras su derrocamiento temporal en el golpe de Estado de 2002. Luego fue sucesivamente comandante general del Ejército y ministro de Defensa con el elevado rango de general en jefe, hasta su pase al retiro en julio último. Chávez lo consideraba «un hermano de toda la vida».
Baduel, de 52 años, se pronunció este lunes contra la reforma constitucional, que considera «un fraude» y «en la práctica, un golpe de Estado», al tiempo que pedía el «no» en el referéndum. Chávez —a través de un programa de la televisión oficialista—, lo tildó de «traidor», de haberle dado «una puñalada». La oposición, que carece de liderazgos sólidos, parece haberse aferrado a Baduel como a un clavo ardiendo. Es posible que este militar cobre protagonismo contra Chávez en las próximas semanas.
«La extrema derecha consiguió una nueva ficha (…) El general Baduel está traicionando años de amistades (…) El mismo se está traicionando y cayó en el foso de los traidores (...) aguantó un poco más, pero igual cayó», dijo el presidente venezolano en alusión a todos los antiguos aliados militares que le han ido dejando. Pero agregó: «Estoy completamente seguro de que no hay dentro de la Fuerza Armada ninguna corriente que tenga la fuerza necesaria para dar un golpe de Estado exitoso o para conducir al país a una guerra civil».
A Chávez los amigos le suelen abandonar, como en su día hizo su principal mentor político, el veterano dirigente comunista Luis Miquilena, de 88 años, a quien posiblemente deba haber llegado al poder. Mucho antes le habían dejado, desencantada, su amante e ideóloga de la primer ahora, Herma Marksman, y también el militar Francisco Arias Cárdenas, su principal cómplice en la intentona golpista de 1992, con quien acabó reconduciendo la relación. Cuando inicio la reforma constitucional, en agosto último, Miquilena afirmó que se trataba de «yugular las libertades y poner el país al servicio de un caudillo». Los portavoces del chavismo lo han crucificado.
Recientes convulsas manifestaciones de estudiantes contrarios a los planes de Chávez, movilizaciones contra la reforma constitucional y jornadas de protestas que tiene programadas la oposición han llevado a Chávez a hacer severas amenazas. Por ejemplo, aseguró que si «esa minoría fascista lleva la violencia a la calle «les pasaremos por encima (…) No quedaría piedra sobre piedra de esta apátrida oligarquía».
Hay dudas sobre el origen de la violencia en la reciente manifestación en Caracas de estudiantes pues se ha afirmado que pudo ser desencadenada por chavistas infiltrados, siguiendo unos planes sobre los que algún medio de comunicación había alertado previamente.
También dijo Chávez en el mismo discurso que no habrá permisos fáciles para las futuras manifestaciones porque pueden tratar nuevamente de derrocarle, como en el 2002. «No lo vamos a permitir, hijitos de papá, ricachoncitos de cuna de oro». «Los cardenales y obispos están poniendo la misma plasta» que en el 2002.
Francisco R. Figueroa
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