Cuaderno de Nueva York: Un puente imperial

Francisco R. Figueroa 

✍️ Brooklyn (NYC), 5/2/24

El cinematográfico, literario, centenario, ajado y distintivo Puente de Brooklyn, es el más antiguo de Nueva York, símbolo del naciente imperio norteamericano que se abría paso imparable tras el desalojo de indios y mexicanos del territorio vital interior y una vez reducidos a sangre y fuego los supremacistas y esclavistas del sur.

El famoso puente tiene casi dos kilómetros de longitud, veinticinco metros de ancho y unas quince mil toneladas de peso, soportado por cuatro maromas de acero trenzado, con el grueso del tronco de un buen pino de Oregón, y los dos simbólicos pilares de granito de ochenta metros y en estilo neogótico

A cuarenta metros sobre el agua cruza el Río del Este, ya muy cerca de su confluencia con el Hudson, y une físicamente las riberas de Manhattan y Brooklyn desde hace ciento cuarenta años.

Jose Martí, el polifacético y luchador independentista, en un artículo desde Nueva York que rezuma pasión y entusiasmo, describe la proeza de la construcción del puente, su estructura de coloso alzado «por hombres tallados en granito», un «brazo poderoso de la mente humana» y un símbolo de libertad y paz.

Martí, luego de haber pagado el peaje para viandantes de un centavo, cruza el puente y hace una incisiva descripción de la fauna humana que por allí se apiña el día de la inauguración (1883): «Hebreos de perfil agudo y ojos ávidos, irlandeses joviales, alemanes carnosos y recios, escoceses sonrosados y fornidos, húngaros bellos, negros lujosos, rusos de ojos que queman, noruegos de pelo rojo, japoneses elegantes, chinos enjutos e indiferentes».

Desde aquí encima se tira al río, en Ciudad de cristal, Peter Stillman padre, el mismo personaje de Paul Auster que había sido catedrático en la neoyorquina Universidad de Columbia y habría muerto en el aire antes de estamparse en la superficie de agua del East River. Son incontables los Peter Stillman que se han lanzado desde este puente, aunque como suicidadero le gana con creces en Estados Unidos el Golden Gate de San Francisco, del que cada dos días suele saltar alguien. Un aventurero, que había logrado notoriedad y dinero lanzándose desde diversos puentes, quiso demostrar en 1885 que podía sobrevivir también en el de Brooklyn pero murió destrozado contra el agua.

El detective austeriano Azul, en Fantasmas, yendo tras Negro, mientras cruza el río se recuerda de niño allí mismo, de la mano de su padre, que había nacido el año de la terminación del puente y muerto por una bala que le atravesó el cerebro. Azul añora a su progenitor con un sentimentalismo que le preocupa y que achaca a no tener nadie con quien hablar.

Caminando sobre la pasarela peatonal superior, Azul, el niño, comenta que el ruido del tráfico que pasa debajo en ambos sentidos parece el zumbido de un enorme enjambre de abejas, y el padre le cuenta, más o menos como lo hago yo aquí, la dramática historia de los Roebling, los artífices del puente.

Johann, luego John, el ingeniero y arquitecto migrante alemán que llegó huyendo de las penurias en Prusia, diseñador y genio de los puentes colgantes, murió por la infección de las heridas causadas por el ferry que le destrozó un pie contra el muelle y él, con tozudez germánica, se obcecó en curarse apenas con baños de agua.

Su hijo Washington, veterano de la batalla de Gettysburg en la Guerra de Secesión y coronel del ejército de la Unión, le sucedió como ingeniero jefe. Quedó atrapado varias horas bajo el agua del río dentro de un cajón neumático, de donde, por una brusca descompresión, salió con una aeroembolia que le confinó inválido en una habitación, por cuya ventana supervisó las obras con un catalejos durante once de los catorce años que duró la construcción.

Cada mañana mandaba instrucciones, como un arquitecto mesopotámico, con complicados dibujos en colores para que fueran entendidas por los obreros extranjeros que no sabían inglés. Tenía en su cabeza todo el puente, hasta el más diminuto pedazo de acero, pero nunca puso el pie en él. 

Su mujer, Emily, que hizo de mensajera e ingeniera improvisada, fue la primera persona que cruzó el puente. Iba en un carruaje y llevaba un gallo en señal de victoria. 

Azul —como yo hoy— ve desde el puente a un lado la estatua de la Libertad y enfrente, Manhattan, con edificios tan altos que parecen de mentira. 

Paul Auster está estos días en una batalla muy dura contra el cáncer y es vecino de Brooklyn en el cercano Park Slope. Una multitud de personalidades de las artes están relacionadas con Brooklyn: Marilyn Monroe, Arthur Miller, Norman Mailer, Truman Capote, Gabriel Byrne, John Turturro...

El cronista literario Alfred Kazin dice que mientras acompañaba a Saul Bellow sobre el puente de Brooklyn, el escritor judio, recién llegado de Chicago, donde se había criado, miró Nueva York como si estuviera midiendo las fuerzas ocultas de cada una de las cosas del universo y el poder que tenía el mundo para resistírsele y dirigiéndose a sí mismo como contrincante.

El loco Nathan de La decisión de Sophie, encaramado a una farola del puente en el que, dice él solemne, grandes escritores «han intentado encontrar palabras con las que enriquecer la voz de América», encumbra al ingenuo y enamoradizo aspirante a novelista Stingo en el panteón de los dioses inmortales de la literatura norteamericana. Uno de ellos, Thomas Wolfe, citado por Nathan en su encendida loa a Stingo, decía que «solo los muertos conocen Brooklyn de cabo a rabo, y hasta los muertos se enzarzan en porfías por cómo está hecha esa telaraña de selvática desolación que es Brooklyn de cabo a rabo». 

Muertos Nathan y Sophie en la habitación que rentan en la casa rosada de Brooklyn, Stingo, se despide de ellos con rabia y pena leyendo ante los cadáveres, aún tibios en la cama, el poema de Emily Dickinson que describe el lecho perfecto para aguardar el juicio final con paz y serenidad, y pone termino a su viaje de descubrimiento. Rumbo a su tierra sureña, Stingo cruza el puente en un amanecer sereno justo cuando los primeros rayos del sol se reflejan en las turbias aguas del rio.

Wolfe, que vivió cerca de 1933 a 1935, describió el puente como la puerta de entrada a esa «ciudad brillante». Manhattan ardía para siempre en su visión mientras caminaba por el puente, «y fuertes mareas lo rodeaban y grandes barcos llamaban».

Con la pasarela peatonal por la que iba Stingo, ahora limpia de buhoneros y ciclistas, el Dumbo a la espalda y el puente de Manhattan a la derecha como un coloso siamés de acero y truenos, zarandeado por el incesante paso por cuatro vías férreas de los convoyes del metro, una vez cruzado a la otra orilla y pasado el ayuntamiento están al alcance, a la derecha, Chinatown, Little Italy y el Soho, y a la izquierda el Distrito Financiero y el comienzo (o fin) del largo y ancho camino: Broadway. ¡Ay, esta Nueva York inabarcable! ✅

franciscorfigueroa@gmail.com

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