Las elecciones en Honduras se han celebrado de manera inobjetable, sin que se cumplieran los negros presagios ni la abstención masiva que Manuel Zelaya buscaba ya que la participación, del 61%, fue la mayor en su corta historia democrática. Una buena señal para el mundo.
Estados Unidos y Colombia reconocieron prontamente la legitimidad de esos comicios. México, Perú, Costa Rica y Panamá deben hacer otro tanto y posiblemente también Alemania, Italia, Japón y Suiza. Con América Latina fracturada y Brasilia enfrentada con Washington, España ha avanzado al reconocer como «nuevo actor» al presidente electo, el hacendado de 61 años Porfirio Lobo, y abandonado la posición anterior sobre la necesidad de que Zelaya sea restituido en la presidencia. «Hay una nueva realidad» en aquel país centroamericano tras los comicios, afirma España. Pero como dice Estados Unidos, las elecciones no son suficientes para resolver la crisis. Aún queda mucho por hacer en ese sentido.
Con independencia de lo que el mundo piense, los hondureños han visto en sus elecciones generales la manera de poner pilares firmes para salir de la crisis interna desatada hace cinco meses con la controvertida destitución de Zelaya. Nadie internamente en Honduras ha cuestionado el desarrollo electoral ni los resultados, salvo el propio Zelaya, que esperaba un 65% de abstención y se dio de bruces con una participación maciza porque Honduras cerró filas con sus dirigentes en las urnas en busca de la única salida posible: las elecciones, que, por ciento, estaban convocadas por el propio Zelaya desde antes del estallido de la crisis.
Tal como anticipaban las encuestas, triunfó el Partido Nacional, tanto en las elecciones presidenciales como en las legislativas. Porfirio Lobo logró un contundente 56% de los voto, frente a un 38% de su principal rival, el liberal Elvin Santos. Victoria, pues, sin objeciones. Lo primero que hizo Lobo fue llamar a un gobierno de unidad nacional, algo que parece en sintonía con la posición que la Unión Europea en su conjunto puede adoptar. Francia ha abogado por un proceso de «reconciliación nacional» como el «único» camino que dará «legitimidad» a las nuevas autoridades. Por su lado, España pasó a demandar un «gran consenso» interno como salida a la crisis. España no reconoce las elecciones, pero tampoco las ignora.
Elvin Santos, sin perder un minuto, reconoció la victoria de Porfirio Lobo, ensalzó la «lección de madurez cívica» dada al mundo por su pequeño y pobre país y se colocó de forma leal a disposición del ganador. Todo con una normalidad democrática casi suiza, envidiable en un país afectado por una perversa crisis institucional y al que una parte significativa del mundo ha venido tratando como si tuviera un bárbaro régimen dictatorial.
Mientras los pobres hondureños daban esa demostración de democracia y exteriorizaban su deseo de echar hacia adelante, los «hermanos» iberoamericanos, reunidos en la deslucida —faltaron ocho mandatarios— Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno en la aristocrática Estoril (Portugal), eran incapaces de ponerse de acuerdo sobre la nueva situación creada en Honduras.
El empecinamiento de Brasil, Argentina y Venezuela, entre otros, en desconocer tercamente los comicios hondureños por una alegada, pero inexacta, falta de condiciones democráticas para su celebración, dificultaba la puesta en común de un pronunciamiento iberoamericano que, en cualquier caso, debiera adoptarse mirando al futuro, que es para donde apunta el resultado de las elecciones hondureñas.
Pero gobernantes como el brasileño Luiz Inácio Lula de Silva han mostrado, incluso con altanería, que no darán su brazo a torcer. El Goliat brasileño debuta como líder global y latinoamericano tratando de imponerse su descomunal peso al liliputiense David hondureño, mientras evita con exquisitas declaraciones que sus evidentes desacuerdos sobre el asunto con Estados Unidos desemboquen en una tormenta capaz de perturbar la buena sintonía en Lula y Barack Obama. La argentina Cristina Fernández de Kirchner avivó la hoguera en Estoril hablando de «pantomima» electoral celebrada «en el marco de la más absoluta ilegitimidad democrática». Así las cosas, parece que alguien va a terminar tragándose sus propios palabras.
Recuérdese que Zelaya fue destituido por su empecinamiento en violar la Constitución para seguir en la presidencia, en lo que constituyó un virtual golpe de Estado al Poder Ejecutivo por parte del Legislativo y el Judicial. Pero las nuevas autoridades basaron la destitución de Zelaya en que cometió al menos dieciocho violaciones a la Constitución y las leyes, según las acusaciones que penden contra él. Esas eran poderosas razones para separarlo del cargo mientras era juzgado, pero no para sacarle del país manu militari.
Fuera lo que fuese, los hondureños han cumplido su transición retornando democráticamente al Estado de derecho con las elecciones del domingo. Restarle a esas elecciones legitimidad significa hundir más en la miseria a la nación más pobre de América Latina tras Haití. Los hondureños han puesto su confianza en el futuro y el mundo debe ayudarles, así como contribuyó a que otras naciones latinoamericanas superaran sus crisis institucionales y sus dictaduras con elecciones limpias y transparentes como las celebradas ayer en el país centroamericano.
¿Reconocerá España los resultados de las elecciones guineanas, celebradas el mismo domingo sin la menor garantía democrática, una nueva farsa en las que a Teodoro Obiang le fue adjudicado casi el 97% de los votos para que sume otros siete años a los treinta que lleva en el cargo desde que en 1979 derrocó y mandó fusilar a su tío, Francisco Macias? Presumiblemente si. El ministro de Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, lo había hecho tácitamente en julio cuando respondió con un abrazo a Obiang la condecoración que el dictador guineano le acababa de imponer.
En Honduras, el presidente interino, Roberto Micheletti, a quien gobernantes como el venezolano Hugo Chávez trataron de presentar ante la opinión pública como un remedo del general chileno Augusto Pinochet, lejos de interferir en las elecciones, las facilitó dando un paso al costado mientras se celebraban. El pronunciamiento que hará el miércoles el Congreso Nacional sobre la eventualidad de que Zelaya vuelva al poder carece de significado, sea cual fuere. En el caso de que sea que si, Zelaya seguramente no lo aceptaría pues de hacerlo estaría convalidando unas elecciones a las que le resta legitimidad. A Zelaya parece que solo le queda tomar el camino del exilio —exilio de él mismo, quizás— tal como anticipado el sábado el diario brasileño «O Estado de S. Paulo». Desde luego, como afirma Porfiro Lobo, Zelaya ya es historia. Micheletti también.
Por cierto, mientras se celebran las elecciones en Honduras, fallecía en Montevideo Héctor Gros Espiell a los 83 años. Este antiguo servidor de la dictadura y ex canciller es padre del nuevo golpismo latinoamericano junto al entonces secretario general de la OEA, el brasileño João Clemente Baena Soares, otro servidor de un régimen militar. Ambos fueron quienes en 1992 lograron que Latinoamérica diera legitimidad al autogolpe de Alberto Fujimori, que abrió una secuela de golpes (Guatemala, Ecuador, Bolivia, Venezuela...) de unos poderes del Estado contra otros semejantes al que ahora trae de cabeza a Honduras.
Francisco R. Figueroa
franciscorfigueroa@hotmail.com
Chávez, el último de la fila
La revista «Forbes» acaba de publicar su primer ranking de las personas más poderosas del mundo que encabeza el líder estadounidense Barack Obama, con menos de diez meses en la presidencia, y termina el venezolano Hugo Chávez, que pasa de los diez años con proyección vitalicia si la acumulación de desgracias en su país no acaba con él.
Chávez y el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva (33º) son los únicos gobernantes latinoamericanos en esa lista. Pero no son los únicos latinoamericanos porque en ella aparecen también el magnate mexicano Carlos Slim (6º), segundo hombre más rico del mundo, y su compatriota el bandido chaparro Joaquín Guzmán (41º), el segundo hombre más buscado del mundo por ser probablemente el principal narcotraficante de la tierra al frente del Cártel de Sinaloa y cuya cabeza le han puesto el precio de siete millones de dólares.
Un multimillonario, un pobre tornero que llegó a presidente y es mundialmente aclamado, un malhechor redomado y un caudillo nacionalpopulista. ¡Que extraña representación de poder latinoamericano! O quizás no tanto. Si «Forbes» hubiera hecho una lista similar pongamos que hace 20 años posiblemente la representación latinoamericana hubiera sido tan disparatada. Joaquín Guzmán habría sido el colombiano Pablo Escobar; Lula da Silva, su paisano Fernando Collor de Melo o quizás el argentino Carlos Menem; Slim, él mismo o el venezolano Gustavo Cisneros, y Chávez, Fidel Castro su «alter ego» y mentor.
Pese a ser el último de la fila, un gobernante como Hugo Chávez debiera estar contento por aparecer en esa lista. No en vano forma parte de un elitista y exclusivo club que representa al 0,000001 por ciento de la población del planeta. Allí no están su archirrival colombiano Álvaro Uribe, la encopetada reina de Inglaterra, su primo español que le mandó callar o el primer ministro de éste, José Luis Rodríguez Zapatero, pero si gente de mala fama como el déspota norcoreano considerado genio del mal, Kim Jong Il (24º); el cabecilla de Al Qaeda, Osama bin Laden (37º), o el indio Dawood Ibrahim Kaskar (50º), otro de los criminales más buscados en el mundo, junto a personas que son veneradas como el papa Benedicto XVI (11º) o el Dalai Lama Tenzin Gyatso (39º).
Chávez parece de capa caída, con la popularidad en declive. Toca armas contra Colombia un día y al siguiente se desdice de sus afanes belicistas con la misma incontinencia verbal, aunque luego sus portavoces amenazan con sanciones con dureza a los medios por «tergiversar» y «manipular» las palabras de un líder que «ama la paz» y solo habla con «frases disuasivas» para que «el enemigo sepa que estamos preparado para la guerra». «Forbes» trata Chávez como un gobernante virtualmente vitalicio que blande la enorme riqueza petrolera de su país como arma contra la pobreza, aunque sus enemigos lo acusan de haber dilapidado en estos diez años una fortuna extraordinaria, propia de un cuento oriental, mientras en Venezuela campean el crimen y la desidia del Estado; la oposición, puesta a los pies de los caballos, recibe un trato sin miramientos, los derechos suelen ser atropellados y todos los poderes se subordinan al líder; la democracia está hecha añicos y las empresas públicas estatalizadas han quedado maltrechas; todo ha quedado imbuido de ideología; por los albañales sale corrupción a raudales: es la llamada «robolución»; escasean los alimentos, hay controles de precios y de divisas y la inflación está alta; el sistema eléctrico hace aguas con frecuentes apagones y el agua escasea en Caracas por una negligente gestión de las infraestructuras. Tras una década de gobierno de Chávez, los errores que hicieron sucumbir la Cuarta República se reproducen a gran escala, aunque los problemas se tratan de opacar con maneras autoritarias.
Nadie sabe si su desproporcionada prédica antiestadounidense y contra el gobierno colombiano de Uribe le seguirá dando beneficios capaces de compensar la pérdida de votos o con ello logrará su propósito influir en la política interna de sus vecinos. Los rivales del caudillo bolivariano aseguran que cuando clama contra Colombia azuza el sentimiento patrio nacionalista de sus conciudadanos y desvía la atención de los graves problemas internos.
Pero Chávez debe andar con cuidado y no dar un salto al vacío en eso de la guerra como hizo el general Leopoldo Fortunato Galtieri cuando en 1982 desencadenó la de Malvinas en medio de un gran descontento popular, pues puede correr la misma mala fortuna ya que Colombia es mucho Colombia como Gran Bretaña también lo era para aquel dictador argentino. Álvaro Uribe no es Margaret Thatcher, pero tiene agallas. Además, los ejércitos colombianos, curtidos por medio siglo de guerras intestinas, cruzarían Venezuela desde el Táchira hasta el Esequibo en un santiamén frente a unas fuerzas armadas venezolanas indolentes que solo han visto la guerra por televisión. ¿Quién puede temer, pues, a Hugo Chávez? Quizás únicamente los propios venezolanos.
Mucha gente ha criticado por Internet que «Forbes» pueda estar haciendo apología del crimen incluyendo a tan afamados delincuentes o terroristas entre las personas más poderosas de este mundo, en algunos casos considerados con más fuerza que jefes de Estado como el francés, Nicolas Sarkozy (56º) o empresarios estadounidenses, japoneses, indios o chinos. Pero, ¿qué decir si en la misma lista aparece un sátrapa como el líder norcoreano cuya grandeza se debe a su padre, a quien heredó, o al miedo que impone al mundo con sus programas nuclear y de misiles, o un caudillo suramericano que ha puesto patas arriba el sistema de libertades tan arduamente ganado en América Latina tras años de feroces dictaduras castrenses, que glorifica el castrismo como forma de vida, y él propio un militar con un tórrido pasado golpista y descaradamente desapegado de los valores democráticos?
Francisco R. Figueroa
franciscorfigueroa@hotmail.com
Chávez y el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva (33º) son los únicos gobernantes latinoamericanos en esa lista. Pero no son los únicos latinoamericanos porque en ella aparecen también el magnate mexicano Carlos Slim (6º), segundo hombre más rico del mundo, y su compatriota el bandido chaparro Joaquín Guzmán (41º), el segundo hombre más buscado del mundo por ser probablemente el principal narcotraficante de la tierra al frente del Cártel de Sinaloa y cuya cabeza le han puesto el precio de siete millones de dólares.
Un multimillonario, un pobre tornero que llegó a presidente y es mundialmente aclamado, un malhechor redomado y un caudillo nacionalpopulista. ¡Que extraña representación de poder latinoamericano! O quizás no tanto. Si «Forbes» hubiera hecho una lista similar pongamos que hace 20 años posiblemente la representación latinoamericana hubiera sido tan disparatada. Joaquín Guzmán habría sido el colombiano Pablo Escobar; Lula da Silva, su paisano Fernando Collor de Melo o quizás el argentino Carlos Menem; Slim, él mismo o el venezolano Gustavo Cisneros, y Chávez, Fidel Castro su «alter ego» y mentor.
Pese a ser el último de la fila, un gobernante como Hugo Chávez debiera estar contento por aparecer en esa lista. No en vano forma parte de un elitista y exclusivo club que representa al 0,000001 por ciento de la población del planeta. Allí no están su archirrival colombiano Álvaro Uribe, la encopetada reina de Inglaterra, su primo español que le mandó callar o el primer ministro de éste, José Luis Rodríguez Zapatero, pero si gente de mala fama como el déspota norcoreano considerado genio del mal, Kim Jong Il (24º); el cabecilla de Al Qaeda, Osama bin Laden (37º), o el indio Dawood Ibrahim Kaskar (50º), otro de los criminales más buscados en el mundo, junto a personas que son veneradas como el papa Benedicto XVI (11º) o el Dalai Lama Tenzin Gyatso (39º).
Chávez parece de capa caída, con la popularidad en declive. Toca armas contra Colombia un día y al siguiente se desdice de sus afanes belicistas con la misma incontinencia verbal, aunque luego sus portavoces amenazan con sanciones con dureza a los medios por «tergiversar» y «manipular» las palabras de un líder que «ama la paz» y solo habla con «frases disuasivas» para que «el enemigo sepa que estamos preparado para la guerra». «Forbes» trata Chávez como un gobernante virtualmente vitalicio que blande la enorme riqueza petrolera de su país como arma contra la pobreza, aunque sus enemigos lo acusan de haber dilapidado en estos diez años una fortuna extraordinaria, propia de un cuento oriental, mientras en Venezuela campean el crimen y la desidia del Estado; la oposición, puesta a los pies de los caballos, recibe un trato sin miramientos, los derechos suelen ser atropellados y todos los poderes se subordinan al líder; la democracia está hecha añicos y las empresas públicas estatalizadas han quedado maltrechas; todo ha quedado imbuido de ideología; por los albañales sale corrupción a raudales: es la llamada «robolución»; escasean los alimentos, hay controles de precios y de divisas y la inflación está alta; el sistema eléctrico hace aguas con frecuentes apagones y el agua escasea en Caracas por una negligente gestión de las infraestructuras. Tras una década de gobierno de Chávez, los errores que hicieron sucumbir la Cuarta República se reproducen a gran escala, aunque los problemas se tratan de opacar con maneras autoritarias.
Nadie sabe si su desproporcionada prédica antiestadounidense y contra el gobierno colombiano de Uribe le seguirá dando beneficios capaces de compensar la pérdida de votos o con ello logrará su propósito influir en la política interna de sus vecinos. Los rivales del caudillo bolivariano aseguran que cuando clama contra Colombia azuza el sentimiento patrio nacionalista de sus conciudadanos y desvía la atención de los graves problemas internos.
Pero Chávez debe andar con cuidado y no dar un salto al vacío en eso de la guerra como hizo el general Leopoldo Fortunato Galtieri cuando en 1982 desencadenó la de Malvinas en medio de un gran descontento popular, pues puede correr la misma mala fortuna ya que Colombia es mucho Colombia como Gran Bretaña también lo era para aquel dictador argentino. Álvaro Uribe no es Margaret Thatcher, pero tiene agallas. Además, los ejércitos colombianos, curtidos por medio siglo de guerras intestinas, cruzarían Venezuela desde el Táchira hasta el Esequibo en un santiamén frente a unas fuerzas armadas venezolanas indolentes que solo han visto la guerra por televisión. ¿Quién puede temer, pues, a Hugo Chávez? Quizás únicamente los propios venezolanos.
Mucha gente ha criticado por Internet que «Forbes» pueda estar haciendo apología del crimen incluyendo a tan afamados delincuentes o terroristas entre las personas más poderosas de este mundo, en algunos casos considerados con más fuerza que jefes de Estado como el francés, Nicolas Sarkozy (56º) o empresarios estadounidenses, japoneses, indios o chinos. Pero, ¿qué decir si en la misma lista aparece un sátrapa como el líder norcoreano cuya grandeza se debe a su padre, a quien heredó, o al miedo que impone al mundo con sus programas nuclear y de misiles, o un caudillo suramericano que ha puesto patas arriba el sistema de libertades tan arduamente ganado en América Latina tras años de feroces dictaduras castrenses, que glorifica el castrismo como forma de vida, y él propio un militar con un tórrido pasado golpista y descaradamente desapegado de los valores democráticos?
Francisco R. Figueroa
franciscorfigueroa@hotmail.com
Honduras: EEUU abandona a Zelaya a su suerte
La tormenta tropical que mantiene en alerta a Honduras tiene un nombre simbólico: «Ida». De ida, sin retorno, parece cada día más el camino por el que transita el destituido presidente Manuel «Mel» Zelaya, quien se percibe más al garete, dejado a su suerte por Estados Unidos, que ha expresado claramente su disposición a reconocer las elecciones generales hondureñas del domingo 29 de noviembre con independencia de si en la presidencia del país en ese momento está el hombre del sobrero perpetuo y el mostacho o su empecinado y zorro rival, Roberto Micheletti.
El acuerdo trampa del viernes 30 de octubre ha despegado cojo, manco y tuerto. El primero de los doces puntos acordados por los equipos negociadores de ambos bandos estipulaba la creación de un llamado pomposamente Gobierno de Unidad y Reconciliación Nacional, que quedó constituido el jueves por la noche sumando a todas las fuerzas hondureñas menos los zelayistas y encabezado ni más ni menos que por el propio Micheletti, el presidente interino desde hace cuatro meses.
La cuestión esencial para Zelaya es el retorno al estado de cosas anterior a los hechos del 28 de junio, cuando fue sacado del cargo. Pide que antes que nada, según el espíritu del acuerdo alcanzado con tanta dificultad, el Congreso Nacional hondureño se limite a anular el decreto de su destitución y nombramiento de Micheletti. Es decir, que le restituyan la presidencia. Pero ese acuerdo, que fue firmado por tres representantes de Zelaya, no estipula en ninguno de sus puntos su reposición como presidente de Honduras. Absolutamente no, argumentan sus rivales con Micheletti al frente. Zelaya proclama que el acuerdo, por tanto, ha fracasado.
Tampoco le garantiza ese acuerdo a Zelaya que si sale de la embajada de Brasil no vaya a ser detenido, ya que contra él penden 18 órdenes de captura por otros tantos delitos contra la Constitución y las leyes. Por una orden de captura, emitida por la Corte Suprema, a petición de la Fiscalía General de la República, el Ejército fue a detenerle el 28 de junio, pero al general Romeo Vásquez, máxima autoridad militare hondureña, se le fue la mano poniéndolo de patitas en la calle, en pijama, armas en ristre. Los representantes de Zelaya no negociaron la restitución, pero tampoco que fuera amnistiado, claro que esto último hubiera sido un reconocimiento de que había cometido las ilegalidades que le atribuye la Fiscalía.
Pocos dan un centavo por Zelaya, cada vez más solo y ensimismado. Luego que la Corte Suprema se pronuncie sobre los hechos e interprete el acuerdo, el Congreso Nacional hondureño debe resolver, según el punto cinco del acuerdo. Hasta ahora a Zelaya solo le respaldan 20 de los 128 congresistas. Pero ni la Corte ni el parlamento ni nadie parecen tener prisa. Tampoco hay plazos. No obstante, es posible que la Corte Suprema se pronuncie durante la semana próxima. Luego hay que convocar al Congreso, que está en receso por las elecciones generales y muchos parlamentarios enredados en campañas proselitistas.
El mundo espera que el Congreso y la Corte Suprema de Honduras abrevien y se pronuncien para cumplir el acuerdo. Nuevas tácticas dilatorias conducen a más problemas. Las elecciones generales están amenazadas por la comunidad internacional de no reconocimiento, aunque ya sin el vigor de antes. Los comicios son cosa de los partidos, los candidatos y el pueblo, mientras que el Gobierno apenas los administra. Eso es lo que viene a decir el candidato presidencial favorito, el conservador Porfirio «Pepe» Lobo, que dispone de más del 40% de la intención de votos, contra el 15% de su más directo rival. Una vez el asunto llegue al Congreso Lobo, con sus 55 congresistas del Partido Nacional, tiene en sus manos el futuro de Zelaya.
El depuesto presidente insiste en que desconocerá el resultado de esos comicios, de cuya legitimidad nadie más que él parece tener dudas en Honduras. En América Latina, algunas cancillerías –incluida la venezolana y la argentina- han vuelto a subordinar el reconocimiento de las elecciones hondureñas a la restitución de Zelaya, pero no la Organización de Estados Americanos (OEA), por boca de su secretario general, el chileno, Miguel Insulza, un funcionario a quien está crisis ha quemado. Pero Insulza –quien ha llegado a ser calificado de «recadero de Hugo Chávez» por su actuación durante la crisis hondureña- no ha insistido en esa tecla, aunque hizo una declaración rimbombante instando a las partes a dejarse de subterfugios.
Estados Unidos, verdadero artífice del acuerdo del viernes, insiste en que la Administración de Barack Obama reconocerá el resultado de las elecciones haya sido restituido o no Zelaya pues hay un acuerdo firmado. La secretaria de Estado, Hillary Clinton, ha dado la palabra final al asegurar que su Gobierno reconocerá el resultado de las elecciones hondureñas independientemente de si Zelaya es restituido y que dicho compromiso es producto del acuerdo alcanzado, dijo un portavoz oficial.
Francisco R. Figueroa
franciscorfigueroa@hotmail.com
El acuerdo trampa del viernes 30 de octubre ha despegado cojo, manco y tuerto. El primero de los doces puntos acordados por los equipos negociadores de ambos bandos estipulaba la creación de un llamado pomposamente Gobierno de Unidad y Reconciliación Nacional, que quedó constituido el jueves por la noche sumando a todas las fuerzas hondureñas menos los zelayistas y encabezado ni más ni menos que por el propio Micheletti, el presidente interino desde hace cuatro meses.
La cuestión esencial para Zelaya es el retorno al estado de cosas anterior a los hechos del 28 de junio, cuando fue sacado del cargo. Pide que antes que nada, según el espíritu del acuerdo alcanzado con tanta dificultad, el Congreso Nacional hondureño se limite a anular el decreto de su destitución y nombramiento de Micheletti. Es decir, que le restituyan la presidencia. Pero ese acuerdo, que fue firmado por tres representantes de Zelaya, no estipula en ninguno de sus puntos su reposición como presidente de Honduras. Absolutamente no, argumentan sus rivales con Micheletti al frente. Zelaya proclama que el acuerdo, por tanto, ha fracasado.
Tampoco le garantiza ese acuerdo a Zelaya que si sale de la embajada de Brasil no vaya a ser detenido, ya que contra él penden 18 órdenes de captura por otros tantos delitos contra la Constitución y las leyes. Por una orden de captura, emitida por la Corte Suprema, a petición de la Fiscalía General de la República, el Ejército fue a detenerle el 28 de junio, pero al general Romeo Vásquez, máxima autoridad militare hondureña, se le fue la mano poniéndolo de patitas en la calle, en pijama, armas en ristre. Los representantes de Zelaya no negociaron la restitución, pero tampoco que fuera amnistiado, claro que esto último hubiera sido un reconocimiento de que había cometido las ilegalidades que le atribuye la Fiscalía.
Pocos dan un centavo por Zelaya, cada vez más solo y ensimismado. Luego que la Corte Suprema se pronuncie sobre los hechos e interprete el acuerdo, el Congreso Nacional hondureño debe resolver, según el punto cinco del acuerdo. Hasta ahora a Zelaya solo le respaldan 20 de los 128 congresistas. Pero ni la Corte ni el parlamento ni nadie parecen tener prisa. Tampoco hay plazos. No obstante, es posible que la Corte Suprema se pronuncie durante la semana próxima. Luego hay que convocar al Congreso, que está en receso por las elecciones generales y muchos parlamentarios enredados en campañas proselitistas.
El mundo espera que el Congreso y la Corte Suprema de Honduras abrevien y se pronuncien para cumplir el acuerdo. Nuevas tácticas dilatorias conducen a más problemas. Las elecciones generales están amenazadas por la comunidad internacional de no reconocimiento, aunque ya sin el vigor de antes. Los comicios son cosa de los partidos, los candidatos y el pueblo, mientras que el Gobierno apenas los administra. Eso es lo que viene a decir el candidato presidencial favorito, el conservador Porfirio «Pepe» Lobo, que dispone de más del 40% de la intención de votos, contra el 15% de su más directo rival. Una vez el asunto llegue al Congreso Lobo, con sus 55 congresistas del Partido Nacional, tiene en sus manos el futuro de Zelaya.
El depuesto presidente insiste en que desconocerá el resultado de esos comicios, de cuya legitimidad nadie más que él parece tener dudas en Honduras. En América Latina, algunas cancillerías –incluida la venezolana y la argentina- han vuelto a subordinar el reconocimiento de las elecciones hondureñas a la restitución de Zelaya, pero no la Organización de Estados Americanos (OEA), por boca de su secretario general, el chileno, Miguel Insulza, un funcionario a quien está crisis ha quemado. Pero Insulza –quien ha llegado a ser calificado de «recadero de Hugo Chávez» por su actuación durante la crisis hondureña- no ha insistido en esa tecla, aunque hizo una declaración rimbombante instando a las partes a dejarse de subterfugios.
Estados Unidos, verdadero artífice del acuerdo del viernes, insiste en que la Administración de Barack Obama reconocerá el resultado de las elecciones haya sido restituido o no Zelaya pues hay un acuerdo firmado. La secretaria de Estado, Hillary Clinton, ha dado la palabra final al asegurar que su Gobierno reconocerá el resultado de las elecciones hondureñas independientemente de si Zelaya es restituido y que dicho compromiso es producto del acuerdo alcanzado, dijo un portavoz oficial.
Francisco R. Figueroa
franciscorfigueroa@hotmail.com
Honduras: el mundo se quita ese muerto
Con una celeridad asombrosa el mundo celebró aliviado el acuerdo que iba a poner fin a la endemoniada crisis hondureña, a los cuatro meses de la destitución y destierro del presidente Manuel Zelaya por violar la Constitución nacional para perpetuarse en el poder. La comunidad internacional estaba ansiosa de quitarse ese muerto de encima, de salir del monumental embrollo el que casi todo el mundo se metió a locas como si no hubiera más verdad que la predicada por el caudillo venezolano Hugo Chávez y Zelaya fuera un demócrata cabal víctima de unos militares felones. Pero Honduras sigue hoy día en la encrucijada, sin que esté resuelto el quid de la cuestión: que el hombre del eterno sombrero vuelva al poder, aunque sea como jefe de Estado descafeinado. «Si no me restituyen en la presidencia, el acuerdo habrá fracasado», grita desde su refugio en la embajada de Brasil en Tegucigalpa mientras sus partidarios siembran la confusión arguyendo que el acuerdo obliga a su restitución.
Zelaya puede haber sido víctima de un segundo golpe, éste de guante blanco, debilitado como en su incómoda madriguera diplomática, consciente de que el tiempo se termina para él, que solo le queda su pretendida legitimidad democrática, con el 75% de la opinión pública hondureña en su contra y sin una organización política potente detrás, y cada vez con menor atención mediática internacional. Parece que el destituido mandatario hondureño tiene en Estados Unidos un hijo, llamado Héctor, vulnerable a la justicia, circunstancia que aparentemente se le ha hecho ver en las negociaciones conducentes al acuerdo que ha llevado a cabo el enviado de Washington, el subsecretario de Estado para Asuntos Hemisféricos, Thomas Shannon. Aunque son más las especulaciones que las certezas.
En esas condiciones Zelaya concordó con una salida a todas luces desfavorable para él pues dejaba su retorno a la presidencia en manos del parlamento unicameral hondureño, sin fecha ni garantías porque en esa institución hasta la gran mayoría de su Partido Liberal le ha repudiado. Parece que apenas tiene el apoyo de 20 de los 128 congresistas hondureños. Por el momento, está desvirtuada la versión de que el opositor Partido Nacional votaría a favor de su rival Zelaya a cambio de que la comunidad internacional levantara el veto que había puesto a las elecciones del próximo día 29, en las que es posible la victoria de su candidato presidencial, Porfirio «Pepe» Lobo, el favorito en esos comicios. Lobo niega haber hecho un trato con Estados Unidos en ese sentido, pero parece claro que el destino de Zelaya está ahora en sus manos y el suyo propio también, pues si la situación se desboca nuevamente peligraría el reconocimiento internacional a las elecciones y, por tanto, a su muy posible llegada al poder.
De momento, la salida a la crisis hondureña hallada por las partes en conflicto sin la restitución automática e incondicional pretendida por Zelaya y, entre otros, Venezuela, Argentina, Brasil y España, cuyos gobernantes se mostraron tajantes en ese sentido, así como por la OEA, la ONU y la Unión Europea representa un fisco para todos ellos y es, por el contrario, es un triunfo para Estados Unidos y su presidente, Barack Obama, cuando se daba por muy menguada la influencia de Washington en América Latina. Pocos dudan de que la clave ha estado en que Estados Unidos se involucró directamente con la gestión y dio el empujó final a ese acuerdo que hoy baila en una cuerda floja poniendo en un serio brete al presidente interino Roberto Micheletti con duras amenazas que podían convertir a Honduras en una nación paria.
La comunidad internacional se apresuró a bendecir dicho acuerdo, a restablecer relaciones y levantar sanciones, después de haber puesto en serio riesgo las elecciones generales hondureñas del día 29 de noviembre en su afán por imponer la restitución en la presidencia de un político que se había ilegitimado al colocarse por sobre la Constitucional nacional en el afán de perpetuarse en el poder, en sintonía con Chávez. Por ello es objeto de 18 cargos.
Según el acuerdo alcanzado, la decisión sobre si Zelaya vuelve o no a la presidencia ha quedado en manos del Congreso Nacional, previo parecer de la Corte Suprema. Estados Unidos ha reconocido la dificultad de que Zelaya sea repuesto. Algunos analistas consideran improbable que la Corte Suprema y el Congreso Nacional se desdigan. Es conveniente recordar que tras la destitución de Zelaya y su expulsión de Honduras, Micheletti fue escogido como nuevo presidente de la República siguiendo las previsiones constitucionales. El Congreso Nacional estuvo conforme con su destitución, igual que la Corte Suprema, que, previamente a los hechos y a pedido del Ministerio Público, había aprobado por unanimidad esas 18 acusaciones contra Zelaya, entre otras cosas por «traición a la patria, abuso de autoridad y usurpación de funciones» por haber tratado de violentar la Constitución en sus afanes continuistas.
En el parlamento hondureño, tan solo un puñado de representantes es favorable a Zelaya. Parece, pues, poco probable que el hombre del sombrero parapetado tras los muros de la embajada de Brasil en Tegucigalpa logre traspasar tantos blindajes, salvo que se produzca una veloz compra de voluntades o haya –aunque todos los nieguen- gato encerrado en el acuerdo para que, tal vez después de las elecciones, vuelva a la presidencia y sea él quien a finales de enero próximo traspase el poder al presidente electo. Lo importante es que tanto la comunidad internacional como las partes en conflicto van a reconocer el resultado de las elecciones, que se celebraran con la presencia de observadores internacionales.
El acuerdo, de doce puntos, establece también la integración de un gobierno compartido de unidad para el 5 de noviembre, que ya está en marcha, el reconocimiento por las partes del resultado de las elecciones y la renuncia de Zelaya a, si volviera eventual y efímeramente al poder, a convocar una asamblea nacional constituyente o promover nuevamente la reelección presidencial, asuntos que desencadenaron el golpe y la crisis. Mediante al acuerdo las Fuerzas Armadas y la Policía han sido puestas bajo el mando del Tribunal Supremo Electoral, de cara a las elecciones generales. Todos los celebra, menos Zelaya.
Francisco R. Figueroa
franciscorfigueroa@hotmail.com
Zelaya puede haber sido víctima de un segundo golpe, éste de guante blanco, debilitado como en su incómoda madriguera diplomática, consciente de que el tiempo se termina para él, que solo le queda su pretendida legitimidad democrática, con el 75% de la opinión pública hondureña en su contra y sin una organización política potente detrás, y cada vez con menor atención mediática internacional. Parece que el destituido mandatario hondureño tiene en Estados Unidos un hijo, llamado Héctor, vulnerable a la justicia, circunstancia que aparentemente se le ha hecho ver en las negociaciones conducentes al acuerdo que ha llevado a cabo el enviado de Washington, el subsecretario de Estado para Asuntos Hemisféricos, Thomas Shannon. Aunque son más las especulaciones que las certezas.
En esas condiciones Zelaya concordó con una salida a todas luces desfavorable para él pues dejaba su retorno a la presidencia en manos del parlamento unicameral hondureño, sin fecha ni garantías porque en esa institución hasta la gran mayoría de su Partido Liberal le ha repudiado. Parece que apenas tiene el apoyo de 20 de los 128 congresistas hondureños. Por el momento, está desvirtuada la versión de que el opositor Partido Nacional votaría a favor de su rival Zelaya a cambio de que la comunidad internacional levantara el veto que había puesto a las elecciones del próximo día 29, en las que es posible la victoria de su candidato presidencial, Porfirio «Pepe» Lobo, el favorito en esos comicios. Lobo niega haber hecho un trato con Estados Unidos en ese sentido, pero parece claro que el destino de Zelaya está ahora en sus manos y el suyo propio también, pues si la situación se desboca nuevamente peligraría el reconocimiento internacional a las elecciones y, por tanto, a su muy posible llegada al poder.
De momento, la salida a la crisis hondureña hallada por las partes en conflicto sin la restitución automática e incondicional pretendida por Zelaya y, entre otros, Venezuela, Argentina, Brasil y España, cuyos gobernantes se mostraron tajantes en ese sentido, así como por la OEA, la ONU y la Unión Europea representa un fisco para todos ellos y es, por el contrario, es un triunfo para Estados Unidos y su presidente, Barack Obama, cuando se daba por muy menguada la influencia de Washington en América Latina. Pocos dudan de que la clave ha estado en que Estados Unidos se involucró directamente con la gestión y dio el empujó final a ese acuerdo que hoy baila en una cuerda floja poniendo en un serio brete al presidente interino Roberto Micheletti con duras amenazas que podían convertir a Honduras en una nación paria.
La comunidad internacional se apresuró a bendecir dicho acuerdo, a restablecer relaciones y levantar sanciones, después de haber puesto en serio riesgo las elecciones generales hondureñas del día 29 de noviembre en su afán por imponer la restitución en la presidencia de un político que se había ilegitimado al colocarse por sobre la Constitucional nacional en el afán de perpetuarse en el poder, en sintonía con Chávez. Por ello es objeto de 18 cargos.
Según el acuerdo alcanzado, la decisión sobre si Zelaya vuelve o no a la presidencia ha quedado en manos del Congreso Nacional, previo parecer de la Corte Suprema. Estados Unidos ha reconocido la dificultad de que Zelaya sea repuesto. Algunos analistas consideran improbable que la Corte Suprema y el Congreso Nacional se desdigan. Es conveniente recordar que tras la destitución de Zelaya y su expulsión de Honduras, Micheletti fue escogido como nuevo presidente de la República siguiendo las previsiones constitucionales. El Congreso Nacional estuvo conforme con su destitución, igual que la Corte Suprema, que, previamente a los hechos y a pedido del Ministerio Público, había aprobado por unanimidad esas 18 acusaciones contra Zelaya, entre otras cosas por «traición a la patria, abuso de autoridad y usurpación de funciones» por haber tratado de violentar la Constitución en sus afanes continuistas.
En el parlamento hondureño, tan solo un puñado de representantes es favorable a Zelaya. Parece, pues, poco probable que el hombre del sombrero parapetado tras los muros de la embajada de Brasil en Tegucigalpa logre traspasar tantos blindajes, salvo que se produzca una veloz compra de voluntades o haya –aunque todos los nieguen- gato encerrado en el acuerdo para que, tal vez después de las elecciones, vuelva a la presidencia y sea él quien a finales de enero próximo traspase el poder al presidente electo. Lo importante es que tanto la comunidad internacional como las partes en conflicto van a reconocer el resultado de las elecciones, que se celebraran con la presencia de observadores internacionales.
El acuerdo, de doce puntos, establece también la integración de un gobierno compartido de unidad para el 5 de noviembre, que ya está en marcha, el reconocimiento por las partes del resultado de las elecciones y la renuncia de Zelaya a, si volviera eventual y efímeramente al poder, a convocar una asamblea nacional constituyente o promover nuevamente la reelección presidencial, asuntos que desencadenaron el golpe y la crisis. Mediante al acuerdo las Fuerzas Armadas y la Policía han sido puestas bajo el mando del Tribunal Supremo Electoral, de cara a las elecciones generales. Todos los celebra, menos Zelaya.
Francisco R. Figueroa
franciscorfigueroa@hotmail.com
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