Venezuela: Maduro cierra el juego


Francisco R. Figueroa

✍️28/1/2024

La mujer que ilustra mi publicación es de una de las estirpes empresariales que levantaron la Venezuela moderna, dueña de las más importantes industrias del hierro y el acero, que fueron confiscadas y arruinadas por el chavismo, como comprobadamente todas las entidades en las que el régimen metió sus manos.

María Corina Machado (56) heredó el empuje de su progenitor, un hombre cuya sencillez chocaba con el orgullo inmoderado que caracteriza a los timoneles de las grandes empresas. Ella es una mujer batalladora con temple de acero, ingeniera de formación, líder del partido liberal Vente Venezuela, con un programa de acción que se puede resumir con un hacer todo lo contrario a lo que ha hecho el chavo-madurismo, un régimen al que ha combatido prácticamente desde el inicio con este siglo. 

Con tesón, temple y coraje de dama de hierro, y sin miedo al chavismo matonesco, que le impide la salida del país y sólo le falta imputarle la muerte de Simón Bolívar (Hugo Chávez la trataba con un desprecio infinito y le llamaba peyorativamente «burguesita de fina estampa»), Machado emergió, una vez agotadas las vías Capriles, Guaidó y otras, como la gran esperanza de la oposición democrática de liquidar mediante el voto popular a un régimen arbitrario y corrupto que ya dura veinticinco años y que ha reducido a escombros el país.

Todas las últimas iniciativas del régimen, cuya cara más visible es Nicolás Maduro, han tenido como objetivo neutralizar a esa mujer empecinada en restablecer pacíficamente la democracia en Venezuela, que representa todo lo que más detesta la dictadura y que arrastra, según todos los sondeos confiables, a la mayoría de una nación hastiada, exhausta y empobrecida, con la tercera parte de su población nacional dispersa por el mundo en huida del sistema comunistoide que impuso, a partir de 1999, el fallecido Chávez y legó en 2013 a Maduro.

La última decisión del régimen chavo-madurista ha sido mantener su inhabilitación por quince años, hasta 2036, una medida arbitraria contra ella, adoptada sin juicio, condena ni derecho a defensa, a causa de una supuesta falta fiscal de poca monta, adoptada por uno de tantos organismos solícitos del entramado estatal que simulan la separación de poderes pero que actúan como apéndices del gobierno.

El acuerdo alcanzado, en octubre pasado, en Barbados entre los representantes del régimen y la opositora Plataforma Unitaria, acompañados por Noruega, Estados Unidos, Rusia, Paises Bajos, México y Colombia, crearon la sensación de que este año podrían celebrarse en Venezuela unas elecciones libres y justas, con Machado de candidata del consenso democrático, previa restitución de todos sus derechos políticos.

La tozuda realidad venezolana ha demostrado que fue un espejismo provocado por la ambigüedad de ese acuerdo. La Corte Suprema, con magistrados paniaguados, ha rechazado el recurso contra la inhabilitación, que presentó Machado en diciembre al calor del acuerdo de Barbados. De modo que continua neutralizada una candidata que obtuvo una preferencia del 92% en unas primarias abiertas, con casi 2,5 millones de participantes, en claro desafío a la dictadura, desde las que se catapultó como formidable alternativa democrática.

En Barbados, Estados Unidos exigió «un candidato opositor de unidad», sin mencionar a Machado, como condición indispensable para restaurar la democracia en Venezuela, a cambio de flexibilizar sus duras políticas restrictivas al régimen corrupto y represor de Maduro y su combo. La contrapartida de la dictadura en la mesa de negociaciones fue «iniciar un proceso de revisión» de las inhabilitaciones, pero no acabar con ellas. Centenares de adversarios están neutralizados por el mismo procedimiento arbitrario que Machado, incluido Henrique Capriles, cuya inhabilitación por quince años acaba de hacer firme la obsequiosa Corte Suprema.

Además del mantenimiento de las restricciones a Machado y de haber dinamitado los puentes con EEUU, el régimen ha mostrado sus intenciones de no ceder recrudeciendo las acciones contra la oposición y transmitiendo el miedo sobre todo en el seno de las fuerzas armadas y policiales, que son su sustento principal. El Acuerdo de Barbados, que supuestamente iba a facilitar una apertura democrática, está virtualmente muerto, dicen los voceros del régimen que por culpa de la oposición. Se anunció que este año habrá urnas, en fecha no revelada, pero, sin duda, con el habitual estilo fullero y a medida de Maduro. Se ha llevado a cabo una nueva ola represiva y varias oficinas partidistas, de gremios y hasta viviendas privadas fueron vandalizadas para hacer sentir la llamada «furia bolivariana». Se anunció también el descubrimiento de nada menos que cinco complots contra el régimen, incluidos propósitos asesinos a, entre otros dirigentes, el presidente Maduro. Fueron implicados más de sesenta militares y civiles. A los militares, una treintena de oficiales, incluido un general, se les sometió sin juicio previo a una ignominiosa ceremonia de degradación pública y expulsión —incluso los exhibieron encadenados y desnudos—, un acto por lo menos chocante en un régimen enraizado en la felonía de dos sangrientos alzamientos militares por los que nadie acabó punido y que tiene como guía a un ex teniente coronel como Chávez cuyo propósito era acabar con la vida de un presidente democrático.

«¿Elecciones libres y justas para quien? Para la casta maldita de los apellidos (por Machado). No hay manera de que esa señora sea candidata. Con o sin oposición, con o sin sanciones, con o sin observadores, habrá elecciones», bramó el jefe de la Asamblea, Jorge Rodríguez, que forma parte del núcleo duro del régimen y encabezó la delegación a Barbados.

«Aunque les arda, aunque les duela, yo seguiré gobernando este país», sentenció por su parte Maduro, dando por descontada su victoria en unas presidenciales que Machado anticipa que serán fraudulentas, como la anteriores, sobre todo la última y escandalosa reelección de quien aparece a la cabeza de la dictadura.

Estados Unidos evalúa reimponer las sanciones al régimen y considera el mantenimiento de la inhabilitación a Machado incompatible con la hoja de ruta electoral asumida en Barbados por los representantes de Maduro. Lo cierto es que el gobierno venezolano ha tomado el pelo a la administración de Joe Biden y al resto de los países facilitadores. Nadie debería sorprenderse porque el régimen venezolano ya ha convertido en papel mojado todos los tratos con las fuerzas opositoras realizadas hasta el momento. Y han sido más de una docena, como los que se prestó a mediar el ex presidente del Gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero.

El propósito que llevó a Barbados el régimen autocrático de Caracas no era facilitar una transición democrática sino tantear el terreno y ver qué ventajas obtenía para aliviar las sanciones petroleras norteamericanas y obtener el canje de Alex Saab, una ficha vital en los negocios más turbios de la dictadura y preso en EEUU.

Estaba claro que el régimen no iba a ceder unas elecciones libres porque significan una derrota segura y, por tanto, el fin del chavismo, a riesgo de cárcel, tribunales y pérdida de fortunas mal habidas para los dirigentes y su adláteres. Sin garantias externas e internas de indemnidad y conservación de sus fortunas Maduro y los cuadrilleros que le rodean jamás mientras les quede algo de fuerza cederán el poder. No se hagan ilusiones. ✅

franciscorfigueroa@gmail.com

Nadie puede con Bukele


Francisco R. Figueroa

✍️19/1/2024

Nayib Bukele (42), el ciberdictador salvadoreño y azote del hampa, es absolutamente imbatible jugando en la cancha que él ha concebido.

Un simulacro de votación de la jesuítica Universidad Centroamericana para detectar la intención del electorado de El Salvador de cara a las presidenciales de febrero ha puesto de manifiesto que Bukele triturará a todos sus rivales.

Prácticamente el 82 % de los participantes en el muestreo votó al mandatario, actualmente separado del cargo por la campaña electoral, frente a cinco rivales y con el segundo aspirante a una distancia sideral: un magrísimo 4 %.

Otro estudio anterior, hecho por la Universidad Francisco Gavidia (privada), otorgó a Bukele una intención de voto del 71 %, mientras que su rival más directo no llega a un 3 %.

Sus dos principales adversarios para los comicios del 4 de febrero próximo no son unos advenedizos porque representan al bipartidismo dominador de la vida pública salvadoreña durante los veinte años transcurridos desde el final  de la larga guerra civil hasta el mismo día de 2019 en que Bukele se calzó la banda presidencial.

Bukele se ha hecho en este su quinquenio presidencial con el control absoluto de los poderes del Estado, cuerpos policiales y militares, recursos públicos financieros y materiales, y medios de comunicación. Su ventajismo para las elecciones llega al extremo de haber dejado a sus rivales sin medios económicos para costear la campaña y los mantiene sometidos al Pegasus, el sistema israelí de ciberespionaje mediante los teléfonos móviles.

Las elecciones resultan así un puro trámite en los planes continuistas de Bukele, con la complacencia de una nación que ha puesto por delante la seguridad ciudadana a los derechos y libertades civiles, sin importar que en la guerra al hampa estén pagando justos por pecadores.

No importa que Bukele viole sistemáticamente los derechos humanos en esa guerra sin cuartel a las pandillas criminales que convirtieron a El Salvador en el primer matadero de América y tampoco si se ha, eventualmente, negociado en la sombra con las maras para reducir el crimen a cambio de dádivas y favores. Lo que cuenta es el resultado: ha disminuido drásticamente la criminalidad.

Tampoco interesa a los electores —sino todo lo contrario— que Bukele gobierne, desde hace ya casi dos años, bajo un régimen de excepción, que haya machacado a la oposición, que El Salvador sea visto como una cuasi dictadura y a él como un autócrata decidido a eternizarse en el poder.

Con artimañas, la entusiasta colaboración de los magistrados que impuso en la Sala de lo Constitucional y el Tribunal Supremo, así como con el beneplácito del 70 % del pueblo, Bukele puede perpetuarse porque la reelección, que estaba prohibida sin un interregno de diez años, le ha sido graciosamente permitida.

Además, otras leyes fueron adaptadas a su conveniencia, como la de elecciones, con lo que sus paniaguados del partido Nuevas Ideas están en situación de alcanzar en las legislativas de febrero, simultáneas a las presidenciales, el dominio total del Congreso con el 95 % de los escaños, reduciendo a la principal fuerza opositora, la derechista Arena, a una piltrafilla parlamentaria con dos diputados o el 3 % del hemiciclo, que tiene sesenta curules.

Muy pocos salvadoreños repudian que Bukele se haya acomodado a su gusto los altos tribunales y la fiscalía general o que invadiera con soldados la sede del legislativo, donde ocupó el sitial del jefe de la cámara y llamó desde allí «a la insurrección popular». Pretendía forzar a la mayoría opositora a aprobar fondos adicionales para sus planes de gobierno, una violación antidemocrática, con visos golpistas, que para él solo fue «un acto de presencia», o «un procedimiento ordinario», según el ministro de Defensa.

En fin, qué importa si Bukele ha impuesto su voluntad sobre leyes e instituciones, ni sus crecientes amenazas contras los medios de comunicación, a los que subordina, manipula o margina, ni sus prácticas nepotistas, hasta el punto de haber sido acusado de practicar el tribalismo. Sin olvidar el fiasco de la adopción del bitcoin como moneda de curso legal o que la economía nacional no despegue. 

Lo importante, por encima de cualquier otra cosa, es el resultado de la política contra el hampa, bajo la premisa de que el mejor pandillero es el que está muerto, en una sepultura sin aquellas antiguas lápidas que glorificaban sus hazañas o, mucho mejor, en una tumba sin nombre o desaparecido para siempre. 

La alternativa a la bala son los apresamientos masivos en centros descomunales de máxima seguridad, esos modernos campos de concentración que impresionan al mundo, y los juicios colectivos, en un accionar que el aclamado Bukele resume con el eslogan «cárcel o muerte».

Cárcel o muerte a bandidos que, con los símbolos de las maras tatuados en sus pieles, la nueva ley equipara ya a terroristas, y así son tratados, hacinados en penales convertidos en pudrideros en vida, bastantes de ellos ingresados allí sin el debido proceso. 

Los pandilleros habían crecido como setas venenosas, como forma de buscarse la vida de muchos jóvenes sin horizontes procedentes de los ambientes más pobres, abandonados de la mano de dios y de la acción del Estado. Un problema social convertido en un asunto mafioso de seguridad nacional por la dejadez de los sucesivos gobiernos y la tremenda corrupción. Pero Bukele no ha disminuido la inequidad característica de su país causante del problema y El Salvador sigue en manos de las mismas ciento cincuenta familias que desde siempre controlan el 70 % de la riqueza nacional.

El mandatario justifica su actuación arguyendo que los auténticos derechos humanos —esos por los que tanto le recriminan los organismos internacionales y las oenegés— no son los de los bandidos sino los de la gente honrada.

Y lo cierto es que la «exitosa» política contra el hampa del mandatario salvadoreño es exportable a bastantes naciones latinoamericanas que sufren el flagelo del crimen organizado y la corrupción masiva en sus sistemas carcelarios, y comienza ya a ser imitada por los llamados «Bukele lovers».

En El Salvador no hay alternativa: o estás con Bukele o te tratan como enemigo. No hay diferencia con lo que ocurría en las dictaduras tradicionales cuando los gorilas con charreteras proliferaban en el continente. Él, un millenial que se mueve en el mundo digital como pez en el agua, no es un político clásico ni su régimen tampoco es un sistema arbitrario y opresor al uso. Comenzó su singladura política en 2015 en la izquierda pero hoy es un neopopulista autoritario y personalista ubicado en el campo ideológico de la ultra derecha.

Bukele está sentando escuela en América Latina. Aunque para ganar el 4 de febrero no lo necesita, ha llevado a jugar a San Salvador a Lionel Messi y su equipo miamero de fútbol, para tratar de lavar su imagen ahora que hay un poco de atención mediática internacional sobre su país, una «operación limpieza» cuya etapa más reciente fue haber sido la capital nacional sede del concurso Miss Universo.

franciscorfigueroa@gmail.com


Guatemala: Arévalo asume de milagro


Francisco R. Figueroa 

✍️15/1/2024

Lo que el flamante mandatario guatemalteco, Bernardo Arévalo, califica de «élites político-criminales y corruptas» han llevado su toma de posesión prácticamente al filo de lo imposible en un intento de abortarla.

Arévalo (65), un socialdemócrata que ganó la presidencia en un balotaje, en agosto del año pasado, con el 61 % de los votos, debido al hartazgo de los guatemaltecos con un sistema corrupto hasta la médula, pudo finalmente prestar juramento pasada la última medianoche, con diez horas de retraso, debido a las arteras maniobras en el Congreso de las fuerzas tradicionales, que de un modo u otro forman parte del llamado «pacto de los corruptos», contra su partido, el minoritario Movimiento Semillas.

Algunas personalidades asistentes  a la toma de posesión, como el rey Felipe de España y los presidentes Gabriel Boric (Chile), Santiago Peña (Paraguay) y Rodrigo Chaves (Costa Rica) ya habían partido en ese momento, en medio de la visible inquietud y enfado de los invitados extranjeros, exasperados por lo que a todas luces se veía como un sabotaje a la investidura de Arévalo.

Boric habló del «intento burdo» en curso para impedir la toma de posesión del «legítimo» presidente de Guatemala y el presidente de Colombia, Gustavo Petro, también presente, visiblemente indignado, hizo una doble denuncia, contra la Fiscalía como «orquestadora» de un golpe de Estado» y contra el Congreso, por dificultar la toma de posesión de una presidente elegido democráticamente.

Las delegaciones extranjeras asistentes divulgaron un pronunciamiento en apoyo a la entrega del poder a Arévalo, como «exige la Constitución» y en respeto al resultado de unas elecciones «justas, limpias y transparentes», que fue leído por el secretario general de la OEA, el uruguayo Luis Almagro, ladeado por altos representantes de la Unión Europea, España, Brasil y México, entre otras naciones.

Los congresistas, mayoritariamente de las derechas, trataban evidentemente de agotar el plazo legal de la juramentación en un intento de hacer inviable la investidura de Arévalo. El mandatario saliente, Alejandro Giammatei, un exponente de la vieja escuela, evitó asistir al acto, escudándose en que su mandato estaba agotado.

«Nos enfrentamos —dijo Arévalo en su discurso inaugural, cuando finalmente pudo pronunciarlo— a nuevos fenómenos autoritarios como la cooptación corrupta de las instituciones estatales por parte de grupos criminales que explotan su apariencia democrática para traicionar los principios de libertad, equidad, justicia y fraternidad en los que se fundamentan. Esta es la lucha que estamos enfrentando en Guatemala y en otras partes».

Reconoció que su investidura como presidente ha estado rodeada de «complejas tensiones y desafíos», en referencia al cúmulo de maniobras contra él durante los seis meses convulsos que separaron su victoria electoral de la toma de posesión. De hecho, las maniobras para neutralizar a Arévalo comenzaron inmediatamente después de que emergiera por sorpresa de la primera vuelta electoral como potencial favorito contra la candidata del establishment, Sandra Torres.

Arévalo enfrentó una ofensiva judicial, con toda clase de argucias legales, que consideró un intento de golpe de Estado, detrás del que situó a la élite conservadora que rige Guatemala desde hace setenta años y que actuó a través del Ministerio Público (Fiscalía) con la intención de retirarle la inmunidad, desarbolar e ilegalizar a su partido y anular los comicios, argumentando que hubo anomalías electorales, unas maniobras que fueron condenadas por la comunidad internacional y llevaron a Estados Unidos a ampliar sus sanciones a altos funcionarios del poder judicial y diputados por corrupción y por socavar la democracia.

Guatemala, según Arévalo, está cerrando «un doloroso y brutal ciclo de crisis, incertidumbre y corrupción». Puede que no sea así, que lo peor está por llegar porque se presenta muy incierto el gobierno de este filósofo, sociólogo y diplomático nacido en Montevideo durante el exilio de su padre, Juan José Arévalo, el presidente progresista de Guatemala  de 1945 a 1951, tras el golpe de Estado de 1954  contra Jacobo Árbenz orquestado por Estados Unidos y las bananeras.

Arévalo, cuya elección como segundo candidato más votado para disputar el balotaje constituyó una sorpresa mayúscula, dispone de un escaso margen de maniobra para gobernar. Cuenta con el apoyo de los movimientos populares y los indígenas (la mitad de sus dieciocho millones de habitantes de Guatemala), que, sin embargo, están insatisfechos con la composición del gobierno en el que tienen una representación marginal. Pero el Congreso le rs muy hostil. Cuenta sólo con el 14 % del hemiciclo (23 de 160 escaños), frente a la hegemonía de los partidos tradicionales; carece de poder para desalojar de la Fiscalía o del Judicial a los miembros de las arraigadas, densas, poderosas y, para él, peligrosas tramas corruptas incrustadas en esas instituciones, e, incluso, tiene puesto techo por el parlamento saliente al gasto social, cuando la sanidad y la educación son sus prioridades en una nación de casi dieciocho millones fe habitantes de los que dos de cada tres viven en la pobreza.

Estados Unidos ya ha manifestado su temor a que se produzcan nuevas agresiones contra el «tío Bernie», como le llaman sus partidarios. De momento Arévalo luce maniatado con la banda presidencial y en la mirilla del arma infernal de las mafias corruptas políticas, económicas y judiciales, que limitarán cuanto puedan su capacidad para gobernar, aunque parecen capaces de ir contra él mucho más allá. ✅

Brasil: La fiera sigue al acecho

Francisco R. Figueroa 

✍️9/1/2024


Hace un año la democracia se salvó en Brasil al quedar neutralizada la embestida final contra ella de Jair Bolsonaro y sus huestes para provocar un alzamiento militar que depusiera al presidente Luiz Inácio Lula da Silva, quien una semana antes había inaugurado su tercer mandato.


Sin embargo, no fue una derrota concluyente y definitiva. La fiera de la extrema derecha continúa viva y activa, a la espera de asestar otro zarpazo en cuanto haya ocasión. 


Por eso, seguramente, Lula ha dicho, en el primer aniversario de aquella descabellada intentona golpista, que no habrá perdón para quienes atentaron contra la democracia. 


«El perdón sonaría como impunidad e impunidad como salvoconducto para nuevos actos terroristas en nuestro país», sentenció el mandatario izquierdista en un discurso, que pronunció en una zona simbólica del Congreso Nacional  especialmente damnificada durante el ataque.


En una entrevista periodística previa, Lula había señalado como responsable a Bolsonaro, quien para el momento de aquella asonada estaba huido virtualmente del país, a Estados Unidos, también para no pasar el bochorno de tener de traspasar el cargo a quien detecta inmensamente y cuya victoria electoral nunca ha reconocido.


«Hay un responsable directo, que planeó todo eso y que, cobardemente, se escondió y salió antes de Brasil. Fue el ex presidente de la República», dijo Lula.


Bolsonaro se quita de encima el mochuelo y contraataca hablando de que todo no pasó de «una artimaña de la izquierda», consciente sin duda de que nueve de cada diez brasileños repudia aquella acción golpista, pero también para robustecer la creencia en la conspiración izquierdista radical de la mitad de la población, un sector en el que el bolsonarismo pesca, agita y chapotea.


Bolsonaro ha sido inhabilitado políticamente por el Tribunal Supremo Electoral durante ocho años, por sus disparatados e imprudentes ataques al sistema de votación brasileño, cuya fiabilidad puso en solfa, primero en previsión de una derrota en las urnas y, tras los comicios, para justificar sus teorías insensatas de que había sido víctima de un fraude, si bien todas las demás fuerzas políticas e instituciones del país habían reconocieron tanto los resultados como la seguridad del sistema.


El exmandatario está siendo investigado por la Justicia como posible instigador y autor intelectual del alzamiento. Hasta el momento, una treintena de personas ha recibido sentencia, de hasta 17 años, entre más de dos mil detenidos.


El 8 de enero de 2023 las hordas bolsonaristas invadieron, organizadamente y ayudados por facilitadores militares y policiales, la Plaza de los Tres Poderes y tomaron al asalto las sedes de la Presidencia, el Congreso Nacional y el Poder Judicial, en una acción antidemocrática contra el resultado de las últimas elecciones, que su líder perdió, y en pos de una intervención militar golpista.


Según Lula, «las mentiras, la desinformación y los discursos de odio fueron el combustible» de la intentona, que de haber triunfado, señala él, hubiera representado «el robo de la voluntad soberana del pueblo brasilero, expresada en las urnas, la destrucción de la democracia, el caos económico y social, y el aislamiento del mundo».


Aquella lamentable acción disipó las pocas dudas que quedaban sobre el verdadero talante de Bolsonaro y su soldadesca, al tiempo que resultó un calco del asalto el Capitolio de Washington, exactos dos años antes, por las turbas trumpistas justo cuando el Congreso se disponía a certificar la victoria electoral de Joe Biden sobre el alucinado magnate Donald Trump, que perdía la Casa Blanca y estaba alzado en insurrección contra la hasta entonces sacrosanta vida estadounidense en democracia, no solo por haber puesto en tela de juicio el escrutinio sino por haber maquinado para que las autoridades competentes de varios estados de la unión invirtieran el resultado.


Bolsonaro es un personaje subyugado por Trump, fascinado por él, rendido a su ideario e imitador de sus estrambóticas políticas públicas. Aunque la realidad coloca a este excapitán excluido del Ejército, que hizo carrera en el lado oscuro de la política brasileña, como un militarista de tercera vía, chulesco, jactancioso y matón, en la línea del antiguo presidente filipino Rodrigo Duterte. 


Por lo demas, Bolsonaro fue un gobernante vano e incompetente, solo bueno para la agitación, la intriga y el provecho de su propia familia, y su presidencia resultó, a la vista de los resultados, destructiva para todos los aspectos de la vida nacional brasileña.


Desde que culminó el balotaje de las presidenciales, el 30 de octubre, y quedó clara la ajustada victoria de Lula, el incendio golpista, atizado por el propio Bolsonaro, se extendió por todo el país con bloqueos de las más  importantes vías de comunicación, acampadas multitudinarias frente a cuarteles en procura de una acción militar,  algaradas diversas, inacción de autoridades y fuerzas de seguridad  frente a los desórdenes, y una frenética actividad conspirativa y de agitación en las redes sociales y en numerosos medios bolsonaristas, dejando pequeña las llamadas campañas del odio y difamación contra Lula, su Partido de los Trabajadores, las izquierdas en general y el «comunismo» en concreto, que es el gran tacho de basura donde la propaganda bolsonarista mete a cuantos  identifica como adversarios.


El informe final de una comisión parlamentaria especial que investigó los hechos señala a Bolsonaro como máximo culpable de la acción golpista y solicita que también sean indiciados cinco de sus ministros y quienes entonces eran comandantes del Ejército y la Marina, de un total de 61 personas, la mitad de ellas militares.


Hasta el momento la Justicia ha dictado una treintena de condenas, tiene 29 juicios en desarrollo y 146 que comenzarán en abril. ✅


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Bolivia: Evo al desnudo

Francisco R. Figueroa

✍️1/1/2024


La última decisión de 2023 del Tribunal Constitucional de Bolivia dejó desnudo al caudillo Evo Morales (64), el tripresidente con vocación de ocupante perenne de la Casa Grande del Pueblo, el rascacielos sede del poder alzado a su antojo como un mastodonte fálico en el centro histórico de La Paz, entre edificios coloniales.


Ese alto tribunal ha desalmado a Evo en su deseo manifiesto de buscar un cuarto mandato presidencial en las elecciones de 2025 con el mismo subterfugio que usó en 2019, unos comicios fallidos debido a la trifulca política que acabó dando con sus huesos en el exilio.


Con juego limpio democrático Evo estaría imposibilitado de volver a ser presidente desde que en enero de 2015 finalizó su segundo mandato porque en Bolivia sólo se permite una reelección. 


Sin embargo, Evo un ventajista que aprendió el arte del drible con un balón de trapo mientras pastoreaba llamas en la inhóspita puna andina, a casi cuatro mil metros de altitud, ha demostrado sobradamente a lo largo de la vida su habilidad para regatear la adversidad.


Con leguleyadas, tretas y magistrados cómplices logró un tercer mandato, mientras que su cuarta presidencia naufragó debido a la tremenda algarada política de 2019 a cuenta de unas elecciones que él creía tener ganadas y acabaron con Bolivia enredada por otra de las innumerables conmociones que marcan su devenir como nación.


Evo llegó al poder por primera vez en 2006 por una mayoría absoluta (54 %). Una constituyente posterior elaboró una nueva Carta Magna, de corte indigenista, estatista y socializante, aprobada entre gallos y medianoche, tras duros enfrentamientos entre oficialistas y opositores con muertos y heridos por el camino, y un país dividido, para ser luego refrendada con el voto afirmativo de dos de cada tres electores.


En su promulgación, en 2009, Evo alardeó de haber «refundado» Bolivia con dicha Ley Fundamental y también proclamó que se había producido una «nueva independencia nacional». Se mostró aquel día como un iluminado, un Adán redivivo, redentor de los pueblos originarios y libertador de la patria, él un andino nacido pobre de solemnidad entre pastores de llamas, que se atascó en primero de primaria y que, tras el servicio militar, se dedicó a la coca en la región donde se produce más cocaína en Bolivia, hasta impulsarse a empresas mayores desde la dirigencia sindical cocalera para hacerse (1997) con el control del partido Movimiento al Socialismo (MAS), de un escaño como diputado y aspirar en 2002 a la presidencia. Aunque no ganó, salió de aquellas elecciones convertido en la gran alternativa de poder.


En las presidenciales de 2009 bordó su reelección con un 64 % de los votos y cuando se lanzó a por un tercer mandato sonó la alarma en 2014 pues ya había cumplido el máximo de dos. Pero su valido, Álvaro García Linera, a la sazón vicepresidenta, ideólogo y estratega, amparado por la Corte Suprema, contraatacó: «Evo desempeñó la primera presidencia bajo el viejo régimen constitucional de un país llamado República de Bolivia. Ahora tenemos otra Carta Magna y estamos en el nuevo Estado Plurinacional de Bolivia. De modo que está habilitado como candidato». La argucia funcionó y Evo ganó con el 61 %.


Cuando todos creían que ahora sí, Evo tenía fecha fija de caducidad, se puso en marcha, en 2016, una reforma constitucional con vistas a su perpetuación en el poder. Evo para siempre. Primero se hizo aprobar el proyecto reeleccionista a una asamblea parlamentaria dócil y después se sometió a referéndum popular, en el que, oh sorpresa, el 51 % se pronunció contra Evo, que atribuyó el tremendo traspié a «tanta guerra sucia y conspiraciones» contra él.


Sin embargo, la tropa evista, inmune al desaliento, buscó el aval de un Tribunal Constitucional paniaguado para la nueva treta que se sacaron de la manga: el privilegio de una persona a optar a un cargo electivo es un derecho humano avalado por la Convención Interamericana de Derechos Humanos, cuyas normas son jurídicamente superiores a la Constitución nacional boliviana. Por tanto, los derechos políticos de Evo tenían que primar sobre la disposición constitucional limitativa de la reelección y también sobre la voluntad soberana del pueblo. ¿Golpe de audacia o golpe de Estado?


El caudillo aymara fue así a por su cuarto mandato, en unas elecciones, las de 2019, de pronóstico reservado porque esta vez no tenía al influenciable pueblo boliviano masivamente tras de sí. Los comicios acabaron a la greña, de nuevo con muertos y heridos en las calles, tras el descubrimiento de serios indicios de fraude a favor de Evo en el escrutinio, el subsiguiente alzamiento civil, el abandono a su suerte del aún mandatario por parte del Ejército, la Policía y otras entidades, y su huida estrepitosa al extranjero gritando que había sido víctima de un golpe de Estado a coro con sus aliados internacionales, comenzando por el locuaz mandatario mexicano Andrés Manuel López Obrador.


Tras un año de interregno, con un gobierno provisional escrupuloso pero políticamente torpe y débil, que vetó a Evo como candidato, unas nuevas elecciones dieron la victoria (55 %) a un lugarteniente suyo ya recuperado del cáncer que padeció: Luis Arce Catacora, su eterno ministro de Economía y artífice de una época de expansión y crecimiento. 


Evo retornó entonces de su plácido exilio en Buenos Aires, bajo protección del gobierno peronista, y lo hizo en olor de multitudes y convencido de que pronto se instalaría de nuevo en el mamotreto de hormigón que levantó a la espalda del viejo Palacio Quemado. Pero ocurrió que estalló en su partido, el MAS, una inesperada guerra fratricida, y que Lucho Arce no era el hombre servil, manejable y enfermizo que Evo esperaba.


Con Evo ya metido en faena para las elecciones de 2025, el Tribunal Constitucional, en su última decisión del año recién acabado, le ha arrojado al rostro un balde de agua helada: ha anulado la sentencia de 2017 de la propia institución que había habilitado la cuarta candidatura de Evo y pronunciado un dictamen en sintonía con la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que en 2021 había desechado como una paparruchada el argumento de que la reelección presidencial indefinida es un derecho humano. 


Esa sentencia dejó establecido que en Bolivia el presidente y vicepresidente sólo pueden ser elegidos y ejercer su mandato por dos periodos, ya sean continuos o discontinuos, y que la reelección indefinida no existe y de ningún modo es un derecho humano.


Evo no es amilana. Afirma que pese a todo mantiene su candidatura para 2025. Ha reaccionado hecho un basilisco, repartiendo estopa. Según clama, Arce, que antes era su «hermano» y ahora un «traidor», ejecuta, en complicidad con los magistrados del Constitucional, un «plan negro del imperio y la derecha» para proscribirle. En tanto, sus partidarios aducen que el objetivo es «descabezar al movimiento indígena» para que luego Lucho Arce «se adueñe» de todo el MAS (le sigue sólo una parte) y se lance a la reelección. 


El partido oficialista boliviano está dividido entre evistas fieles al histórico caudillo y los renovadores o luchistas. Desde luego, Evo ha dejado de ser el líder indiscutible e incuestionable que tenía la obediencia ciega del MAS y se muestra impaciente y rencoroso, con ásperas críticas permanentes, frente a un Arce calmado y con mucha flema al que ha llegado a acusar de querer eliminarlo físicamente y a su gobierno de corrupción y protección al narcotráfico.


Arce no ha resultado el discípulo de obediencia ciega que el mentor esperaba, hasta el punto de haber negado a Evo el nombramiento de ministros y, lo que resulta peor, acceder al supuesto pedido de Evo de acortar su mandato para que él pudiera recuperar el cargo cuanto antes. 


A Evo le pierde su «delirio de poder», según Jeanine Áñez, la dirigente derechista que fue –por auténtica chiripa y porque nadie quería el cargo– presidenta provisional y a la que se mantiene encarcelada como si hubiera sido artífice del «golpe de Estado» inventado para camuflar aquella infame huida de Bolivia en 2019 tras haber sido pillado con las manos en la masa, un «fraude monumental» en las elecciones, en opinión del expresidente Carlos Mesa, el gran perjudicado por la manipulación de aquellas elecciones en su condición de principal candidato frente al trapacero caudillo aymara. ✅


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