Esos visitantes rinden tributo de un modo u otro a Fidel Castro y su régimen, pero ninguno de ello se reúne con los representantes de la disidencia interna pese a que suelen pedir audiencia, como han hecho en los casos de la chilena Bachelet y la argentina Fernández de Kirshner. Uno tras otro los gobernantes peregrinos evitan hablar de la necesidad imperiosa para los cubanos de que las cosas cambien en un país que esá en ruinas después de medio siglo de absolutismo castrista, no hacen la menor referencia a las violaciones a los derechos humanos y la falta de libertades en la isla, ni tampoco a las penosas condiciones físicas, mentales y sanitarias de los prisioneros políticos cubanos.
Bachelet, por ejemplo, parece haber buscado la indulgencia de Castro diciendo que en Cuba hay «una democracia distinta». Es cierto, es un régimen distinto y distante del mundo libre. El general chileno Augusto Pinochet, el general paraguayo Alfredo Stroessner o el generalísimo español Francisco Franco aseguraban cuando gobernaban que sus regímenes era democracias, igual que tantos autócratas que ha conocido América. Los sanguinarios generales porteños respondía cuando el mundo los señalaban con el dedo acusador que los argentinos eran «derechos y humanos».
Al final queda la sensación de que el único objetivo de ese rosario de visitas, ese jubileo incesante que busca la redención de no se sabe qué penas, tiene como objetivo lograr un trofeo: la foto con el decrépito dictador en su guarida, en el caso de que el achacoso líder se digne conceder al viajero el honor de la audiencia, a la que los elegidos suelen ser conducidos sin testigos, sigilosamente, por el mismísimo general Raúl Castro, hermano y heredero. Por supuesto que se intenta dar a la visita un barniz de normalidad hablando de negocios aunque el comercio con la isla, la cooperación o las inversiones sean insignificantes o inexistentes. La foto oficial es, por lo demás, cada vez, una prueba de vida para el mundo de Fidel Castro. Es como si reviviera cada vez. Después hay que esperar a que desde el más allá llegue por escrito la «reflexión» del oráculo.
La visita a La Habana, en enero, de Fernández de Kirchner, coincidiendo con la toma de posesión de Barack Obama, resultó peripatética. Sus cándidas y lisonjeras declaraciones sobre el encuentro de media hora con un Fidel Castro más desmejorado que de costumbre fueron usados por emisoras de televisión en español de Estados Unidos para el humor, la sorna y la crítica feroz. «Era la foto que faltaba en el álbum de Cristina (…) Misión cumplida», dijo, por ejemplo, una televisora argentina. «La verdad es que (el encuentro con el dictador) fue un broche de oro para mi visita», se ufanó Fernández de Kirchner ante los periodistas. Pero la presidenta argentina no habló públicamente de la situación de los derechos humanos en Cuba ni en concreto del caso preciso de Hilda Molina, una medica a la que los hermanos Castro le niegan desde hace quince años algo tan normal como salir de la isla para ir a conocer a sus dos nietos argentinos. Molina, rehén como tantos cubanos del castrismo, había renunciado a mediados de la década de los noventas a todos sus cargos y muchísimos honores y roto con el régimen castrista. Pidió audiencia con la gobernanta argentina, pero no fue recibida.
La estancia en La Habana de Bachelet, en febrero, resultó una tomadura de pelo para una sociedad como la chilena que derrotó a un tirano como fue Pinochet y lo echó votando valientemente en 1988 y 1989 para poder vivir una floreciente democracia. La visita de Bachelet fue también un desprecio a los cubanos que luchan por ser libres habiendo siendo ella una perseguida y torturada por una dictadura, hija de un general de la Fuerza Aérea leal a Salvador Allende que murió quebrado y reventado por los tormentos que le infringieron la cárcel, donde —usando sus propias palabras— fue tratado como «un delincuente» y «un perro» por sus propios compañeros de armas pinochetistas. «Es una privilegio (…) Bien, muy bien», respondió Bachelet a los periodistas refiriéndose al encuentro de hora y media que tuvo con el dictador. Su antecesor en la presidencia, Ricardo Lago, un socialista cabal, posiblemente no hubiera dicho algo semejante. Ningún presidente chileno de la democracia habría hecho otro tanto. En la fortaleza de La Cabaña, donde Ernesto «Che» Guevara y Raúl Castro fusilaban, Bachelet inauguró la Feria Internacional del Libro del 2009 de la La Habana, dedicada este año a Chile, algunos de cuyos escritores, como Pablo Neruda, Jorge Edwards o Roberto Ampuero, tienen obras prohibidas por la censura castrista.
Al final queda la sensación de que el único objetivo de ese rosario de visitas, ese jubileo incesante que busca la redención de no se sabe qué penas, tiene como objetivo lograr un trofeo: la foto con el decrépito dictador en su guarida, en el caso de que el achacoso líder se digne conceder al viajero el honor de la audiencia, a la que los elegidos suelen ser conducidos sin testigos, sigilosamente, por el mismísimo general Raúl Castro, hermano y heredero. Por supuesto que se intenta dar a la visita un barniz de normalidad hablando de negocios aunque el comercio con la isla, la cooperación o las inversiones sean insignificantes o inexistentes. La foto oficial es, por lo demás, cada vez, una prueba de vida para el mundo de Fidel Castro. Es como si reviviera cada vez. Después hay que esperar a que desde el más allá llegue por escrito la «reflexión» del oráculo.
La visita a La Habana, en enero, de Fernández de Kirchner, coincidiendo con la toma de posesión de Barack Obama, resultó peripatética. Sus cándidas y lisonjeras declaraciones sobre el encuentro de media hora con un Fidel Castro más desmejorado que de costumbre fueron usados por emisoras de televisión en español de Estados Unidos para el humor, la sorna y la crítica feroz. «Era la foto que faltaba en el álbum de Cristina (…) Misión cumplida», dijo, por ejemplo, una televisora argentina. «La verdad es que (el encuentro con el dictador) fue un broche de oro para mi visita», se ufanó Fernández de Kirchner ante los periodistas. Pero la presidenta argentina no habló públicamente de la situación de los derechos humanos en Cuba ni en concreto del caso preciso de Hilda Molina, una medica a la que los hermanos Castro le niegan desde hace quince años algo tan normal como salir de la isla para ir a conocer a sus dos nietos argentinos. Molina, rehén como tantos cubanos del castrismo, había renunciado a mediados de la década de los noventas a todos sus cargos y muchísimos honores y roto con el régimen castrista. Pidió audiencia con la gobernanta argentina, pero no fue recibida.
La estancia en La Habana de Bachelet, en febrero, resultó una tomadura de pelo para una sociedad como la chilena que derrotó a un tirano como fue Pinochet y lo echó votando valientemente en 1988 y 1989 para poder vivir una floreciente democracia. La visita de Bachelet fue también un desprecio a los cubanos que luchan por ser libres habiendo siendo ella una perseguida y torturada por una dictadura, hija de un general de la Fuerza Aérea leal a Salvador Allende que murió quebrado y reventado por los tormentos que le infringieron la cárcel, donde —usando sus propias palabras— fue tratado como «un delincuente» y «un perro» por sus propios compañeros de armas pinochetistas. «Es una privilegio (…) Bien, muy bien», respondió Bachelet a los periodistas refiriéndose al encuentro de hora y media que tuvo con el dictador. Su antecesor en la presidencia, Ricardo Lago, un socialista cabal, posiblemente no hubiera dicho algo semejante. Ningún presidente chileno de la democracia habría hecho otro tanto. En la fortaleza de La Cabaña, donde Ernesto «Che» Guevara y Raúl Castro fusilaban, Bachelet inauguró la Feria Internacional del Libro del 2009 de la La Habana, dedicada este año a Chile, algunos de cuyos escritores, como Pablo Neruda, Jorge Edwards o Roberto Ampuero, tienen obras prohibidas por la censura castrista.
Si se les preguntara a ambas presidentas el porqué de su actuación en La Habana quizás respondan que sería inapropiado en una visita oficial. Falso porque siendo presidente de México Vicente Fox lo hizo en una vista oficial a Cuba el el 2002 y antes que él el ex Presidente del Gobierno español José María Aznar, en 1999. «Para nosotros, las garantías básicas de las personas, los derechos humanos, están por encima de todo interés político, de toda ideología, inclusive por encima de la potestad del Estado», declaró en una ocasión Fox. Aznar y Fox merecieron por ello la ira eterna de Fidel Castro. Por el contrario, la presencia en Cuba de Bachelet o Fernández de Kirchner fue interpretada por el propio régimen castrista como «un reconocimiento a la resistencia« de Cuba, es decir, a su régimen. Esto lo dijo Raúl Castro.
Fidel Castro somete a los jefes de Estado visitantes un trato desigual. A unos los premia recibiéndoles y a otros en cambio les ignora. Raúl Castro explicó que su hermano mayor había tenido una deferencia con las presidentas de Argentina y Chile por tratarse de «damas», a diferencia de lo que ocurrió con el panameño Martín Torrijos y el guatemalteco Colom, quien llegó al punto de pedir disculpas por el apoyo de su país a los contrarrevolucionarios de Playa Girón. Ni aún así se llevó la foto. Sin embargo, no bien Colom se había ido de La Habana llegó el venezolano Hugo Chávez, quien obviamente fue conducido a presencia del líder.
Francisco R. Figueroa
franciscorfigueroa@hotmail.com