Francisco R. Figueroa
La llegada al poder en Brasil del antiguo obrero metalúrgico Luiz Inácio Lula da Silva, después de haber ganado con comodidad, el 27 de octubre de 2002, las elecciones presidenciales, significa la culminación de una transición a la democracia que ha resultado tan larga como el régimen militar precedente.
Esa elección ha mostrado también la solidez de la joven democracia brasileña y puesto a prueba tanto las instituciones del país surgidas de la Constitución de 1988 como la economía nacional, por cuya estabilidad y crecimiento batalló el antecesor de Lula, el socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso (1995-2002), a quien posiblemente la historia reconozca como el mejor jefe de Estado que ha tenido hasta ahora Brasil.
La elección de Lula como trigésimo presidente de Brasil, con casi cincuenta y tres millones de votos, representa también un hecho histórico, por ser el primer jefe de Estado surgido de las entrañas del pueblo, y de esperanza para las grandes mayorías nacionales por las enormes expectativas creadas en torno a que durante su gestión propicie cambios decididos a situaciones de injusticia y exclusión social que, de un modo u otro, prevalecen desde los tiempos de la colonia.
Después de que el golpe de Estado de 1964 –que fue el primer pronunciamiento «anticomunista» en América Latina– detuviera las reformas políticas y socialistas que se habían iniciada en la década anterior, el llamado «coloso suramericano» comenzó a bullir de nuevo a fines de los 70 cuando estalló el movimiento obrero en el cinturón industrial de São Paulo, capitaneado por activistas como Lula, se agitó la universidad en las principales ciudades, la música se hizo reivindicativa y de entre los intelectuales y la Iglesia católica surgieron figuras que pusieron su discurso al servicio de la libertad.
Los generales sopesaron la situación, calcularon los riesgos y planificaron la retirada. En 1979 alzaron a la jefatura del Estado a un tosco militar de caballería con la misión de llevar a buen fin una apertura política. «Quién no acepte la apertura lo cojo y lo reviento», vociferaba João Baptista de Oliveira Figueiredo, un general apegado al cuartel que confesaba preferir el olor de los caballos al de las personas. El presidente Figueiredo hizo de tripas corazón para gobernar, cumplió las órdenes recibidas y dio un portazo al salir pronunciando un sonoro «¡olvídense de mí!».
Su sucesor iba a ser un demócrata de centro, un viejo zorro político que la oposición logró elegir en el Parlamento, siguiendo las reglas de la dictadura después de que fracasara un gigantesco movimiento popular en pos de restitución del voto popular. Ese hombre se llamó Tancredo Neves y se dice de él que era capaz de echarle un nudo a un chorro de agua, de tan fino que hilaba en la política. Pero le abandonaron las fuerzas en vísperas de tomar posesión y se murió al poco.
En su lugar gobernó José Sarney, un tránsfuga de la dictadura con la que colaboró en la presidencia del partido del régimen y en la del Congreso Nacional. El gobierno del escritor Sarney (1985-1989), un político chapado a la antigua más preocupado con los intereses familiares en el estado de Marañón, está considerado tan mediocre como su producción literaria.
La primera elección por voto popular en treinta años de un presidente brasileño llevó al poder a Fernando Collor de Mello, que derrotó en 1989 a Lula. La enorme expectativa que despertó ese joven político audaz se convirtió pronto en una gigantesca frustración por la confiscación de ahorros que hizo, y acabó antes de los mil días de gobierno cuando el presidente puso pies en polvorosa tras renunciar para evitar el juicio político y la destitución, en medido de un mayúsculo escándalo de corrupción.
Luego, el vicepresidente Itamar Franco, en la jefatura del Estado, con colaboradores como Fernando Henrique Cardoso en su gabinete, sentó las bases de lo que seria el Plan Real de estabilización económica que convirtió en los años noventa a Brasil a la cabeza de las economías emergentes y que aún hoy navega aunque malherido, con vendajes que dejan ver todas las heridas sociales que no pudo curar.
El traspaso de poder de Cardoso a Lula, el 1 de enero de 2003, fue el primero en Brasil en normalidad democrática en más de cuarenta años. Pero por su pulcritud carece de antecedentes en la historia nacional. Culminaba así una transición democrática que seguía abierta a falta de una alternancia en la presidencia más allá de los factores tradicionales de poder.
El triunfo de Lula, en ese sentido, es un hecho histórico. Por vez primera Brasil no tiene un presidente surgido del cogollo social y económico que, en la mejor de las épocas, ha significado un uno por ciento de la población de este inmenso país de 8,5 de kilómetros cuadrados que va camino de tener pronto 200 millones de habitantes.
Hasta ahora los presidentes habían surgido entre la milicia, los dueños de la tierra, el empresariado, la judicatura y la abogacía, y, en el caso de Cardoso, del cenáculo de la intelectualidad. Lula, sin embargo, viene de la capa social más baja de Brasil, hoy formada por unos cincuenta y cinco millones de individuos que sobreviven con veintiocho euros al mes y que representan la tercera parte del país.
Nacido en 1945 en una remota localidad del sertón de Pernambuco, una de las regiones más paupérrimas de Brasil, Lula no era un niño destinado a ser presidente de Brasil sino, como él mismo afirma, a engrosar la estadística de la mortalidad infantil. Emigrante en su propio tierra «para no morir de hambre», miembro de una familia de siete hermanos abandonada por el padre, analfabeto hasta la adolescencia, limpiabotas, chico de los recados, vendedor ambulante y pobre de solemnidad. Así se resumen su vida hasta la adolescencia.
Pudo acabar la primaria y hacerse tornero en una escuela de oficios antes de ingresar a los catorce años en el mundo laboral. Su vida transcurrió muy lejos de la política. En 1968 entró casualmente al mundo sindical y acabó dirigiendo, a partir de 1975, el mayor movimiento obrero de la historia de Brasil, gestado en las grandes huelgas que hubo en el cinturón obrero de São Paulo en la segunda parte de los años setenta. Se afirma que la carrera sindical de Lula se debió a su capacidad para conciliar diferencias.
Hasta que en 1975 la policía política detuvo y torturó con saña a un hermano suyo, que era comunista, Lula no tenía interés por la política. «Eso me sublevó. ¿Porqué una persona buena, padre de familia que trabaja como un condenado, puede ser tratando con tanta crueldad? ¿Porque pertenece a un partido y piensa diferente? Entonces entendí que tenía que ir más allá de la lucha sindical», recuerda.
El Partido de los Trabajadores (PT) de Lula, creado 1980, podría considerarse «una saca de gatos y alacranes», con gente muy extremista que proponía tomar el poder por las armas, trotskistas, víctimas de purgados en el partido comunista prosoviético, estudiantes dispuestos a gritar «¡a las barricadas!», curas progresistas practicantes de la Doctrina de la Liberación, intelectuales marxistas opuestos a la hegemonía que la Unión Soviética ejercía sobre la izquierda mundial y sindicalistas como él.
Lula entonces comenzó a ganar fama como político radical. Su carrera no fue una sucesión de triunfos electorales sino una secuela de fracasos. No fue concejal, alcalde, gobernador, senador ni ministro. Fue apenas diputado durante una legislatura, de manera que su victoria en 2002 se construyó sobre las derrotas. Necesitó no ganar la gobernación de São Paulo, en 1982, ni la presidencia de la República, en 1989, para convencerse de que había que abandonar las trincheras fundamentalistas de izquierda.
Tras abjurar de la dictadura del proletariado, renegar del trotskismo y ser recauchutado como socialista democrático, intentó ganar el poder en las urnas sucesivamente en 1994 y 1998 frente a un rival de talla como Fernando Henrique Cardoso, que lo vapuleó en las dos ocasiones.
Lula todavía era visto entonces por la clase media como un obrero zafio e inculto, rodeado de gente levantisca, alguien inapropiado para ejercer la primera magistratura de la nación. Pero para 2002 había logrado cambiar esa idea y saltar una muralla de preconceptos. Además, le favorecía el inconformismo y el desencanto con la gestión de Cardoso.
Cuando la larga campaña electoral pasó de los dichos a los hechos, nada amenazó la victoria de Lula. Los comicios se redujeron a saber si Lula era capaz de sacar la mayoría absoluta de votos o contra qué candidato tendría que disputar una segunda vuelta electoral. Tenía la victoria al alcance de la mano, pero le faltó un puñado de sufragios en la primera vuelta del 6 de octubre. Tres domingos después, contra José Serra, candidato del gobierno, fue coser y cantar.
Su victoria fue producto de la férrea voluntad personal de un hombre que nunca se amilanó por la adversidad electoral sino que aprendió con ella. Aprendió a componer intereses que parecían divergentes, incluso dentro de su partido donde pervive un sector radical que representa por lo menos un tercio de su fuerza parlamentaria.
Lula hizo una campaña electoral casi impecable, entregado en cuerpo y alma a ganar. Se mostró como un personaje competente sin conflictos ni contradicciones, de trayectoria transparente. Para estas elecciones terminó de enterrar al viejo revolucionario y se creo una imagen de socialista light.
El obrero en mangas de camisa embutió su cuerpo regordete en trajes finos, pasó a ir al barbero cada lunes, se igualó los dientes, aprendió a no hurgarse la oreja con el meñique y se estudió las reglas de urbanidad. El sindicalista desaliñado, hosco, chillón, de aspecto feroz y con cara de pocos amigos que pronunciaba discursos incendiarios era ahora un dirigente maduro que hacía del pragmático virtud, un brasileño de paz y orden en lucha por una vida mejor para la gente común como él.
Para llegar al poder satisfizo a tirios y troyanos adaptando el discurso a la ocasión. Se alió a una compleja fauna ideológica: comunistas, evangélicos conservadores, católicos progresistas, gente temperamental, exponentes de la vieja República y dinosaurios políticos, tras haber logrado el silencio estratégico del sector crítico del PT por tan aventurada alianza.
El nuevo vicepresidente de Brasil, José Alencar, por ejemplo, es la antípoda de Lula. Se trata de un empresario multimillonario que se hizo a si mismo, conservador en ideas y patrón de dieciséis mil trabajadores. Lo único que tienen en común es que ambos son campechanos y francos. Y es que la política brasileña es así de peculiar. Fernando Henrique Cardoso también tuvo una alianza tan variopinta para gobernar durante sus dos períodos presidenciales.
La gente se convenció de que Lula había hecho el tránsito de la izquierda hacia el centro lo mismo que tantos líderes europeos. En privado él sigue confesándose como un hombre de izquierda. A la vez, Lula marcó distancia con el populismo que renace en América Latina y todo el mundo le ha recomendado que no caiga nunca en esa tentación.
De todas formas, los brasileños tienen claro que Lula es producto de su madurez democrática y no el resultado de una sociedad errática que se agarra a figuras mesiánicas en procura de un nuevo providencialismo o de que su vida mejore por arte de magia.
La diferencia con personajes como el peruano Alberto Fujimori, el venezolano Hugo Chávez o el ecuatoriano Lucio Gutiérrez, es que Lula es un producto del sistema político brasileño. No es un aventurero sino el líder del partido mejor estructurado y más disciplinado que hay en Brasil. Como afirmó el escritor y ex vicepresidente de Nicaragua, Sergio Ramírez, no se puede meter en mismo saco a Lula que a Chávez o Gutiérrez. «Lula puede ser un ejemplo de gobierno serio de izquierdas», agregó.
Lula es también el hombre que ha conseguido por las buenas lo que hace veinte años sus compañeros de partido creían que solamente se podría conquistar con las armas: el poder. También creían eso muchas de las organizaciones radicales de izquierdas integrantes del Foro de São Paulo, fundado por Lula en 1990 y entre los que figuran movimientos armados latinoamericanos en activo.
En su último congreso, a principios de diciembre en Antigua Guatemala, el Foro de São Paulo acusó la necesidad que tiene la vieja izquierda latinoamericana de adecuarse a los nuevos tiempos. Como les ha señalado Lula, el nuevo camino para la conquista del poder son las alianzas, el pragmatismo y la capacidad de diálogo sin perjuicio de las reformas radicales que hagan falta.
Como líder de una nación de grandes proporciones y con peso, que está entre las once economías mayores del Planeta, Lula tiene depositadas en él las esperanzas de abrir caminos alternativos a los que trazó el Consenso de Washington, que para muchos ha acabado dejando como herencia un saludable respeto por los equilibrios fiscales y macroeconómicos en el manejo de la hacienda pública pero también bombas sociales más potentes con las espoletas listas, en un mundo con siete mil millones de habitantes pero solo con mil millones son consumidores.
Esa situación es peor en América Latina, considerado el continente con desigualdades más abismales y, en consecuencia, más propenso a las convulsiones sociales y políticas. Como afirma también el ex presidente costarricense José María Figueres, director general del Foro Económico Mundial, «a Lula no se le debe comparar con un Chávez o un Fidel Castro sino con un Felipe González, un hombre de un partido de izquierda que asume el poder en un momento complicado y transformó su país mucho más de lo que todos lo esperaban, convirtiéndose en el arquitecto de España moderna. El hecho de que Lula venga de la izquierda no es motivo para tenerle miedo. Hay que evitar que personas próximas a él o las circunstancias lo conduzcan al populismo».
Felipe González dice que el mundo reaccionó a la elección de Lula con la misma desconfianza que con ocasión de la suya, en 1982, sin tener ninguna experiencia administrativa. Lula ha dado motivos para tranquilizar el mercado reafirmando su compromiso con las políticas económicas ortodoxas con rigor fiscal y monetario. Los empresarios afirman que no tienen duda de su sinceridad.
El nuevo presidente de Brasil ha planteado un pacto social concertado y los empresarios han respondido que están abiertos. A los trabajadores, con los que se trata de «compañero», les dijo que «es hora de menos bravatas y más competencia». Hay una casi unanimidad en la necesidad de ese pacto, pero nadie cree que la negociación sea ni corta ni fácil ni tampoco que vaya a resultar exitosa.
Lula es sincero cuando afirma que no escatimará esfuerzos para mejor las condiciones de vida de la población. Su gran desafía es disminuir la pobreza sin poner en riesgo la estabilidad en un momento en que la economía no está creciendo como el país necesita ni parece que lo hará en 2003. La inflación ha aumentado y la deuda pública está en casi el 60 % del PIB. Hay regiones, como la de São Paulo, donde el desempleo alcanza el 19 %. Felipe González le mandó el recado de que «la pasión por el reparto de la riqueza debe estar acompañada de la creación de esa riqueza. Si no, se termina repartiendo miseria».
Hay conciencia de que el primer año de gobierno de Lula será el más difícil y decisivo. Los empresarios creen que posiblemente resulte un año perdido. A favor de Lula juega la existencia en Brasil de unos líderes económicos que participan desde hace mucho tiempo de un proyecto nacional y que en todas las circunstancias han apostado fuerte por su país. Esa burguesía con una fuerte conciencia nacional sólo se da tan claramente en Brasil y Chile dentro de América Latina, tal como señala el sociólogo francés Alain Touraine. Brasil tiene la ventaja de poseer una industria media muy competitiva y de un mercado interno muy grande.
El director-gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), Horst Köhler, considera a Lula «un líder del siglo XXI» que tiene el deber de mantener los equilibrios contables y con el que está de acuerdo en que el crecimiento económico para conciliar una economía sobria con igualdad social. «Lula hereda instituciones sólidas, democráticas y estables, que hacen de Brasil un país más confiable que otros en América Latina».
Él está convencido de que hará «el mejor gobierno que ha tenido nunca Brasil» y el 67 % de los brasileños lo cree, según una encuesta. En Lula prevalece la idea de construir un estadio de desarrollo nacional y una sociedad más democrática e inclusiva, protegida por un Estado capaz e encaminar a Brasil a un modelo europeo de la llamada la sociedad del bienestar, pero hasta llegar a ese punto el camino parece todavía muy largo.
Muy largo también era el camino que separa la aldea natal y el niño descalzo del palacio presidencial; al obrero metalúrgico y líder sindical del estadista; al trigésimo presidente de Brasil del primer jefe de Estado brasileño, el emperador Pedro I.
Con cincuenta y siete años de edad, cinco hijos, tres nietos y una hoja de vida limpia, el hombre que adoptó como nombre de guerra y paz el apodo Lula que le dio su madre, muerta de cáncer en 1980, gobernará al menos durante cuatro años. «No estoy asustado (por la tarea). Brasil es un país grande y fuerte», asegura. ✅
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