Francisco R. Figueroa / 1º mayo 2011
El pueblo peruano tiene que tomar el 5 de junio una decisión de alto riesgo al escoger a su próximo presidente.
Se trata de una disyuntiva del diablo. Salga elegido Ollanta Humala o Keiko Fujimori (están parejos en los pronósticos), Perú puede resultar devorado por el tigre o dar un triple salto mortal en el abismo, otro más en una historia repleta de sobresaltos está vez a causa de dos personajes con pasados turbios. La democracia está, pues, en peligro.
La carreta vuelve a ir Perú delante de los bueyes. Durante el último decenio las cosas han ido bien tanto en lo político como en lo económico. No así en lo social. Aunque disminuyó la pobreza, los desheredados siguen siendo legión. Y los pobres han vuelto a enseñar los dientes, a mostrar su enfado con el sistema y a poner al país en un brete.
Lo curioso de la situación es que la llave del poder la tiene la clase media.
En la primera vuelta, celebrada el pasado 10 de abril, la clase media votó por los tres candidatos –Alejandro Toledo, Pedro Pablo Kurczyski y Luis Castañeada– entre los que, en una desquiciada división que resultó suicida, se fraccionó el centro-derecha.
Se echaron así al estercolero el 40 % de los sufragios, que hubieran bastado para colocar el poder el alcance de un candidato único si hubiera primado entre ellos la responsabilidad. Pero pecaron de soberbia y ahora el país se enfrenta al abismo, se polariza, se crispa, desconcierta a los inversores y se despeña la bolsa.
Entre la clase media prima un fuerte sentimiento de rechazo tanto al excomandante sedicioso Humala como a la hija del encarcelado expresidente, Alberto Fujimori, condenado a 25 años por delitos de lesa humanidad en el ejercicio del poder y también por latrocinio.
Las personas no acaban de creer que Humala se haya convertido en un cordero. Más bien se inclinan a pensar que el exmilitar cubre con una piel de cordero su imagen de nacionalista e izquierdas equiparado al venezolano Hugo Chávez o al fallecido general peruano Juan Velasco Alvarado, de desastrosa memoria.
Velasco Alvarado, un militar de extracción tan humilde como Humala, ejerció como dictador «revolucionario» de izquierda desde que se apoderó del poder en 1968 contra al gobierno democrático del conservador Fernando Belaúnde, al que mandó en pijama a Buenos Aires dentro de un avión, hasta que fue desalojado por otra asonada militar en 1975.
Velasco estaba congelado en el tiempo cuando Humala rescató hace una década su discurso y su legado, en paralelo a la reivindicación de su figura como gobernante antiimperialista y enemigo de la oligarquía que hacía por entonces Hugo Chávez.
Velasco expropió los medios de comunicación, nacionalizó el petróleo y la pesca, hizo la reforma agraria y se pertrechó de armas en la extinta URSS. Según la opinión mayoritaria, su gestión fue calamitosa. Fue apeado del poder su ministro de Defensa, el general Francisco Morales Bermúdez, que patrocinó el retorno a la democracia, concretado en 1980.
En esa montaña rusa de dictaduras y gobierno democráticos que es Perú al menos desde mediados del siglo pasado, Fujimori siendo presidente fracturó la democracia en 1992 al clausurar el congreso y disolvió al poder judicial con apoyo militar para dar paso a un régimen autoritario de pillos, alcahuetes, espías, tramposos, rateros y una abigarrada gavilla de oportunistas.
Tal fue el despropósito que su propia hija, Keiko Fujimori, que fue la primera dama tras la grosera separación de sus padres —la madre, Susana Higuchi, fue expulsada del palacio de gobierno, donde se quedaron los tres hijos del matrimonio—, acaba de reconocer los grandes errores, los excesos y los delitos cometidos por su autoritario progenitor, al que, sin embargo, no quiso calificar de dictador.
Keiko Fujimori, educada al parecer con dinero rapiñado al tesoro público, no ha dudado en negar a su progenitor en busca de votos. Ha llegado a jurar que no indultará a su padre y ha pedido perdón por tantas felonías cometidas durante el fujimorato, todo ello cuando hace pocas semanas había revindicado la figura y el legado de su padre, cuyo gobierno calificó como «el mejor» de toda la historia peruana.
De manera que hay bastante margen para creer que no es sincera, que practica el transformismo, exactamente como muchos piensan que actúa Humala, que siendo una mala copia de Chávez, actúa como un ladino que disimula astutamente esos sentimientos nacionalistas de izquierda y su talante militarista que tanto asustan.
Solo le ha faltado a Humala dejarse la barba para tratar de parecerse al ex presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva en los buenos tiempos en que dulcificó su fiera imagen de sindicalista radical y su discurso aguerrido para poder ganar las elecciones de 2002.
Es cierto que el gobierno brasileño de Dilma Rousseff, pupila de Lula, apoya a Humala porque es de izquierda y porque ve en su llegada al gobierno de Perú la posibilidad de obtener buenas concesiones para las poderosas empresas contratistas nacionales de obras públicas y energía.
De momento hay veinte hidroeléctricas por construir en la región amazónica peruana y ahí están, en Cuzco, los yacimientos de gas de Camisea, entre los más ricos de América. Apetecibles bocados para un país con poderosísimas empresas en proceso de internacionalización. Además, está la tan ansiada salida brasileña al Pacífico, rumbo a los apetitosos mercados asiáticos.
Brasil parece querer convertir a Humala en un nuevo Mauricio Funes, el periodista que llegó a la presidencia de El Salvador en 2009 de la mano de la antigua guerrilla comunista del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.
Pero son dos personajes muy distintos. El centroamericano ha demostrado ser un demócrata a carta cabal, mientras Humala es un militar que gusta ser tratado de comandante, que piensa y actúa como tal, que posiblemente ve a Perú como un gran cuartel y que cometió el peor delito para un uniformado: la sedición en una intentona golpista vergonzantemente chapucera, por lo que estuvo preso, aunque luego fue perdonado, como le ocurrió en su país a Hugo Chávez.
Otros, como Vargas Llosa creen que Humala puede se reconvertido con el voto de la clase media peruana en un izquierdista constructivo como fueron Lula da Silva o el chileno Ricardo Lagos o como es el mandatario uruguayo José Mugica.
Desde otro punto de vista no parece mala idea que los brasileños, apoyando a Humala y controlándolo, neutralicen en Perú a Chávez, que ahora está en horas muy bajas, más preocupado por sucederse a sí mismo en las elecciones de 2012 y por lo que le está ocurriendo a amigos suyos como el coronel libio Muamar Gadafi y el presidente sirio Bachar al Asad.
De todos modos, gane las elecciones Keiko Fujimori u Ollanta Humala, Hugo Chávez tendrá en Perú un presidente amigo y no un crudo adversario, como ha sido Alan García, el mandatario saliente.
Aunque sean el anverso y el reverso de una misma moneda, filocomunismo y neofascismo, de proyectos caudillistas y populistas, Hugo Chávez y Alberto Fujimori siempre se consideraron amigos, aunque el segundo persiguió, encarceló y mató a insurgentes peruano como los del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) que el primero podía haber tenido por aliados, como a los guerrilleros colombianos. No se puede olvidar a Humala haciendo apología en Madrid de la terrible organización terrorista polpotiana Sendero Luminoso, a que Alberto Fujimori casi liquidó.
El Perú de Fujimori acogió a los militares venezolanos de la segunda intentona golpista de 1992 y en Venezuela buscó inútilmente desaparecer en 2000 Vladimiro Montesinos, el encanallado valido que desde los albañales del régimen fujimorista manejó el poder durante diez años.
En 2006 los peruanos consiguieron darle con la puerta en las narices a Humala convirtiendo de nuevo en presidente Alan García, pese al pésimo prontuario que arrastraba desde su primer gobierno (1985-90).
Pero ahora la alternativa a Humala —Keiko Fujimori— es malísima y está ahí en función de ser hija del último gobernante autoritario que tuvo el país, depositaria de su legado, jefa de sus partidarios (un 20 % de la población que le es incondicional).
El escritor Alfredo Bryce Echenique considera que Keiko Fujimori es autoritaria e hipócrita como su padre y ha declarado que no le gusta el pasado de Ollanta Humala y que quisiera creer que ha cambiado, que se aproxima al perfil de Lula da Silva.
Su colega en el arte de la pluma Vargas Llosa ha confesado que el 5 de junio, en la segunda vuelta electoral, votará, aunque con aprensión, al excomandante porque su rival representa el retorno del fujimorismo, que considera «la peor dictadura que hemos padecido a lo largo de nuestra historia republicana», y «la más grave equivocación que podría cometer el pueblo peruano», una posición en la que los partidarios de Keiko Fujimori ha interpretado como producto de su animadversión al desconocido de origen japonés, el «chino», que le derrotó en las presidenciales de 1990.