Francisco R. Figueroa
✍️28/12/2023
El presidente Argentino, Javier Milei, con el ardid de sacar al país de la hecatombe peronista para conducirlo a un territorio idílico liberal donde manará leche y miel, trata de obtener superpoderes, manga ancha para gobernar al dictado e imponer mano dura a sus detractores.
En una ley ómnibus de 664 artículos, bajo un título que sugiere un tren al paraíso, enviada el miércoles último al congreso, Milei pide en nombre de «la libertad» un poder legislativo casi omnímodo para gobernar a golpe de decreto por un período de dos años, prorrogable a otros dos, es decir, extensible a todo su mandato.
Una deriva autoritaria de mayor alcance que lo imaginable, en pos del mercantilismo sin límite, de la barra libre para los capitales nacionales y extranjeros, de un poder autocrático, su voluntad como suprema ley. Mileinismo avasallador a cara de perro con fundamentos de redentor, de nuevo salvador de la patria. Un Milei transformado en monarca porteño imperial rayano en el absolutismo y que desprecia a un poder legislativo, según él, plagado de «coimeros», de corruptos. Un remedo de su admirado Carlos Menem, al que llamaban jocosamente «rey», el presidente peronista de los años noventas que trató de encarrilar a Argentina por la senda neoliberal, que dio a corto plazo resultados favorables pero acabó en una tremenda crisis general que se extendió desde 1998 a 2002, con revuelta popular que provocó la renuncia del mandatario Fernando de la Rúa, a que en el vértice de la nación se sucedieron cinco mandatarios en pocos meses, y a que, finalmente, llegara la tan denostada era del matrimonio Kirchner.
Si se une el contenido de la ley ómnibus al megadecreto emitido en vísperas de la pasada Navidad, que constituye una poderosa bomba de racimo con 366 cargas explosivas, son más de mil disposiciones con las que un audaz Milei, famélico de apoyo parlamentario, pretende refundar la república con sus cacareadas propuestas ultraliberales y un enfoque presidencialista en el sentido de que solo él como jefe del Estado (elegido por el 55 % de los votos en segunda vuelta, pero sólo un 30 % en la primera) encarna la voluntad popular, y no el Congreso.
Si su proyecto triunfara en el Congreso, lo que hoy por hoy está en duda, Argentina entraría a lo que bien podría ser denominado «el mileinato». Si fuera rechazado, la intención, ya anunciada, de Milei es llegar al mismo sitio sometiendolo, con ayuda de lo que llama «las fuerzas del cielo», a plebiscito, en la confianza de ganar, de entenderse directamente con el pueblo, un populismo rampante que dejó patente en su reciente investidura del 10 de diciembre al prescindir del tradicional discurso en el plenario para salir a la calle para dirigirse al gentío congregado frente al Congreso. Milei dispone de una exigüe minoría parlamentaria propia: 15 % (38 de 257) en la Cámara de Diputados y del 10 % (7 de 72) en el Senado y no están claros los perfiles de apoyo a su proyecto de los aliados de la derecha clásica que se le pegaron para derrotar en el balotaje electoral al peronismo, el adversario común.
Milei aspira con esa medidas de emergencia a una gran concentración de poder en su persona para desregularizar la economía, administrar a su antojo los bienes del Estado, reformar a su gusto el sistema electoral, modificar impuesto, intervenir profundamente en un cúmulo de aspectos de la vida económica, laboral y social de los argentinos, incluida la educación, la sanidad, las pensiones, la cultura, los divorcios, los alquileres de viviendas y hasta el fútbol, y aplicar mano dura a quienes osen protestar justo cuando de espera el estallido de una importante conflictividad social que ya ronda las calles, en las que trata de imponer su ley la antigua guerrillera montonera, rival suya en las presidenciales en el campo de la derecha y su primera y más entusiasta nueva aliada, Patricia Bullrich (67), como ministra de Seguridad, convertida en adalid del garrotazo y Can Cerbero de Milei, con proyección a dirigir una Stasi argentina, todo, claro, también en nombre de «la libertad».
Se trata de liquidar por decreto el estado benefactor e intervencionista que ha prevalecido por décadas para establecer un sistema mercantilista con el que, según su teoría, Argentina resucitará como «primera potencia mundial», condición que, comprobadamente, nunca tuvo.
Su hiperproyecto lleva un camuflaje pomposo: «Ley de bases y puntos de partida para la libertad de los argentinos» con reminiscencias decimonónicas de la refundación de la nación argentina bajo un sistema federal y el fin de las guerras civiles. ¿Un «punto de partida»? Es decir, que la cosa no quedará ahí. Cuando Milei alcance su meta a Argentina no la reconocerá ni la madre que la parió, parafraseando a aquel histórico dirigente socialista español cuando su partido accedió al poder, en referencia a la gran envergadura de las reformas que iban a acometer. Milei explica que su intención es «promover la iniciativa privada, así como el desarrollo de la industria y del comercio, mediante un régimen jurídico que asegure los beneficios de la libertad para todos los habitantes de la Nación y limite toda intervención estatal que no sea la necesaria para velar por los derechos constitucionales».
Incluye una profunda reforma electoral (cambio de la distribución territorial de la representatividad) y la adopción del sistemas de voto (de proporcional a distrital); blanqueo de capitales de hasta cien mil dólares; una regulación restrictiva al derecho de manifestación con fuertes penas de cárcel; la venta o liquidación de unas setenta empresas públicas (la petrolera estatal YPF, la aerolínea de bandera, ferrocarriles, medios de comunicación....) y amplía el derecho a la legítima defensa, entre otros muchos asuntos.
Con el megadecreto redentorista —que aún está en danza, pendiente de acciones parlamentarias (podría ser vetado por las dos cámaras y acabar en el basurero) y de recursos judiciales por inconstitucionalidad manifiesta— Milei puso a funcionar la máquina de hacer picadillo al Estado y seguramente también —al menos en el corto plazo— a las clases medias y bajas.
Contiene un aluvión de leyes (366), pasando por encima del Congreso, usando una disposición constitucional que faculta excepcionalmente al poder ejecutivo a legislar en situaciones de emergencias o catástrofes. Entre sus medidas hay unas que responden a la necesidad de acciones rápidas frente al grave momento interno, definido por la recesión económico, la hiperinflación y los elevados niveles de pobreza, pero hay otras que podrían perfectamente ser objeto de debate parlamentario y de un consenso mínimo, y algunas que son puro exotismo, como la de permitir la conversión de los club de fútbol en sociedades anónimas.
El objetivo confesado de Milei, con el pretexto de que la nación enfrenta una situación de «de necesidad y urgencia», es desguazar un sistema jurídico que considera «opresor» y «empobrecedor» para sustituirlo por otro «basado en decisiones libres», que deje el camino expedito a la privatización de las empresas públicas, la competencia sana y el comercio internacional abierto y que flexibilizar las rígidas leyes laborales, en sustitución del modelo tradicional heredado, con un denso tejido estatista, proteccionista, interventor, paternalista y clientelar, al tiempo que desburocratizar, eliminar trabas administrativa, simplificar trámites engorrosos y combatir la coima sistémica en la cosa pública. En definitiva, dinamitar el sistema de controles que constriñen la economía, ha producido hiperinflación, recesión, agotamiento de las reservas internacionales y un déficit disparatado.
La idea trumpista de hacer de nuevo grande a Argentina parte de un embuste comprobado porque Argentina, a diferencia de lo que Milei pregona, nunca fue «la primera potencia mundial».
Argentina fue, sí, una rica tierra de promisión en la que se podía hacer fortuna, un resplandor que, sumado a las políticas de fomento de la inmigración, atrajo desde mediados del siglo XIX a unos siete millones de migrantes, europeos sobre todo con mayoría de italianos —sus ancestro entre ellos— y españoles, en huida de conflictos y hambrunas, dando origen a una gran prosperidad basada en la agropecuaria, las exportaciones y el auge de la construcción civil y los transportes.
En su momento de mayor esplendor, en los primeros años del siglo XX, la nación crecía a un ritmo del 8 % anual, poseía la economía y la industria más grandes de América Latina, era uno de los primeros exportadores mundiales de granos, carnes y lanas, concentraba las dos terceras partes de la inversión extranjera en la región y disfrutaba de una de las mayores rentas per cápita de la tierra. «El oro afluye como no lo hizo jamás, por virtud de nuestra potencialidad», se jactó el mandatario que gobernaba en 1914.
En esa coyuntura de bonanza llegó, por ejemplo, desde Siria el comerciante y padre del futuro presidente Menem, cuya obra Milei invoca. Luego, a partir de 1916, según el propio Milei, Argentina comenzó a decaer por el abandono del espíritu liberal clásico de la Constitución de 1853, y se adentró en un terreno pantanoso para acabar varias veces consumida por perversas prácticas colectivistas, socializantes y estatistas, con la puntilla final del kirchnerismo bolivariano.
El profesor de sexo tántrico, teórico ultraliberal, titiritero político, outsider curtido en el fragor de los platós de la televisión argentina, que, según dijo, busca consejo a través de una médium en un querido mastín muerto, clonado en otros cuatros canes mimados que se llevan como el perro y el gato, muestra una prisa increible en su rol de nuevo salvador de la patria, tras su debut con la banda presidencial el pasado 10 de diciembre. ✅