Francisco R. Figueroa
✍️9/1/2023
El fracaso del asalto bolsonarista a los tres poderes de Brasil, una acción que opaca el ataque trumpista al Capitolio de Washington, va a fortalecer al presidente Luiz Inácio Lula da Silva y a debilitar la causa de su antecesor, Jair Bolsonaro.
También agilizará la actuación de la justicia contra el golpismo, sus lideres, las autoridades conniventes, los financiadores del movimiento antidemocrático y el propio Bolsonaro, que está en Estados Unidos desde el pasado día 30, virtualmente huido por temor a ser detenido en cuanto quedara sin su fuero como mandatario.
Por lo pronto, Lula ha recibo respaldo de todos los partidos, incluido el Liberal de Bolsonaro, y ha habido una la reacción contundente de las instituciones, asustadas por los graves hechos de violencia ocurridos el domingo en Brasilia en las sedes de los tres poderes del Estado, contra el corazón de la república, en lo que constituye el peor atentado a la democracia en Brasil desde que los militares se apoderaron del poder en 1964.
Los líderes de los tres poderes, en un comunicado conjunto, se han pronunciado contra lo que califican de «actos terroristas de vandalismo, criminales y golpistas». Han convocado a la ciudadanía en defensa de la democracia y la paz.
El violento ataque al estado democrático de derecho ocurrió por la pasividad y hasta la colaboración de las fuerzas policiales del Distrito Federal, que dependen no del gobierno central que dirige Lula sino de las autoridades de la capital. Están subordinadas al gobernador y su secretario de seguridad, que hasta hace unas semanas era el ministro de Justicia de Bolsonaro. Por eso, Lula impuso la intervención federal, es decir, la transferencia del orden público al gobierno central. Y también por esa razón el secretario de seguridad fue destituido y el gobernador separado del cargo por decisión del Tribunal Supremo.
Hay quines aducen que Lula estuvo al tanto de lo que iba a suceder, puesto que era un ataque largamente anunciado e, incluso, anticipado por la agencia de inteligencia, y que por ello se fue en visita a un lejano municipio azotado por fuertes lluvias, a la espera de que la asonada fracasara y con ello él quedara con las manos libres para limpiar las calles de extremistas de derecha, a la vez que el bolsonarismo recibía una estocada letal y el expresidente quedaba en una situación insostenible en su autoexilio en Florida.
En Brasilia hubo una repetición de mayores proporciones de la invasión al Capitolio de Washington, hace dos años, por la turba trumpista contra la victoria de Joe Biden. Bolsonaro sigue desde hace tiempo la cartilla de Donald Trump y sus hijos, especialmente Eduardo, un diputado que actúa como interlocutor del ideólogo del trumpista Steve Bannon y los partidos de ultraderecha de América Latina y el español Vox.
Los analistas coinciden en que el asalto y devastación de las sedes del Gobierno, el Congreso y, especialmente, la Corte Supremo por la hueste de extrema derecha ha asustado a los votantes moderados de Bolsonaro y de las derechas, ha empujado el bolsonarismo montaraz hacia el aislamiento, ha aumentado la posibilidad de que la Justicia actúe contra el expresidente y sus cómplices y ha conducido al inmediato desmantelamiento del centenar de campamentos alzados frente a varias instalaciones militares desde los que se demandaba el golpe a Lula.
El estado democrático de derecho debe ser blindado contra esos «extremistas de derecha», esos «despreciables terroristas», esos «imbéciles criminales», reclaman al unísono influyentes medios de comunicación.
El presidente del Tribunal Electoral y magistrado del Supremo, Alexandre de Moraes, a quien el bolsonarismo señala como uno de sus peores enemigos, ha asegurado que «el Poder Judicial no va a decepcionar a Brasil». El castigo debe ser ejemplar. Ya hay más de 1.200 detenidos y se identifica a quienes costearon la movimentación y sostenimiento de miles de personas.
Lula culpó sin ambigüedades a Bolsonaro de haber estimulado ese amplio movimiento golpista, que comenzó con los bloqueos de carreteras la misma noche de su victoria electoral, el pasado 30 de octubre. Es cierto que Bolsonaro no participó en las algaradas, se recluyó deprimido profundamente por su derrota en las urnas y se abstuvo de alentar directamente a sus seguidores. Pero lo hizo de otro modo, al no reconocer la victoria electoral de Lula y al aducir para justificarlo que el movimiento golpista era «pacífico» y que sus partidarios hacían uso de su libertad, al dejar a sabiendas que sucedieran actos gravísimos como los recientes intentos de atentados con explosivos en Brasilia desarticulados por la policía y, posiblemente también, el asalto del domingo a las sedes de los tres poderes. Durante sus cuatro años en la presidencia, Bolsonaro estimuló el radicalismo de extrema derecha y la polarización social, sembró odio y hostilidad hacia las instituciones, idealizó el militarismo y la vieja dictadura, fomentó la desconfianza en el sistema electoral, degradó la democracia, se movió en territorios autoritarios y manipuló a las masas ciegas convirtiéndolas en auténticos neofascistas dispuestos a evitar a cualquier precio el retorno de las izquierdas al poder. Usó el fanatismo, la fe religiosa y la ignorancia y credulidad de muchas personas.
No es que Bolsonaro se haya disparado en el pie este domingo. Se disparó en la cabeza. Tiene un difícil retorno a Brasil y seguramente los procesos contra él desembocarán al menos en la inhabilitación sino la cárcel. Ya se han levantado voces en Estados Unidos a favor de su deportación o para la anulación de su visado. De momento se ha ingresado en un hospital de Orlando por dolores en el abdomen, donde recibió la puñalada de un perturbado mental en 2018.
A partir de ahora, los parlamentarios bolsonaristas y los partidos que apoyan al exmandatario y acarician la idea de volver a lanzarlo como candidato presidencial tendrán muy difícil justificar al expresidente.
Las fuerzas armadas brasileñas son pro Bolsonaro y desconfían de la clase política, sobre todo de Lula, cuyo retorno al poder trataron de impedir valiéndose del excapitán, que colocó a más de seis mil militares en activo o la reserva en puestos de la administración civil, y llenó los bolsillos de los generales, muchos de los cuales han prohijado al movimiento antidemocrático. En realidad, las fuerzas armadas de Brasil usan desde 2014 a Bolsonaro, al que hasta entonces consideraban que había sido «un mal militar», contra todo lo que oliera a Partido de los Trabajadores (PT), Lula o su sucesora, Dilma Rousseff, una inquina a raíz de que la Comisión de la Verdad impulsada por ella –que de joven sufrió torturas– sacó a la luz los horrores durante la dictadura. Ningún general ha movido un dedo para señalar al golpismo hasta que Lula cuadró, este lunes, a los comandantes de las tres fuerzas armadas para que sean desmontados los campamentos de bolsonaristas levantados junto a cuarteles en Brasilia y otras ciudades del país en demanda de un alzamiento castrense. Repárese en que Lula, ante la tolerancia de las fuerzas policiales hacia los sediciosos bolsonaristas, no recurrió a los militares, seguramente por una desconfianza en el estamento castrense bien fundada. Pero los militares brasileños no parecen estar en condiciones de alzarse e implantar una dictadura. No tienen proyecto de país, el clima regional e internacional no favorece un régimen militar y su último paso por el poder dejó traumas. Lula tiene por delante la ardua tarea de despolitizar y desbolsonarizar las fuerzas militares y policiales, de ejercer un control efectivo sobre las instituciones castrenses y el aparato de seguridad. ✅
PE: A quienes alegaron que el presidente estaba al tanto de que podía ocurrir el domingo la invasión por los bolsonaristas de los edificios oficiales de Brasilia, Lula respondió que el ataque a las sedes de los tres poderes le pilló «por sorpresa» en su visita a la zona de São Paulo castigada por las fuertes lluvias.