Rafael Caldera aseguró reiteradamente que en sus manos no se perdería la República, pero la dejó cautiva del caudillo Hugo Chávez, que gracias a él conquistó el inmenso poder que aún hoy conserva.
El por dos veces presidente de Venezuela [1969-74 y 1994-1999], diputado, senador, jurista, sociólogo y académico, muerto en la cama de su casa en Caracas el pasado 24 de diciembre con 93 años, fue un demócrata porfiado y un cristiano convencido, pero pecó de vanidad y quizás también de soberbia. Dicen que hasta sus nietos en lugar de «abuelo» le llamaban «presidente», incluso en familia.
El vibrante y lírico testamento político de Caldera es revelador. En ese documento, conocido tras su muerte, se despacha sin nombrarlo contra Chávez, quien siempre le pagó con el desprecio más absoluto. Con otro gobernante en lugar de Caldera, Chávez posiblemente fuera hoy un lamentable recuerdo de militar golpista, como el coronel español Antonio Tejero o el argentino carapintada Mohamed Ali Seineldín.
Partero del sistema democrático nacido en Venezuela tras la caída, en 1958, del dictador Marcos Pérez Jiménez (la democracia nació en su propia quinta caraqueña, llamada Punto Fijo), Caldera era virtualmente una reliquia cuando Chávez capitaneó en 1992 una sangrienta intentona golpista por motivos espurios contra el gobierno legítimo de Carlos Andrés Pérez.
Relegado por sus delfines del liderazgo del partido socialcristiano Copei —fundado por él en 1946l—, Caldera vegetaba entonces en su escaño de senador vitalicio que le correspondía por haber sido jefe del Estado.
Mientras todos los dirigentes venezolanos dejaban de lado sus múltiples pendencias para cerrar filas en defensa de la amenazada democracia, representada por el presidente Pérez, Caldera, en una sesión extraordinaria del Parlamento, alzó despechado su voz para justificar las causas de aquel alzamiento militar, lo que le valió el reconocimiento de los descontentos.
Con la televisión transmitiendo en vivo, Caldera manifestó que el pueblo no salió en defensa de la libertad porque la democracia no había evitado que hubiera hambre ni una exorbitante subida de los precios o una corrupción rampante. Pidió a Pérez la rectificación política inmediata y profunda que el país reclamaba y afirmó que aquella intentona golpista era mucho más que la aventura de un puñado de militares ambiciosos y se debía a una situación grave en el país. Pocos meses después fracasó otro alzamiento.
Con la nación sumida en su peor crisis institucional en décadas, la democracia desacreditada, los viejos partidos desmoronándose, el prestigio de las instituciones por el piso, las finanzas quebradas, el precio del vital petróleo en mínimos y el país dividido, Caldera resultó en las elecciones de 1993 el principal beneficiario de la debacle nacional y las dos asonadas militares de 1992.
En unas elecciones que tuvieron el 40 % de abstención, Caldera ganó las presidenciales con el 30% de los votos, equivalente al 17% de todos los venezolanos mayores de 18 años, apoyado por un grupo de pequeñas fuerzas políticas disímiles, lo que pone de evidencia la precariedad política con que llegó nuevamente al poder casi octogenario, sin energías políticas ni vitales para unir al país.
Dos meses escasos después haber asumido la presidencia Caldera sobreseyó la causa que contra Chávez y otros militares felones seguía una corte marcial. Esa era su intención al menos desde que la noche de su triunfo en las urnas, arropado sobre todo por sus socios de la izquierda, habló con el encarcelado Chávez por un teléfono celular.
Se han dado varias razones sobre el porqué: para garantizar la gobernabilidad; por la necesidad de apaciguar a la dividida milicia; por la conveniencia de alcanzar la reconciliación nacional; ante la creencia de que Chávez en la cárcel era un mártir con la popularidad en crecimiento, pero en la calle sería prontamente olvidado; porque le debía el retorno a la presidencia.
Sea lo que fuere, Caldera cometió un grave error pues de haber propiciado una rápida condena seguida de la amnistía, Chávez y los demás militares golpistas, muchos de los cuales formarían el núcleo duro de su gobierno, hubieran quedado proscrito de por vida para aspirar a cargos públicos.
Lejos de quedar olvidado en la calle, Chávez se lanzó desde el primer día a la conquista del poder, esta vez sin recurrir a las armas. Ni Caldera ni nadie fue capaz de neutralizarlo ni mucho menos los viejos partidos para entonces hechos trizas. Simplemente corrió en una impresionante e incansable galopada que acabó cuando cinco años después, en febrero de 1999, se enjaretó la banda presidencial con un gesto de desprecio hacia su predecesor. «Haga usted lo que quiera», le respondió Caldera, que abandonó la investidura de Chávez y salió rumbo a la historia por una puerta del fondo.
En su testamento, Caldeara califica al régimen de Chávez de «autocracia ineficiente» y convoca a «detener el retroceso político» de Venezuela, a luchar «por la libertad y la democracia». Dice Caldera: «Es necesario retomar hoy esa lucha para sacar a la República del triste estado en que la ha sumido una autocracia ineficiente. Es preciso detener el retroceso político que sufrimos y poner remedio a la disgregación social. (…) Vemos en la América Latina la propaganda de nuevas manifestaciones de socialismo, que sólo han traído dictadura y miseria allí donde han sido gobierno, como en la hermana nación cubana. (…) El instinto certero de las masas desconfía de la revolución sin libertad, de la revolución que menosprecia la libertad, de la revolución que amenaza con extinguir la libertad. Porque la libertad, si no significa por sí misma la plenitud de la liberación, es el presupuesto de la liberación, es el instrumento para obtenerla».
La importancia de Caldera en la moderna historia Venezuela es harto conocida. El papel que sin darse cuenta jugó —quizás llevado por una gran soberbia y el empeño en volver a ser presidente de Venezuela— en el triunfo de Chávez ha salido a la luz tras su muerte. El autor de este blog vivió todo ese largo proceso en directo, en Caracas y ya escribió sobre ello en su día, sobre todo durante las elecciones de 1998 y la sucesión presidencial de 1999.
Caldera se ha ido a la tumba sin los homenajes que le correspondía como el jefe de Estado que fue en dos ocasiones porque no quería recibirlos del régimen chavista. Cuando la familia de Caldera comunicó el último deseo al Gobierno, probablemente hubo un suspiro de alivio. A partir de ahí, y sin homenajes, el sector oficialista venezolano ha guardado silencio.
Muerto Caldera, Venezuela tiene vivos, pero en avanzada edad, otros dos ex presidentes: Carlos Andrés Pérez, con 86 años, enemigo jurado de Chávez y viviendo en el exilio, y Ramón J. Velázquez, con 93, un intelectual que ocupó la jefatura del estado transitoriamente y con escasa significación. Chávez los considera a todos genuinos exponentes de la viaja clase corrupta de la Cuarta República que él enterró.
Francisco R. Figueroa
franciscorfigueroa@gmail.com
El hombre del año
Por donde se mire a Luiz Inácio Lula da Silva solo se le encuentra un defecto: la falta de un dedo meñique. Esa herida de guerra de cuando era un obrero del metal puede sintetizar una experiencia de vida asombrosa desde su nacimiento en el paupérrimo sertão de Pernambuco hasta eclipsar ahora, con 64 años, al mismísimo presidente de Estados Unidos.
El lulismo es moda mundial. En todas las latitudes este antiguo tornero y sindicalista rudo es proclamado el hombre del año, superando con holgura a Barack Obama. Presto a iniciar el último de sus ocho años en la presidencia de Brasil, a Lula —una «estrella del rock en la escena internacional», como lo llamó recientemente la revista Foreing Policy—, únicamente se le resiste el dominio de su propia sucesión, pese a que tiene el respaldo del 72% de los brasileños y apenas el rechazo del 6%. La candidata presidencial escogido por él a dedo, Dilma Rousseff, no despega de ningún modo.
Ese último año de Lula en la presidencia se pronostica excelente para Brasil, con prosperidad y trabajo mientras al mundo le cuesta remontar la crisis. Lula ha transmitido ese optimismo en su mensaje de Navidad a la Nación. La rueda de la economía brasileña girará en el 2010 por fortuna en forma saludable y sostenida.
En octubre de ese año las elecciones decidirán quien sucederá a este hijo del Brasil coronado por el éxito, el reconocimiento mundial y la casi unanimidad de sus paisanos, convertido en un mito al que le han hecho hasta una película. Le falta que le lleven en andas o le den el Óscar. Sin duda será despedido en olor de multitudes y pasará a la posteridad con el exagerado título de «o mais grande» presidente de la historia nacional.
A Lula, el hombre que el mundo alaba, se le atribuyen todas las proezas y los logros de su país, como si fuera un supermán y como si cada cosa dependiera de su supuestamente fantástica visión: la exitosa superación del crack del 2008, el descubrimiento de grandes reservas submarinas de petróleo, el Mundial de Fútbol del 2014, los Juegos Olímpicos del 2016, la proyección mundial del país como potencia de primer orden, la consolidación de Brasil en el agrobusiness internacional y como meca de las inversiones internacionales, que haya en el país más trabajo y menos pobreza, la elevación del salario mínimo, las pensiones y la autoestima de los brasileños a niveles sin precedentes, y que trata de tú a tú con Estados Unidos, Europa, Rusia, China o la India…
Se le perdona todo: la corrupción en su entorno, que se ha llevado por delante a varios de sus dos más importantes ministros y potenciales delfines (José Dirceu y Antonio Palocci); la mala catadura de algunos de sus principales aliados en el parlamento brasileño y los extraños compañeros de cama con los que gobierna; el clientelismo, la violencia social en las grandes ciudades y las desigualdades que persisten; que sea incapaz de articular ideas sobre su país o su simplismo; y hasta su desagradecida memoria a la hora de reconocer que las bases y vigas maestras del éxito actual de Brasil las echó su antecesor, el socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso, el hombre que le sirvió el cargo y el éxito en bandeja de oro puro.
Lula es un gobernante que ha osado desmarcase de Estados Unidos en la política internacional, tanto en Honduras como en otras latitudes. Por ejemplo, se toma de la mano con el ultraconservador y antisemita presidente iraní, Mahmud de Almadineyad, para mostrar a Washington su independencia sin complejos, que Brasil ha comenzado a actuar ni tener que pedir permiso a nadie, rumbo a su propio liderazgo global. Es Lula sentado a la vera del fuego con Obama decidiendo el futuro de la humanidad. Lula «encarna el renacimiento de un gigante», dijo el diario francés Le Monde al proclamarle el personaje del año. El mito hecho realidad, el «impávido coloso» que canta el himno nacional brasileño en acción.
A Lula se le agradece no haber caído en la tentación de transitar por la senda de Hugo Chávez y otros gobernantes latinoamericanos remendadores de constituciones para perpetuarse en el cargo. Cuándo alguien le preguntó que porqué no lo hizo con la fácil que habría resultado, respondió que en el momento en que alguien se cree insustituible nace un dictador. Exacto, pero hay que obrar en consecuencia.
Porque ese punto de vista no impide a Lula apoyar a la cofradía de caudillos de la reelección propia, comenzando por el propio Chávez, o la familiar, como los Kirchner, que se creen todos ellos imprescindibles, o tomar en Honduras, incluso desbordando arrogancia, la bandera bananera de Manuel Zelaya, que también emprendió con felonía la aventura de seguir en el poder, pese a la prohibición expresa que imponían las leyes nacionales.
Sin embargo, Lula parece que neutraliza a gobernantes como Chávez y logra que una parte de la izquierda latinoamericana se mire más en él, en su pragmatismo y convicciones democráticas, que en el exuberante y desproporcionado presidente venezolano, como ha ocurrido en los casos de los nuevos mandatarios de El Salvador, Mauricio Funes, y de Uruguay, José Mujica.
Dilma Rousseff asegura que de ganar ella la presidencia de Brasil sería como el tercer mandato de Lula. Claramente reconoce así que sin Lula ella no es nada. De hecho durante su vida solo ha sido guerrillera, eso sí, torturada por la dictadura, empleada pública especializada en energía y eficiente ministra de Lula. Pero nunca disputó cualquier clase de elección popular. Debutar en unas presidenciales puede resultar un desvarío, aunque su ángel de la guarda sea Lula.
Esta dura funcionaria, auténtica canciller de hierro en el gobierno de Lula desde su puesto de ministra de la Casa Civil (jefatura del Gabinete), no levanta pasiones en un país que necesita vibrar de entusiasmo ni la compasión del pueblo tras la exhibición algo desmedida de su cáncer linfático.
Aunque su principal rival —el socialdemócrata José Serra— es un triste de solemnidad, ha demostrado su eficacia, sobre todo en el campo de la economía y las finanzas, su especialidad. Ha sido ministro regional en el gobierno de São Paulo, diputado nacional reelecto, senador, ministro del Gobierno Federal en dos carteras distintas, gobernador del mayor estado brasileño (São Paulo) cuyo peso económico es semejante al argentino y alcalde de una de las mayores ciudades del mundo: São Paulo. Ya fue candidato presidencial en 2002, pero un Lula que en su cuarto asalto al poder logró por fin conectar con el electorado lo derrotó en segunda vuelta.
A nueve meses de las elecciones, que se celebran en primera vuelta el 3 de octubre venidero, y sin estar aún las candidaturas formalizadas, Serra aventaja a Rousseff, según distintas encuestadoras (entre ella Datafolha, Vox Populis e Instoé), por 37-44% a 18-23% en los sondeos sobre intención de voto, lo que indica que Lula no ha podido endosar a su indigitada el enorme apoyo popular que él conserva.
Si Serra acertara al escoger su compañero de fórmula para el cargo de vicepresidente—una buena opción es Marina Silva, el ex ministra ecologista disidente del partido de Lula, entra otras cosas por culpa de la propia Rousseff— las próximas elecciones brasileñas pueden ser para él como un baile de la victoria.
Mejor quizás para Lula pues dicen en Brasil que con Serra en la presidencia pueden quedar las cosas propicias para que el actual hombre del año trate en el 2014, con 69 años, de volver a ser presidente, por mucho que no le guste el continuismo y a riesgo de que le conviertan en eso que él no quiere: un «pequeño dictador». Sería el remake de «Lula, el hijo de Brasil», hoy en los cines.
Francisco R. Figueroa
franciscorfigueroa@hotmail.com
El lulismo es moda mundial. En todas las latitudes este antiguo tornero y sindicalista rudo es proclamado el hombre del año, superando con holgura a Barack Obama. Presto a iniciar el último de sus ocho años en la presidencia de Brasil, a Lula —una «estrella del rock en la escena internacional», como lo llamó recientemente la revista Foreing Policy—, únicamente se le resiste el dominio de su propia sucesión, pese a que tiene el respaldo del 72% de los brasileños y apenas el rechazo del 6%. La candidata presidencial escogido por él a dedo, Dilma Rousseff, no despega de ningún modo.
Ese último año de Lula en la presidencia se pronostica excelente para Brasil, con prosperidad y trabajo mientras al mundo le cuesta remontar la crisis. Lula ha transmitido ese optimismo en su mensaje de Navidad a la Nación. La rueda de la economía brasileña girará en el 2010 por fortuna en forma saludable y sostenida.
En octubre de ese año las elecciones decidirán quien sucederá a este hijo del Brasil coronado por el éxito, el reconocimiento mundial y la casi unanimidad de sus paisanos, convertido en un mito al que le han hecho hasta una película. Le falta que le lleven en andas o le den el Óscar. Sin duda será despedido en olor de multitudes y pasará a la posteridad con el exagerado título de «o mais grande» presidente de la historia nacional.
A Lula, el hombre que el mundo alaba, se le atribuyen todas las proezas y los logros de su país, como si fuera un supermán y como si cada cosa dependiera de su supuestamente fantástica visión: la exitosa superación del crack del 2008, el descubrimiento de grandes reservas submarinas de petróleo, el Mundial de Fútbol del 2014, los Juegos Olímpicos del 2016, la proyección mundial del país como potencia de primer orden, la consolidación de Brasil en el agrobusiness internacional y como meca de las inversiones internacionales, que haya en el país más trabajo y menos pobreza, la elevación del salario mínimo, las pensiones y la autoestima de los brasileños a niveles sin precedentes, y que trata de tú a tú con Estados Unidos, Europa, Rusia, China o la India…
Se le perdona todo: la corrupción en su entorno, que se ha llevado por delante a varios de sus dos más importantes ministros y potenciales delfines (José Dirceu y Antonio Palocci); la mala catadura de algunos de sus principales aliados en el parlamento brasileño y los extraños compañeros de cama con los que gobierna; el clientelismo, la violencia social en las grandes ciudades y las desigualdades que persisten; que sea incapaz de articular ideas sobre su país o su simplismo; y hasta su desagradecida memoria a la hora de reconocer que las bases y vigas maestras del éxito actual de Brasil las echó su antecesor, el socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso, el hombre que le sirvió el cargo y el éxito en bandeja de oro puro.
Lula es un gobernante que ha osado desmarcase de Estados Unidos en la política internacional, tanto en Honduras como en otras latitudes. Por ejemplo, se toma de la mano con el ultraconservador y antisemita presidente iraní, Mahmud de Almadineyad, para mostrar a Washington su independencia sin complejos, que Brasil ha comenzado a actuar ni tener que pedir permiso a nadie, rumbo a su propio liderazgo global. Es Lula sentado a la vera del fuego con Obama decidiendo el futuro de la humanidad. Lula «encarna el renacimiento de un gigante», dijo el diario francés Le Monde al proclamarle el personaje del año. El mito hecho realidad, el «impávido coloso» que canta el himno nacional brasileño en acción.
A Lula se le agradece no haber caído en la tentación de transitar por la senda de Hugo Chávez y otros gobernantes latinoamericanos remendadores de constituciones para perpetuarse en el cargo. Cuándo alguien le preguntó que porqué no lo hizo con la fácil que habría resultado, respondió que en el momento en que alguien se cree insustituible nace un dictador. Exacto, pero hay que obrar en consecuencia.
Porque ese punto de vista no impide a Lula apoyar a la cofradía de caudillos de la reelección propia, comenzando por el propio Chávez, o la familiar, como los Kirchner, que se creen todos ellos imprescindibles, o tomar en Honduras, incluso desbordando arrogancia, la bandera bananera de Manuel Zelaya, que también emprendió con felonía la aventura de seguir en el poder, pese a la prohibición expresa que imponían las leyes nacionales.
Sin embargo, Lula parece que neutraliza a gobernantes como Chávez y logra que una parte de la izquierda latinoamericana se mire más en él, en su pragmatismo y convicciones democráticas, que en el exuberante y desproporcionado presidente venezolano, como ha ocurrido en los casos de los nuevos mandatarios de El Salvador, Mauricio Funes, y de Uruguay, José Mujica.
Dilma Rousseff asegura que de ganar ella la presidencia de Brasil sería como el tercer mandato de Lula. Claramente reconoce así que sin Lula ella no es nada. De hecho durante su vida solo ha sido guerrillera, eso sí, torturada por la dictadura, empleada pública especializada en energía y eficiente ministra de Lula. Pero nunca disputó cualquier clase de elección popular. Debutar en unas presidenciales puede resultar un desvarío, aunque su ángel de la guarda sea Lula.
Esta dura funcionaria, auténtica canciller de hierro en el gobierno de Lula desde su puesto de ministra de la Casa Civil (jefatura del Gabinete), no levanta pasiones en un país que necesita vibrar de entusiasmo ni la compasión del pueblo tras la exhibición algo desmedida de su cáncer linfático.
Aunque su principal rival —el socialdemócrata José Serra— es un triste de solemnidad, ha demostrado su eficacia, sobre todo en el campo de la economía y las finanzas, su especialidad. Ha sido ministro regional en el gobierno de São Paulo, diputado nacional reelecto, senador, ministro del Gobierno Federal en dos carteras distintas, gobernador del mayor estado brasileño (São Paulo) cuyo peso económico es semejante al argentino y alcalde de una de las mayores ciudades del mundo: São Paulo. Ya fue candidato presidencial en 2002, pero un Lula que en su cuarto asalto al poder logró por fin conectar con el electorado lo derrotó en segunda vuelta.
A nueve meses de las elecciones, que se celebran en primera vuelta el 3 de octubre venidero, y sin estar aún las candidaturas formalizadas, Serra aventaja a Rousseff, según distintas encuestadoras (entre ella Datafolha, Vox Populis e Instoé), por 37-44% a 18-23% en los sondeos sobre intención de voto, lo que indica que Lula no ha podido endosar a su indigitada el enorme apoyo popular que él conserva.
Si Serra acertara al escoger su compañero de fórmula para el cargo de vicepresidente—una buena opción es Marina Silva, el ex ministra ecologista disidente del partido de Lula, entra otras cosas por culpa de la propia Rousseff— las próximas elecciones brasileñas pueden ser para él como un baile de la victoria.
Mejor quizás para Lula pues dicen en Brasil que con Serra en la presidencia pueden quedar las cosas propicias para que el actual hombre del año trate en el 2014, con 69 años, de volver a ser presidente, por mucho que no le guste el continuismo y a riesgo de que le conviertan en eso que él no quiere: un «pequeño dictador». Sería el remake de «Lula, el hijo de Brasil», hoy en los cines.
Francisco R. Figueroa
franciscorfigueroa@hotmail.com
Chile: duelo de momios
Las elecciones presidenciales chilenas acabaron sin sorpresas en un país predecible. Tanto la primera victoria de la derecha desde 1966 como la primera derrota de la centroizquierdista Concertación desde 1989 habían sido milimétricamente anticipada por las empresas de encuestas. El próximo 17 de enero Sebastián Piñera Echenique, de 60 años, y Eduardo Frei Ruiz-Tagle, de 67, disputaran a cara de perro una segunda vuelta en un duelo de «momios». Ambos lo son, según ese chilenismo que define a los conservadores. El próximo presidente de Chile ser, pues, de derechas.
El archimillonario opositor Piñera, a quien «Forbes» atribuye una fortuna de mil millones de dólares, es una suerte de Silvio Berlusconi chileno. A su poder económico y mediático busca sumar mando político. Ha obtenido el 44% por ciento de los votos. Toda una marca para la derecha chilena. Los sondeos para la segunda vuelta pronostican que su votación crecerá un 5%, al borde de la mayoría absoluta, que le bastará para convertirse en el primer jefe de Estado de derechas desde el gobierno dictatorial del general Augusto Pinochet (1973-1990). Los partidos de derecha parecen estar fuertemente unidos en torno a él.
Por su lado, Frei, un demócrata-cristiano tradicionalista, parco, estoico, aburrido y sin carisma pretende volver al sillón presidencial que ocupó de 1996 al 2000 y en el que también se sentó su homónimo padre entre 1966 y 1970. Logró un 29% de los sufragios como candidato oficialista del gobierno de Michelle Bachelet. Los encuestadores creen que en estos treinta días que faltan para el segundo escrutinio podrá sumar alrededor de un 2% cuando le separan de su rival casi un 15%. Es digno de resaltar que Frei no pudo beneficiarse de todo el enorme respaldo popular, cercano al 80%, que la presidenta Bachelet dispone. Vive frente a la posibilidad cierta de perder el 17 de enero.
La cuestión es que para ese segundo turno hay más de un 25% de votos en danza, que son los sumados este domingo por los otros dos candidatos presidenciales, ambos desgajados del bloque oficialista. La mayoría pertenecen a la sensación de estos comicios: Marcos Enríquez-Ominami, de 36 años, en quien muchos ven a un futuro presidente de Chile si sabe jugar sus cartas. El tiempo lo dirá. Tanto él, con el 20% de los votos, como Jorge Arrate, con el 6%, son disidentes del Partido Socialista, una de las dos principales fuerzas —junto a la Democracia Cristiana— de la Concertación, la coalición de centroizquierda que hizo posible, a partir de 1988, la reconstrucción de la democracia en Chile luego de la terrible dictadura de Pinochet.
La Concertación ha gobernado Chile desde 1990 hasta hoy, con Bachelet como la cuarta presidente de un conglomerado político que al cabo de estos dos decenios se nota con poca cohesión y fatigada. También seguramente eso sea porque ya no les une la necesidad de mantener a Pinochet a raya.
A priori parece más factible que la mayor parte de los votantes de Enríquez-Ominami y de Arrate se decanten por Frei para evitar al cacareado retorno al poder de la derecha de la mano de Piñera. Pero no parece factible que Frei sea capaz de arrastrar todo caudal de votos. Enríquez-Ominami no va a endorsa sus votos a Frei. De hecho, su proyecto político se fraguó contra Frei y ya ha dicho que no hará eso. Ha dejado en libertad a sus seguidores para que voten por quien les plazca. Claro, que podría cambiar de opinión si los jefes de la Concertación lo persuaden de que él va a ser su candidato presidencial en el 2013. Por el contrario, Arrate se apresuró a pedir el voto para Frei precisamente para cortarle el paso a la derecha. Quizás Enríquez-Ominami piense que tiene más futuro después de un periodo presidencial de la derecha dura.
El semblante de Piñera en la celebración de su triunfo, la noche del domingo electoral, parece mostrar la ardua tarea que tiene por delante de arañar votos para el segundo turno. Toda la derecha chilena, excepto la democristiana, estuvo con él en la primera. Lograron una votación histórica para ellos y la primera victoria desde que Frei padre ganó en 1966.
Todo indica, según los analistas, que Chile quiere abrir una nueva etapa en su vida democrática, dando por cerrada la larga Transición que se inició en 1989. Es una nueva etapa de renovación y cambio tras estas primeras elecciones sin el general Pinochet, tanto en la derecha, como en la Concertación, que tendrá que definir su rumbo, como para el gobierno de la nación.
Francisco R. Figueroa
franciscorfigueroa@hotmail.com
El archimillonario opositor Piñera, a quien «Forbes» atribuye una fortuna de mil millones de dólares, es una suerte de Silvio Berlusconi chileno. A su poder económico y mediático busca sumar mando político. Ha obtenido el 44% por ciento de los votos. Toda una marca para la derecha chilena. Los sondeos para la segunda vuelta pronostican que su votación crecerá un 5%, al borde de la mayoría absoluta, que le bastará para convertirse en el primer jefe de Estado de derechas desde el gobierno dictatorial del general Augusto Pinochet (1973-1990). Los partidos de derecha parecen estar fuertemente unidos en torno a él.
Por su lado, Frei, un demócrata-cristiano tradicionalista, parco, estoico, aburrido y sin carisma pretende volver al sillón presidencial que ocupó de 1996 al 2000 y en el que también se sentó su homónimo padre entre 1966 y 1970. Logró un 29% de los sufragios como candidato oficialista del gobierno de Michelle Bachelet. Los encuestadores creen que en estos treinta días que faltan para el segundo escrutinio podrá sumar alrededor de un 2% cuando le separan de su rival casi un 15%. Es digno de resaltar que Frei no pudo beneficiarse de todo el enorme respaldo popular, cercano al 80%, que la presidenta Bachelet dispone. Vive frente a la posibilidad cierta de perder el 17 de enero.
La cuestión es que para ese segundo turno hay más de un 25% de votos en danza, que son los sumados este domingo por los otros dos candidatos presidenciales, ambos desgajados del bloque oficialista. La mayoría pertenecen a la sensación de estos comicios: Marcos Enríquez-Ominami, de 36 años, en quien muchos ven a un futuro presidente de Chile si sabe jugar sus cartas. El tiempo lo dirá. Tanto él, con el 20% de los votos, como Jorge Arrate, con el 6%, son disidentes del Partido Socialista, una de las dos principales fuerzas —junto a la Democracia Cristiana— de la Concertación, la coalición de centroizquierda que hizo posible, a partir de 1988, la reconstrucción de la democracia en Chile luego de la terrible dictadura de Pinochet.
La Concertación ha gobernado Chile desde 1990 hasta hoy, con Bachelet como la cuarta presidente de un conglomerado político que al cabo de estos dos decenios se nota con poca cohesión y fatigada. También seguramente eso sea porque ya no les une la necesidad de mantener a Pinochet a raya.
A priori parece más factible que la mayor parte de los votantes de Enríquez-Ominami y de Arrate se decanten por Frei para evitar al cacareado retorno al poder de la derecha de la mano de Piñera. Pero no parece factible que Frei sea capaz de arrastrar todo caudal de votos. Enríquez-Ominami no va a endorsa sus votos a Frei. De hecho, su proyecto político se fraguó contra Frei y ya ha dicho que no hará eso. Ha dejado en libertad a sus seguidores para que voten por quien les plazca. Claro, que podría cambiar de opinión si los jefes de la Concertación lo persuaden de que él va a ser su candidato presidencial en el 2013. Por el contrario, Arrate se apresuró a pedir el voto para Frei precisamente para cortarle el paso a la derecha. Quizás Enríquez-Ominami piense que tiene más futuro después de un periodo presidencial de la derecha dura.
El semblante de Piñera en la celebración de su triunfo, la noche del domingo electoral, parece mostrar la ardua tarea que tiene por delante de arañar votos para el segundo turno. Toda la derecha chilena, excepto la democristiana, estuvo con él en la primera. Lograron una votación histórica para ellos y la primera victoria desde que Frei padre ganó en 1966.
Todo indica, según los analistas, que Chile quiere abrir una nueva etapa en su vida democrática, dando por cerrada la larga Transición que se inició en 1989. Es una nueva etapa de renovación y cambio tras estas primeras elecciones sin el general Pinochet, tanto en la derecha, como en la Concertación, que tendrá que definir su rumbo, como para el gobierno de la nación.
Francisco R. Figueroa
franciscorfigueroa@hotmail.com
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Chile y sus fantasmas
A 36 años del golpe del general Augusto Pinochet, 20 de la recuperación de la democracia y justo cuando la derecha supuestamente «despinochetizada» está en situación de retornar al poder, Chile anda a las vueltas con sus fantasmas. Es la casa de los espíritus en estado puro ante las elecciones del próximo domingo.
De una manera u otra en plena calenturón electoral han sido paseados los cadáveres del cantautor Víctor Jara y el ex presidente Eduardo Frei Montalva, ambos asesinados por la dictadura en diferentes circunstancias, el primero en 1973 a tiros tras tormentos horribles y el segundo en 1982 envenenado en la cama del hospital donde había sido operado. Salieron también a relucir algunos muertos célebres como los omnipresentes Salvador Allende y Augusto Pinochet o padres de celebridades como el líder «mirista» Miguel Enríquez y el general Alberto Bachelet, así como otros con menos notoriedad.
La descomunal represión y la dictadura de Pinochet proyectan sus largas y siniestras sombras sobre el presente y parecen usadas como arietes contra el cantado retorno al poder de la derecha, de la mano de Sebastián Piñera, un multimillonario sin filiación pinochetista. Pasa como en España donde al cabo 70 años del fin de la Guerra Civil y casi 35 del entierro del general Francisco Franco aún quedan muertos dando vueltas por conveniencias políticas.
Las encuestas de intención de voto pronostican que Piñera [60 años], al frente de los partidos de derecha, obtendrá un 44% de los sufragios. Frete a él aparece con un 31% el democristiano Eduardo Frei Ruiz-Tagle [67], un ex mandatario en busca de una reelección casi imposible e hijo del asesinado Frei Montalva. El tercero en discordia con 18% es Marcos Enríquez-Ominami [36], hijo de otro muerto célebre, el líder del MIR, Miguel Enríquez, caído frete a las fuerzas de seguridad de Pinochet en 1974, hijo adoptivo del notorio socialista Carlos Ominami, esposo de la celebridad mediática Karen Doggenweiler y, si el camino no se le tuerce, llamado a ocupar la Casa de la Moneda no por estas elecciones sino posiblemente tras las siguientes, en el 2014.
Todo indica que habrá una segunda vuelta, el 17 de enero próximo, en la que, siempre según las últimas encuestas, Piñera, dueño de la aerolínea LAN y con una fortuna estimada en 1.200 millones de dólares, se convertirá, por un 49% a un 32%, en el quinto presidente chileno de la era democrática iniciada a fines de los años ochentas del siglo pasado cuando el pueblo derrotó al régimen militar de Pinochet con sus propias armas después de 17 años de dictadura. Piñera compite por segunda vez, después de que cuatro años atrás caer por las justas ante Michelle Bachelet en unas elecciones marcadas por una abúlica normalidad.
Cuando Piñera se perfila como ganador de las elecciones, a menos de una semana de que sean abiertas las urnas y a los 27 años de su muerte, un juez mandó prender a los seis responsables del asesinato del ex presidente Frei Montalva (1964-1970), líder conservador, instigador del cruento golpe de 1973 y luego núcleo del primer conato de oposición organizada al despiadado régimen militar, lo que le costó la vida.Eso levantó las suspicacias y ha sido visto como una maniobra que favorable al retorno de Frei hijo al sillón presidencial.
El ex gobernante responde diciendo que esas acusaciones son de «una bajeza impresionante». Pero se fue con un nutrido grupo de partidarios y dirigentes afines a la tumba de su padre en un acto de fuerte contenido político y, por tanto, electoral.
Ha habido también una necrófila exhibición en la recta final de la campaña electoral de los restos de Víctor Jara, exhumado en junio pasado. Después de varios días de homenajes y velatorios ha acabado de nuevo en el cementerio General de Santiago al cabo de 36 años, esta vez en olor de multitudes. Jara fue una víctima de esa derecha —o de sus herederos políticos— que ahora busca el retorno al poder de la mano de Piñera. Como gran símbolo de la represión «pinochetista», su segundo entierro tiene un enorme peso en votos en un país con un electorado envejecido.
Llama la atención que mientras Frei hijo fue presidente (1994-2000) evitó investigar el asesinato de su progenitor, aunque la familia presumía de que había sido envenenado. No tuvo el coraje personal ni las agallas políticas. Por el contrario, puso todo su empeño para conseguir que Pinochet no fuera extraditado por Gran Bretaña a España para rendir cuentas ante el juez Baltasar Garzón por sus múltiples crímenes de lesa humanidad. Estos son hechos. A Frei hijo siempre se le notó, más que otros dirigentes políticos chilenos, el sable del general en el pescuezo.
Ahora se jacta de que en Chile la justicia tarda, pero llega.Aunque las fuerzas civiles que anduvieron con Pinochet y sus herederos estén ahora detrás de la candidatura de Piñera, éste nada tuvo que ver con la dictadura. Al menos nada le han podido achacar, salvo que siendo senador de la derecha fue uno de los que trató de dar, en 1995, carpetazo al pasado dictatorial. El padre de Piñera fue gran amigo de Frei Montalva. El propio Piñera se unió en la transición a la derechista Renovación Nacional porque la Democracia Cristiana no le quiso en sus filas, en sus aspiraciones de convertirse en senador. En el plebiscito de 1988 se había decantado contra Pinochet, como hizo el arco iris de fuerzas democráticas que doblaron el brazo al general en su proyecto de perpetuarse en el poder y abrieron el camino a la coalición Concertación Democrática que ganó las elecciones de 1989 y ha gobernado hasta ahora alternándose democristianos (Patricio Aylwin, primero, y Frei hijo después) con socialdemócratas (Ricardo Lago seguido por Michelle Bachelet).
Agotada y descompuesta, la Concertación sale virtualmente rota de estas elecciones o con poca vida por delante, salvo que Bachelet, que tiene un 80% de aprobación popular, y Ricardo Lagos fueran capaces de pilotar una reconversión, que sería vista como más de lo mismo. De hecho, Enríquez-Ominami es producto de una fractura del Partido Socialista de Bachelet y Lagos del que salió por la negativa a celebrar elecciones internas para escoger al candidato presidencial.
Es una coalición que comienza a oler a naftalina, acostumbrada al poder y a las alternancias entre sus dos principales fuerzas. Esta vez, tras dos turnos para los democristianos y otros dos para los socialistas, era de nuevo la hora de un dinosaurio. Pero se confundieron e igual hubiera dado que el candidato fuera democristiano (Frei hijo) como socialista (José Miguel Insulza, el secretario general de la OEA).
Enríquez-Ominami partió como un «outsider». Llevó aire fresco a la política chilena. Se identificó con las generaciones más jóvenes, con la modernidad y la era de Internet, y atrajo a los desencantados de la Concertación. Desde luego, con su candidatura evita que la Concertación retenga el poder y facilita el retorno de la derecha. Pero queda en inmejorable situación para los comicios del 2014. Tendrá que convencer a la descreída juventud chilena a participar en la política. Esta campaña se la servido para proyectarse como el auténtico fenómeno nacional a todos los rincones de Chile. Sin duda sus opciones aumentarán más tras un Gobierno derechista de Piñera que luego de otro cuatro años con la Concertación.
Francisco R. Figueroa
franciscorfigueroa@hotmail.com
De una manera u otra en plena calenturón electoral han sido paseados los cadáveres del cantautor Víctor Jara y el ex presidente Eduardo Frei Montalva, ambos asesinados por la dictadura en diferentes circunstancias, el primero en 1973 a tiros tras tormentos horribles y el segundo en 1982 envenenado en la cama del hospital donde había sido operado. Salieron también a relucir algunos muertos célebres como los omnipresentes Salvador Allende y Augusto Pinochet o padres de celebridades como el líder «mirista» Miguel Enríquez y el general Alberto Bachelet, así como otros con menos notoriedad.
La descomunal represión y la dictadura de Pinochet proyectan sus largas y siniestras sombras sobre el presente y parecen usadas como arietes contra el cantado retorno al poder de la derecha, de la mano de Sebastián Piñera, un multimillonario sin filiación pinochetista. Pasa como en España donde al cabo 70 años del fin de la Guerra Civil y casi 35 del entierro del general Francisco Franco aún quedan muertos dando vueltas por conveniencias políticas.
Las encuestas de intención de voto pronostican que Piñera [60 años], al frente de los partidos de derecha, obtendrá un 44% de los sufragios. Frete a él aparece con un 31% el democristiano Eduardo Frei Ruiz-Tagle [67], un ex mandatario en busca de una reelección casi imposible e hijo del asesinado Frei Montalva. El tercero en discordia con 18% es Marcos Enríquez-Ominami [36], hijo de otro muerto célebre, el líder del MIR, Miguel Enríquez, caído frete a las fuerzas de seguridad de Pinochet en 1974, hijo adoptivo del notorio socialista Carlos Ominami, esposo de la celebridad mediática Karen Doggenweiler y, si el camino no se le tuerce, llamado a ocupar la Casa de la Moneda no por estas elecciones sino posiblemente tras las siguientes, en el 2014.
Todo indica que habrá una segunda vuelta, el 17 de enero próximo, en la que, siempre según las últimas encuestas, Piñera, dueño de la aerolínea LAN y con una fortuna estimada en 1.200 millones de dólares, se convertirá, por un 49% a un 32%, en el quinto presidente chileno de la era democrática iniciada a fines de los años ochentas del siglo pasado cuando el pueblo derrotó al régimen militar de Pinochet con sus propias armas después de 17 años de dictadura. Piñera compite por segunda vez, después de que cuatro años atrás caer por las justas ante Michelle Bachelet en unas elecciones marcadas por una abúlica normalidad.
Cuando Piñera se perfila como ganador de las elecciones, a menos de una semana de que sean abiertas las urnas y a los 27 años de su muerte, un juez mandó prender a los seis responsables del asesinato del ex presidente Frei Montalva (1964-1970), líder conservador, instigador del cruento golpe de 1973 y luego núcleo del primer conato de oposición organizada al despiadado régimen militar, lo que le costó la vida.Eso levantó las suspicacias y ha sido visto como una maniobra que favorable al retorno de Frei hijo al sillón presidencial.
El ex gobernante responde diciendo que esas acusaciones son de «una bajeza impresionante». Pero se fue con un nutrido grupo de partidarios y dirigentes afines a la tumba de su padre en un acto de fuerte contenido político y, por tanto, electoral.
Ha habido también una necrófila exhibición en la recta final de la campaña electoral de los restos de Víctor Jara, exhumado en junio pasado. Después de varios días de homenajes y velatorios ha acabado de nuevo en el cementerio General de Santiago al cabo de 36 años, esta vez en olor de multitudes. Jara fue una víctima de esa derecha —o de sus herederos políticos— que ahora busca el retorno al poder de la mano de Piñera. Como gran símbolo de la represión «pinochetista», su segundo entierro tiene un enorme peso en votos en un país con un electorado envejecido.
Llama la atención que mientras Frei hijo fue presidente (1994-2000) evitó investigar el asesinato de su progenitor, aunque la familia presumía de que había sido envenenado. No tuvo el coraje personal ni las agallas políticas. Por el contrario, puso todo su empeño para conseguir que Pinochet no fuera extraditado por Gran Bretaña a España para rendir cuentas ante el juez Baltasar Garzón por sus múltiples crímenes de lesa humanidad. Estos son hechos. A Frei hijo siempre se le notó, más que otros dirigentes políticos chilenos, el sable del general en el pescuezo.
Ahora se jacta de que en Chile la justicia tarda, pero llega.Aunque las fuerzas civiles que anduvieron con Pinochet y sus herederos estén ahora detrás de la candidatura de Piñera, éste nada tuvo que ver con la dictadura. Al menos nada le han podido achacar, salvo que siendo senador de la derecha fue uno de los que trató de dar, en 1995, carpetazo al pasado dictatorial. El padre de Piñera fue gran amigo de Frei Montalva. El propio Piñera se unió en la transición a la derechista Renovación Nacional porque la Democracia Cristiana no le quiso en sus filas, en sus aspiraciones de convertirse en senador. En el plebiscito de 1988 se había decantado contra Pinochet, como hizo el arco iris de fuerzas democráticas que doblaron el brazo al general en su proyecto de perpetuarse en el poder y abrieron el camino a la coalición Concertación Democrática que ganó las elecciones de 1989 y ha gobernado hasta ahora alternándose democristianos (Patricio Aylwin, primero, y Frei hijo después) con socialdemócratas (Ricardo Lago seguido por Michelle Bachelet).
Agotada y descompuesta, la Concertación sale virtualmente rota de estas elecciones o con poca vida por delante, salvo que Bachelet, que tiene un 80% de aprobación popular, y Ricardo Lagos fueran capaces de pilotar una reconversión, que sería vista como más de lo mismo. De hecho, Enríquez-Ominami es producto de una fractura del Partido Socialista de Bachelet y Lagos del que salió por la negativa a celebrar elecciones internas para escoger al candidato presidencial.
Es una coalición que comienza a oler a naftalina, acostumbrada al poder y a las alternancias entre sus dos principales fuerzas. Esta vez, tras dos turnos para los democristianos y otros dos para los socialistas, era de nuevo la hora de un dinosaurio. Pero se confundieron e igual hubiera dado que el candidato fuera democristiano (Frei hijo) como socialista (José Miguel Insulza, el secretario general de la OEA).
Enríquez-Ominami partió como un «outsider». Llevó aire fresco a la política chilena. Se identificó con las generaciones más jóvenes, con la modernidad y la era de Internet, y atrajo a los desencantados de la Concertación. Desde luego, con su candidatura evita que la Concertación retenga el poder y facilita el retorno de la derecha. Pero queda en inmejorable situación para los comicios del 2014. Tendrá que convencer a la descreída juventud chilena a participar en la política. Esta campaña se la servido para proyectarse como el auténtico fenómeno nacional a todos los rincones de Chile. Sin duda sus opciones aumentarán más tras un Gobierno derechista de Piñera que luego de otro cuatro años con la Concertación.
Francisco R. Figueroa
franciscorfigueroa@hotmail.com
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