Lo que comenzó siendo una algarada en las tierras altas andinas del sur, promovidas por fuerzas de izquierda indeterminadas, en procura de reponer a Castillo, pronto se transformó en un vasto motín de civiles en el que cayeron muertas unas sesenta personas y heridas más de mil, aparte cuantiosos daños materiales.
Los sublevados pusieron la mira en la sucesora constitucional de Castillo, su pareja de baile electoral en 2021, la vicepresidenta Dina Boluarte. Las izquierdas —que las derechas dividen entre «terrucos» o «neosenderistas» (herederos del terrorismo de los ochentas) y «caviares», aunque los de esa ideología están más dispersos, divididos por sus viejas doctrinas y personalismos— olieron la enorme debilidad y desprestigio de las instituciones –y, quizás, también aprovecharon la condición de la mandataria de mujer sin experiencia de gobierno y poco fogueada en el lodazal político nacional–, para tratar de sacar adelante una revolución que tienen pendiente lo menos desde los años sesentas del siglo pasado, cuando surgieron en el Perú los primero focos guerrilleros estimulados desde La Habana por Fidel Castro, como tantos otros alzamientos armados que patrocinó el difunto pope cubano a lo largo de Latinoamérica.
La senda revolucionaria en el Perú pasó en su historia reciente por diversas etapas: esas guerrillas castristas iniciales, el militarismo nacionalista socializante del general y presidente Juan Velasco Alvarado, el maoísmo de degollina de Sendero Luminoso del demente Abimael Guzmán y el guevarismo, primero robinhoodiano y luego homicida, del Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA), sin contar otras hornadas rebeldes que salpimentaron la vida nacional, desgajes del viejo Partido Socialista Peruano (comunista) fundado en 1928 por José Carlos Mariátegui, y aderezadas con el indigenismo recurrente al que se aferraron los huérfanos del hundimiento del Titanic soviético. Y todos ellos creyendo que el abandono histórico del mundo andino, la explotación centenaria del indio, la aflicción de los pueblos originarios y la incuria de la lejana e impasible Lima que se lo roba todo, harían posibles sus empresas revolucionarias. Los «turbios mecanismos de la lucha política, el delirio ideológico (…) producto de las lamentables condiciones sociales y económicas (...) que se inscriben en un contexto histórico desgarrado», como escribió el Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa en su séptima novela, Historia de Mayta (1984), sobre el joven trotskista Alejandro, sensible, idealista e ingenuo, envuelto en una malograda insurrección que toma como referencia un levantamiento de un grupúsculo marxista armado en 1962 en Jauja, ciudad de los Andes centrales.
En 1990, en una carambola electoral –otra pirueta disparatada en el devenir nacional– llegó imprevistamente al poder el «nikkei» Alberto Fujimori, quien fue prontamente ladeado por fuerzas militares y policiales deseosas de redención tras un decenio de reveses y excesos en la lucha contra la subversión, aquella guerra insensata de más de diez años y 60.000 muertos, en un país caótico en crisis terminal. Tras su exitoso autogolpe de 1992 y el destrozo del terrorismo, una etapa de paz precaria dio pasó a una cierta estabilidad y prosperidad producida por el modelo neoliberal, con una corrupción rampante en la esfera gubernamental que acabaría con la huida del Chino, como era conocido Fujimori. La progresiva degradación de la vida pública durante los siguientes veinte años no dejó indemne a ningún mandatario peruano, menoscabó las instituciones y convirtió la mayoría de partidos políticos en virtuales bandas de zamuros.
En 2021, tras haber visto pasar por el palacio presidencial a cuatro inquilinos en tres años, el pueblo peruano, terriblemente desorientado, escogió como nuevo mandatario al seguramente más incompetente del elenco de dieciocho candidatos propuestos por el abigarrado mundillo político peruano.
Era un maestro de escuela rural con sombrero chotano que irradiaba a su paso ineptitud: Pedro Castillo Terrones, una figura naif movido entonces por un dirigente político comunista formado como médico e ideológicamente en Cuba, que estaba inhabilitado como candidato por sus trapacerías siendo gobernador de la región serrana de Junín. Vladimir Cerrón, amo del partido marxista Perú Libre, colocó de lugarteniente de Castillo en la fórmula electoral a Dina Boluarte, una funcionaria de un registro civil de un barrio de Lima sin relevancia política. En otra cabriola insensata de la historia peruana, ellos ganaron las elecciones. Volvió a triunfar, como en 1990, la antipolítica, el sufragio contra las derechas, lo rural y andino contra lo limeño y costeño, aunque por un margen tan estrecho de dos décimas del voto válido sobre la conservadora Keiko Fujimori, hija del antiguo dictador encarcelado.
Tras una farragosa trifulca poselectoral y un recuento agónico de los votos, Castillo, entonces con 51 años de edad y justo en el simbólico día del bicentenario de la independencia nacional, pudo asumir la presidencia para el quinquenio 2021-26, disfrazado de Evo Morales, el caudillo aymara boliviano, sin que casi nadie diera nada por sus huesos y con la promesa de acabar con el profundo e histórico malestar social. «No más pobres en un país rico», proclamaba con, dijo, el “corazón abierto a todos los peruanos” y una promesa vaga de alcanzar un Perú «de todas las sangres más justo, soberano, digno y humano». Es cierto que fue objeto de hostigamiento permanente por parte de las derechas políticas y mediáticas. Pero también es verdad que en el entorno presidencial y dentro de su propia familia floreció la corrupción. Su probada ineptitud hizo el resto.
Al cabo de dieciséis meses de desgobierno, torpezas, escándalos y unos ochenta ministros escogidos al voleo, que se atropellaban entrando y saliendo en la puerta del gabinete, Castillo optó por patear la Constitución. Fue un acto de surrealismo, su postrero desatino. En aparente soledad, anunció al país que asumía poderes dictatoriales, cerraba el parlamento e intervenía los altos tribunales de justicia, al tiempo que proponía la convocatoria de una constituyente, una aspiración recurrente de las izquierdas latinoamericanas, sin importar el estrepitoso fracaso que tuvo en Chile. Castillo carecía de facultades constitucionales para dictar ninguna de esas medidas. A diferencia de lo que ocurrió en 1992 con el autogolpe de Fujimori, que fue secundado por las fuerzas armadas y policiales, sectores políticos, económicos y de los medios de comunicación y la mayoría de peruanos, a Castillo nadie le siguió. El relato de sus partidarios internos y extranjeros presenta a Castillo como víctima de un golpe del Congreso y de las derechas. Pero la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero, como nos dejó escrito Antonio Machado.
El mandatario cómicamente insurgente fue detenido por sus propios guardaespaldas cuando huía en busca de asilo y enseguida puesto en prisión y a disposición de la justicia. El Congreso, en una votación de 101 votos a favor de 130 posibles, y en uso de una prerrogativa legal, lo defenestró en el acto e invistió a Boluarte, de acuerdo a las previsiones sucesorias consagradas en la Constitución. Los valedores de Castillo adujeron que la mayoría que decidió su destitución exprés no alcanzó los cinco cuartos requeridos ni permitió al golpista ejercer el derecho a presentar defensa en su juicio político.
El objetivo inicial del rabioso alzamiento popular, que estalló en las regiones andinas del sur, fue –como se ha ficho– la reposición de Castillo, con el argumento de que originalmente era un campesino pobre, un maestro de escuela elegido por el pueblo, que los representaba y que había sufrido un golpe de las derechas, el imperialismo, el neoliberalismo y todos los demás ismos que suelen usarse para soliviantar a las masas.
El mexicano Andrés Manuel López Obrador, el colombiano Gustavo Petro, el argentino Alberto Fernández y, más tarde, el chileno Gabriel Boric se convirtieron en valedores de Castillo en reiteradas intromisiones en la vida nacional peruana propias de las prácticas «imperialistas» e «injerencistas» que todos ellos tanto condenan, con lo que azuzaban implícitamente la revuelta. El caudillo Morales incluso había sembrado cizaña sobre el terreno. El caso de Boric es peculiar porque al principio se había pronunciado a favor de la vía constitucionalista de la crisis, es decir, de la sucesión del golpista Castillo por su vicepresidenta legítima. Seguramente Boric fue impelido por sus dogmáticos socios comunistas en el gobierno de Chile a unirse al orfeón castillista.
Durante semanas fueron cortadas carreteras, caminos, vías férreas y aeropuertos; se destruyeron propiedades públicas y privadas. Las hordas fueron lanzadas luego contra Lima, desplazadas con posible financiación que los jueces investigan y agitadores llegados desde el extranjero. A la sombra de las manifestaciones de ciudadanos pacíficos hubo vandalismo, incendios y saqueos. Se causó desabastecimiento, se obstaculizó el derecho ciudadano al libre tránsito, se ocuparon instalaciones públicas, se llegó a quemar vivo a un policía y se causó la muerte de enfermos o recién nacidos que por los bloqueos no pudieron llegar a los hospitales.
El Estado usó, incluso en demasía y a tiro limpio, su facultad al empleo interno de la fuerza frente a la violencia de los actos antidemocráticos. Seguramente pagaron justos por pecadores. Pronto las decenas de muertos causados por la represión fueron lanzados contra la presidenta al grito de «Dina, asesina”», aunque Boluarte sea también andina, igualmente de extracción humilde y fuera escogida para la vicepresidencia exactamente por los mismos votos que obtuvo el mandatario caído como binomio electoral de Perú Libre, cuyos representantes agitaban el alzamiento. ¿Cómo mantener la autoridad, la vigencia de las leyes, frente a unas turbas enardecidas por fuerzas que quieren apoderarse del poder, establecer un nuevo régimen a la medida de ellos y sus ambiciones, en una realidad tan compleja como la peruana sin que el Estado se vuelva represivo? Es cierto que el gobierno de Lima se ha situado más a la derecha, pero dicta mucho del retrato autoritario, dictatorial y fascista que hacen de él en el otro bando.
Curiosamente la iracundia popular fue mayor en regiones de los Andes profundos –como Puno, Cusco o Ayacucho– donde el tándem Castillo-Boluarte había logrado más del 80 % en el balotaje electoral. Pero esos electores no se hacen ahora responsables de la decisión que tomaron escogiéndoles, una falta de responsabilidad que indica un evidente fracaso como sociedad.
Al ripio «Dina, asesina» los dirigentes de las izquierdas se llenaron la boca -y las redes sociales- hablando de «desligitimación» de la mandataria, de «ejecuciones» y de «genocidio». Muchos pobladores andinos fueron acarreados a Lima y estimulados para llevar la protesta a la «pérfida» capital origen de todos sus males.
Pronto se olvidaron de Castillo. La urgencia pasó a ser la renuncia de la desventurada Boluarte, la disolución del Congreso, la convocatoria de elecciones anticipadas, que más del 70 % de la gente reclama, según las encuestas. Las izquierdas exigen también la asamblea constituyente adanista. Boluarte, que constitucionalmente tiene mandato hasta 2026, se niega sistemáticamente a renunciar y el fragmentado Congreso no logra aprobar la reforma constitucional que permitiría adelantar los comicios, recorte del período presidencial con el que Boluarte está de acuerdo. En el parlamento unas veces ha primado la intransigencia de las derechas, otras de las izquierdas y a veces de ambas. Es difícil establecer líneas claras de actuación política porque las bancadas se dividen y subdividen, se mezclan y confunden, a la hora de votar. Un anticipo electoral significa que los 130 congresistas se vayan a sus casas mucho antes de lo que preveían, sin sueldos ni regalías y sin poder legalmente buscar la reelección.
Es cierto que la Carta Magna peruana necesita ser reformada, que el modelo de Estado que consagra no sirve más al país, sobre todo en su enfoque social, en el modelo mercantilista educativo, sanitario, de pensiones, de protección al ciudadano en definitiva. La Constitución vigente de 1993 tiene su origen en el autogolpe de Fujimori y en una constituyente producto de unas elecciones contaminadas en las que el oficialismo y sus aliados se garantizaron el control absoluto de proceso y que la nueva Carta Magna fue aprobada en referéndum con una elevada abstención que redujo el respaldo al 34 % de los peruanos mayores de dieciocho años, aunque entró en vigor con una mayoría legal.
Parece que la única vía que queda para celebrar elecciones anticipadas es la renuncia de Boluarte. Si así sucediera, tendría que asumir interinamente la jefatura de Estado el presidente del Congreso, José Williams, un general de la reserva de 71 años bastante de derechas, impopular y de pasado oscuro a quien las izquierdas detestan.
Como pone de manifiesto el escritor peruano Gustavo Rodríguez, en una reciente entrevista con El País, Perú parece «una casa de locos extraña», un país que «consciente o inconscientemente busca una nueva dictadura, (...) un salvador, un mesías que ponga orden y que nos diga qué hacer (...) sin percatarnos de las terribles consecuencias que eso tendría». ✅
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