Todo apunta hoy a que Manuel «Mel» Zelaya no recuperará nunca la presidencia de Honduras, ni por el imperio de la ley —que él violó—, ni por las bravatas de Hugo Chávez, las monsergas de Daniel Ortega o los cantos catastrofistas de Fidel Castro. Tampoco por la ineficaz OEA. En Honduras no hay fuerzas significativas que lo respalden ni una opinión popular mayoritaria a su favor. Simplemente, «Mel» Zelaya se puso la soga al cuello, se lanzó al vacío y quedó ahorcado. Jugó con fuego, degradó la democracia, se extralimitó olvidando que sus poderes no era omnímodos y permitió una burda injerencia en su país de Venezuela, Cuba y Nicaragua tendente a cambiar el modelo de convivencia democrática pactado en 1982 para llevar a Honduras al labrantío «chavista».
Pasado el sobresalto inicial causado por la acción de los soldados hondureños echando en pijama a un mandatario elegido por votación popular, que hizo creer a los menos informados en un golpe de Estado latinoamericano a la antigua usanza de los militares gorilas, ahora se está valorando que en Honduras, tras esa suerte de golpe blanco (o blando), la Constitución haya funcionado y la democracia, aunque débil, continúe a pleno pulmón, pese al aislamiento internacional.
En las primeras horas triunfó la idea de que a América Latina habían vuelto los golpes de los militares felones de los años sesentas y setentas como los de Augusto Pinochet o Rafael Videla y sus acólitos. En aquel continente no ha dejado de haber golpes en todo este tiempo. Se cambió el estilo, pero golpes de Estado consumados –aparte intentonas– ha habido en Perú (1992), Venezuela (1993) y Ecuador (1997, 2000 y 2005) en los que unos poderes del Estado destituyeron a los presidentes sin tener potestad para ello. Se clausuró el Legislativo y fue disuelto el Judicial como hizo el peruano Alberto Fujimori; el Parlamento declaró vacante la presidencia con el silenció cómplice de la Justicia para echar del poder al venezolano Carlos Andrés Pérez y al ecuatoriano Lucio Gutiérrez; lo expusieron como un loco sin que mediara un examen médico como fue el caso del ecuatoriano Abdalá Bucaram; se lazaron contra él hordas indígenas delante de los uniformados como le ocurrió a su compatriota Jamil Mahuad. En todos esos casos la Organización de Estados Americanos (OEA) contemporizó. En Argentina, Brasil, Bolivia y Paraguay se produjeron en estos últimos 20 años tumultuosas caídas presidenciales como resultados de grave crisis, en algunos casos con el pueblo alzado.
¿De qué tipo de golpe de Estado estamos hablando en Honduras? No debe costar entender que dos poderes del Estado se vieron obligados actuar contra el Ejecutivo, en defensa de la Constitución, porque el presidente Zelaya la había violentado con la intención de eternizarse en el poder. Se extralimitó en sus competencias convocando una consulta popular, originó un grave conflicto con el Legislativo y el Judicial, frente a los que se mostró en rebeldía, se olvidó de que sus facultades tenían un límite preciso y desencadenó una crisis militar. Hasta a la Iglesia Católica se puso por montera el presidente Zeleya. El error estuvo en enviar al Ejército a echarle del país. Debía habar sido la Policía la que prendiera a Zelaya para llevarlo ante los jueces a enfrentar las acusaciones, con el debido proceso legal, que contra él tendría formuladas la Fiscalía. La Carta Magna hondureña estipula taxativamente, sin ambigüedades ni margen a la interpretación, que el ciudadano que haya desempeñado la titularidad del Poder Ejecutivo no podrá volver a ser Presidente o Vicepresidente de la República. Quien quebrante esa disposición o proponga su reforma, así como aquellos que lo apoyen directa o indirectamente, cesarán de inmediato en el desempeño de sus respectivos cargos y quedarán inhabilitados por diez años para el ejercicio de toda función pública, dice la Suprema Ley de aquel país centroamericano. En consecuencia, como afirma el cardenal Óscar Rodríguez Madariaga, indiscutible autoridad moral de Honduras, no hubo un golpe de Estado y cuando los militares fueron a detener a Zelaya éste, de acuerdo a la Constitución, estaba inhabilitado, es decir, había cesado automáticamente como jefe del Estado.
En el intento de solucionar la crisis hondureñas ha fracasado la OEA, una institución cada vez más inoperante, así como su desafortunado secretario general, el chileno José Miguel Insulza, que actuó para congraciarse con tirios y troyanos en busca de su propia supervivencia en el cargo pensando en el caudal de votos –incluidos los siete del pequeño imperio «chavista»– que le garantizaba la reelección en el cargo. Tampoco han intimidado a las nuevas autoridades hondureñas las extravagancias de Hugo Chávez ni sus amenazas hasta con el desembarque de tropas ni sus disparates. El mandatario venezolano nunca fue un demócrata. Golpista él mismo, sigue practicando la asonada contra la democracia como –sin ir más atrás– demuestra su acción hostil contra alcaldes y gobernadores de oposición elegidos democráticamente en los últimos comicios regionales y municipales a los que no deja gobernar, tema sobre el que la fútil OEA continúa sin pronunciarse.
Chávez no es una voz ética de América, como tampoco lo es un personaje tan controvertido como el nicaragüense Daniel Ortega ni mucho menos los hermanos Castro, dictadores perpetuos de un régimen fosilizado. Todos ellos clamaron en defensa de Zelaya junto a otros dirigentes también de países que no resistirían un examen para demócratas párvulos. Venezuela, Nicaragua, Ecuador y Bolivia, entre otros, y por supuesto Cuba son naciones a las que les viene muy grande la Carta Democrática de la OEA que se ha aplicado tan a rajatabla a Honduras. El propio Insulza ha reconocido en privado que sus gobiernos no pasarían el corte si se aplicara la dichosa Carta Democrática.
América Latina un día aprueba el retorno de la dictadura cubana a la OEA –con el beneplácito general desde Río Grande a Tierra del Fuego— y al otro se expulsa a Honduras de ese organismo hemisférico alegando que ha faltado a la dichosa Carta Democrática cuando se trató de ponerlo coto a las ansías de poder de Zelaya. Se trata de una paradoja pues la OEA tampoco ha investigado, sin ir más lejos, el último fraude electoral en Nicaragua en los comicios municipales de noviembre pasado o los dislates en Bolivia y Ecuador, cuyo presidente, Rafael Correo, se inició a la política como parte de un Gobierno surgido de un golpe de Estado. ¿Por qué nadie pone coto al intervencionismo contumaz de Chávez? ¿Por qué la OEA y la comunidad internacional no actuaron preventivamente en Honduras cuando Zelaya violentaba la democracia? Esta crisis ha desnudado a la OEA.
Con el compás de espera en que han entrado las cancillerías, la mediación del presidente de Costa Rica, Óscar Arias, bendecida por denostado «imperio», se debe conducir la crisis hondureña a una salida electoral cuanto antes. A favor de Zelaya –aparte el «chavismo» y un puñado de hondureños– no queda nadie. Todos los poderes reales de aquel país centroamericanos, incluidos los partidos políticos, los empresarios, la iglesia Católica y las fuerzas armadas, están contra el retorno del Zelaya. Están funcionando con normalidad a pleno sus instituciones democráticas. Se hace necesaria ya una convocatoria a elecciones generales con una adecuada supervisión internacional para zanjar la cuestión. Roberto Micheletti, el presidente en funciones, ha dado reiteradas muestras de estar en una posición constructiva, incluso de beneficiar a Zelaya con una amnistía que el destituido mandatario nunca aceptará porque significará admitir que traicionó a su país.
Francisco R. Figueroa
franciscorfigueroa@hotmail.com
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