La llegada al poder de Barack Obama ha abierto expectativas sobre un levantamiento del bloqueo económico que Washington mantiene a Cuba desde hace casi medio siglo, uno de los más duraderos en la historia y al que se opone el mundo entero, exceptuado los propios Estados Unidos, Israel y dos naciones liliputienses.
Tanto o más que ql deseo de Obama, el levantamiento de ese embargo está sujeto a las realidades estadounidense y cubana; pasa por el Congreso de EE.UU. pero también por el fuerte y conservador lobby cubanoamericano, y depende de la voluntad de los hermanos Castro, fundamentalmente de la del caudillo Fidel para quien la lucha contra Estados Unidos es la razón de su vida –«mi destino verdadero», según dijo él mismo–, de igual modo que el «antiimperialismo» y la confrontación permanente con EE.UU. son combustible esencial de su régimen.
Parece claro que Obama tiene intención de cambiar la política estadounidense hacia Cuba, como la tuvieron antecesores suyos como Richard Nixon, Gerard Ford, Jimmy Carter y Bill Clinton. Pero es necesario que los hermanos Castro le faciliten las cosas en lugar de dinamitar cualquier posibilidad de diálogo como hicieron en aquellas ocasiones adoptando medidas claramente de provocación a Washington como fueron las intervenciones militares en Angola al lado del bando comunista y en EtiopÍa junto a los soviéticos, en plena Guerra Fría; la crisis del Mariel y el derribo de las avionetas de los Hermanos al Rescate.
Es cierto que el nuevo mandatario estadounidense recibe asuntos más peliagudos y urgente que ese problema enquistado, anacrónico e inútil como es el bloqueo a la isla. Pero tendrá que darle una rápida respuesta al tema cubano por la necesidad imperiosa de rehacer las relaciones de Estados Unidos con sus vecinos del sur, con los que tendrá que llegar a entendimientos con premura de cara a la Cumbre de las Américas prevista para abril en Trinidad y Tobago.
Puesto que el embargo tiene un andamiaje legal en las leyes aprobadas por el legislativo estadounidense en 1992, 1996 y 1999, tendría que ser derogado por el propio Congreso. Obama tiene la facultad de dejar sin efecto órdenes ejecutivas que aliviarían en algo el embargo, como las relacionadas con las remesas de los casi dos millones de exiliados o los viajes a la isla. Pero eso equivaldría apenas a volver a la situación de la primera época de Clinton, nada más, y nadie satisfaría.
Parece improbable que los legisladores estadounidenses finiquiten a cambio de nada ese embargo, aunque haya fracasado rotundamente en su objetivo de forzar un cambio de régimen en Cuba. Como afirma el ex canciller mexicano Jorge Castañeda, un levantamiento unilateral del bloqueo equivale a mandar a los hermanos Castro y al resto de América Latina el mensaje ambiguo de que los Estados Unidos reconocen los errores pasados y también que los derechos humanos y la democracia en Cuba les importan una higa. Eso sería, pues, una decisión desafortunada desde cualquier punto de vista.
Por tanto, para que el Congreso de Washington acabe con el bloqueo el régimen de La Habana tendrá que ceder algo, dar señales claras fundamentalmente sobre una apertura política y económica que satisfagan tanto al Gobierno de Obama como a su opinión pública, así como al lobby cubanoamericano, de peso tan decisivo, y hasta a los medios hispanos de comunicación. Eso tendría que ser objeto de una negociación bilateral, que pueden propiciar perfectamente todos los demás países de América Latina –especialmente Brasil y México, las cabezas visibles de la región– y otros europeos, principalmente España.
Ahora bien, ¿se avendrán a esa negociación los hermanos Castro? Y, lo que es más importante, ¿cederían en cuestiones políticas y económicas que son esenciales, básicas, de su régimen? Raúl seguramente sabría hacer de la necesidad virtud, pero Fidel no, salvo que pierda el juicio o le neutralicen, lo que pare harto improbable.
Iniciadas unas negociaciones, Fidel Castro seguramente llenará el camino de piedras, de trampas y bombas; pediría garantías y contrapartidas absurdas, incluso exigirá que los Estados Unidos indemnicen a Cuba por esos casi 93.000 millones de dólares de perjuicio que, según dice La Habana, el embargo le ha ocasionado a la isla. En fin, seguramente gastaría en el empeño de dinamitar las negociaciones las exiguas fuerzas que le restan.
Para Fidel Castro lo más importante de la llegada al poder de Obama es su proeza de haber batido a diez presidentes estadounidenses: Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush, Clinton y Bush hijo a lo largo de los cincuenta años de su dominio absoluto, total y personal en Cuba.
«Al hablar de Estados Unidos le señalé la importancia histórica para Cuba de que ayer a las doce del día habían transitado diez presidentes a lo largo de cincuenta años, en los que a pesar del inmenso poder de ese país no habían podido destruir la Revolución Cubana», dijo vanagloriándose Fidel Castro en su última y muy floja «reflexión», publicada tras un largo e inquietante paréntesis de silencio, a raíz de la visita que le hizo la presidente argentina, Cristina Fernández, un día después de la investidura de Obama.
Para los días de vida que le quedan Fidel Castro no va a dar marcha atrás a aquella meta que se trazó en Sierra Maestra de que la lucha contra los Estados Unidos sería «su destino verdadero», ni a unas políticas que durante estos cincuenta años han estado organizadas a todos los niveles, tanto en lo interno como en lo internacional, en función de la confrontación con Washington y de esa «invasión inminente» que nunca se producirá.
De nuevo todo depende de que desaparezca Fidel Castro Ruz.
Francisco R. Figueroa
franciscorfigueroa@hotmail.com
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