La visita que acaba de hacer a Cuba el canciller brasileño, Celso Amorin, acompañado de directivos de veintidós empresas, ha representado un paso más en la toma de posición de Brasil para el poscastrismo.
Con unas u otras palabras lo ha reconocido el propio Amorin tras reunirse en La Habana con miembros de la nomenclatura cubana y el general Raúl Castro. El ministro brasileño afirmó que en Cuba se está abriendo una nueva etapa en la que su país quiere ser el socio número uno, formar parte del esfuerzo de modernización económica cubana e ir a lo concreto, es decir al negocio en unas relaciones hasta ahora excelente pero con poca sustancia comercial.
El comercio bilateral alcanzaba solo los cien millones de dólares hace un puñado de años. Hoy ha subido a entre cuatrocientos y quinientos millones, con tendencia a seguir subiendo como consecuencia de la visita a La Habana que enero hizo el presidente Luiz Inácio Lula da Silva.
Lula confiesa su entusiasmo por la revolución cubana cuando se le presenta ocasión. Pero más parece un ensueño de viejo revolucionario que comunión ideológica en alguien que abandonó en la cuneta el fundamentalismo de izquierda para hacer del pragmatismo virtud.
La devoción por Fidel Castro era fuerte en aquel desaliñado metalúrgico, barbudo, feroz, ceñudo y chillón, de puño en alto, colmillos afilados y cara de pocos amigos que incluso llegó a repudiar la constitución democrática adoptada por Brasil tras veinte años de dictadura militar. Lula comprendió que la ideología solo le servía para perder elecciones. La metamorfosis convirtió aquel sindicalista montaraz en un hombre de estado. Quien dirige la mayor nación latinoamericana desde enero del 2003 es, ante todo, un gobernante práctico y sensato de un país que prospera, al tiempo que el primer negociante de una marca llamada Brasil. Aunque de vez en cuando le salga el ramalazo trotskista.
Brasil es el mejor socio al que puede aspirar Cuba. Entre ambos no hay litigios ni Brasil pone condiciones como Estados Unidos o la Unión Europea sobre cuestiones como las faltas de democracia y libertad o las violaciones de los derechos humanos. Tampoco es una relación por conveniencia de un proyecto político supuestamente revolucionario como la de la Venezuela chavista. Brasil ofrece créditos para financiar proyectos de infraestructuras para sus multinacionales de la construcción; para la deprimida agricultura de la isla y concretamente al desarrollo del cultivo de soja, unas 40.000 hectáreas de momento; para la importación de alimentos de los tanta escasez tienen los cubanos; para máquinas y herramientas, y también para prospección de crudo en aguas profundas, una técnica que Brasil domina a través de la estatal Petrobrás, la única empresa petrolera en América Latina con capacidad de inversión. Ni la mexicana Pemex ni mucho menos la venezolana PDVSA del amigo Hugo Chávez la tienen, como tampoco poseen capacidad tecnológica o recursos para adquirirla. En el litoral norte de Cuba puede haber entre 4.600 millones y 9.300 millones de barriles de petróleo y gas natural en cantidades también apreciables.
En dictadura y en democracia Brasil siempre ha demostrado en sus relaciones externas un sentido práctico que pone por encima los intereses nacionales. Igual que durante la Guerra de las Malvinas de un lado representaba ante Londres a «la hermana» Argentina y por el otro consentía que aeronaves británicas hicieran escala para repostar en la sureña base de Canoas, rumbo al escenario del conflicto, ante la perspectiva de vender aviones de entrenamiento a la RAF. Del mismo modo que con la boca defendía los valores democráticos y en los hechos sostenía la dictadura paraguaya del general Alfredo Stroessner para disponer de la energía de Itaipú a precio de banana. Exactamente lo mismo que cuando vendía armas a Irán e Irak en plena guerra entre ambos países o, más recientemente, cuando Lula se deshace en elogios con el presidente estadounidense, George W. Bush, y al mismo tiempo se muestre embrujado por Fidel Castro.
Francisco R. Figueroa
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