Bolívar y su afilada espada


Francisco R. Figueroa 

✍️9/8/2022

En los doce años que viví entre Lima y Caracas traté de encontrar al Bolívar más auténtico. «Libertador», «libertraidor»... Resultó imposible. Era fábula y quimera, tanto por parte de las derechas como de las izquierdas, de intelectuales o iletrados.

Hasta que llegó Hugo Chávez y se apropió del personaje. No sólo construyó una «ideología» basada en la manipulación de su legado, que impuso a machamartillo. Blandió su espada (una de tantas) e incluso exhumó sus restos, manoseó sus huesos para consumar su pacto con el muerto, en busca de su fuerza y un poder superior, y lo dotó de un rostro criollo y aindiado, como él, para alguien de genes españoles por los cuatro costados. África sólo estaba en la leche que Bolívar mamó de la negra Hipólita. 

Las falsificaciones en Bolívar han sido constantes. Hasta esa espada tan de moda ahora. «La espada» de Bolívar. ¡Uf...! ¿Cuántas espadas tuvo Simón Bolívar? Una cantidad importante, incluidas la que trató de vender en Jamaica para comer y la que le entregó en Haití, para levantar su decaída estima al borde del suicidio, el presidente mulato Alexandre Pétion y que antes había sido inútil en el propósito de la emancipación en las manos de Francisco de Miranda, al que Bolívar acabaría traicionando. 

No se sabe con cuántos soldados españoles el español Bolívar cruzó sus espadas. Parece que con ninguno. Nunca se lanzó contra el enemigo sable en ristre. Gloriosas espadas, pues. Yo, con mi florete de esgrimista, «escabeché» más rivales. Los asesores militares ingleses, los auténticos estrategas de aquellas gestas, serían un testimonio invalorable. Pero la despreciable e ignominiosa «guerra a muerte» a los españoles, que Bolívar impuso en venganza por las humillantes derrotas  infringidas por el capitán general de Venezuela Domingo de Monteverde, causó víctimas sin cuenta. Degeneró en una degollina salvaje incluso de civiles sin excepción y soldados rendidos, heridos o enfermos. Un genocidio si aplicáramos la terminología actual. 

Bolívar era más de las batallas de cama, a las que iba bien pertrechado. Épicas. Era un «trípode»,  según sus áulicos. Potencia de tísico seguramente. Buscando a Bolívar me tropecé con su más esplendorosa amante, la quiteña Manuelita Sáenz de Vergara y Aizpuru. Sus apellidos la delatan. La libertadora del libertador, una mujer libre, anticipada a su tiempo, bravía y talentosa, hija ilegítima, desflorada en un monasterio de monjas católicas, casada por un arreglo con un médico inglés, el doctor Thorne, que acabaría sus días asesinado; limeña ocasional con José de San Martín, quien posiblemente la tuvo en sus brazos (o la confundimos con Rosita Campuzano, su amiga) y la elevó a los altares patrios; descubierta en Quito por un Bolívar en entrada triunfal como un pollipavo emplumado, soldado del libertador en tres batallas, incluida la de Ayacucho; coronela, salvadora del prócer en el atentado de Bogotá, fruto de la felonía colombiana y que llevaría a la destrucción de la Gran Colombia.

Hugo Chávez, el monumental falsificador de Bolívar, mandaba como propias a su novia Marisabel Rodríguez las cartas de amor del prócer a su amante. Me lo contó la propia Marisabel cuando se estrenaba como primera dama de Venezuela. 

Manuelita moriría por la difteria, desterrada, vituperada, olvidada, sola, en la indigencia, viendo la luna de Paita, y sería enterrada en una zanja con otras víctimas de aquella peste. El presidente peruano Alan García, muy propenso a prodigios y fantasías (su hijo mayor lleva de tercer nombre Simón y el otro, Dantón), me confesó una de esas brumosas mañanas de Lima, allá por 1987 o 1988, que ardía en deseos de buscar en aquel osario ignoto de Paita lo que quedara de Manuelita, la amante inmortal. ✅

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