Francisco R. Figueroa / 19 septiembre 2011
Cada 51 días en promedio cae un ministro de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, sobre todo por corrupción.
Desde que asumió Rousseff, hace nueve meses, ya van cinco ceses de ministros, cuatro por corruptelas y el quinto por bocón. El último ha sido el titular de Turismo, un venerable octogenario que se pagaba el servicio doméstico con dinero del parlamento.
Según las denuncias hechas por Folha de São Paulo, probablemente uno de los dos mejores diarios brasileros, la esposa del ministro usaba de chofer particular a un funcionario del Congreso y durante siete años el salario de su ama de llaves salió del mismo parlamento. Cuando entró al gobierno colocó a esa sirvienta de recepcionista en su propio ministerio. Se supo también que pagó una francachela en un motel con dinero público, pero tras ser descubierto adujo que había sido un error de su contable.
Pero el ya exministro Pedro Novais, de 81 años, es un presunto ratero en una nación donde se roba a manos llenas de las arcas del gobierno, en una orgía perpetua y desenfrenada, un festín interminable que, según cálculos de fuentes confiables, cuesta de uno a cien millones de dólares diarios.
Un estudio de un economista de la solvente Fundación Getulio Vargas (FGV) concluyó que entre los años 2002 y 2008, tiempo en los que brillaba el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, de las arcas del gobierno federal fueron desfalcados 40.000 millones de reales, que equivalen al cambio actual a 23.500 millones de dólares o 17.000 millones de euros, una suma equivalente a toda la economía de Bolivia.
Sin embargo, otra investigación patrocinada por la principal patronal brasilera, la Federación de las Industrias del Estado de São Paulo (Fiesp), descubrió que el coste de la corrupción en todo el país ―y no solo en la administración central federal, a la que se redujo el estudio de la Fundación Getulio Vargas― oscila por año entre una Bolivia (cuyo PIB nominal es de 19.000 millones de dólares) o un Uruguay (con 41.000 millones de dólares).
De ese descomunal latrocinio apenas afloran algunas briznas. Por ejemplo, en una operación de hace poco más de un mes de la Policía Federal por corrupción en el mismo ministerio de Turismo, la suma malversada ascendía a tres millones de reales (1.750.000 dólares), una menudencia comparada con las cifras que halló la Fundación Getulio Vargas en el nivel del gobierno federal o la Fiesp en el ámbito nacional.
Es la «patria amada, idolatrada», que canta el himno nacional, sustraída; es el «impávido coloso», que proclama el mismo canto, violado por los representantes de la nación.
Y todo ello en total impunidad. Según un estudio de la Asociación de Magistrado de Brasil, que abarca 18 años, el Supremo Tribunal Federal (última instancia y foro privilegiado para los jerarcas de primer rango) no condenó por corrupción a ningún alto funcionario en esos casi dos decenios. Por su lado, el Tribunal Superior de Justicia (máxima instancia para asuntos infraconstitucionales y foro para representantes regionales y locales) solamente punió a cinco autoridades en el mismo larguisimo período de tiempo.
Con toda esa impunidad sorprende que estén cayendo tantos ministros. Sin duda, las denuncias que publica la prensa son producto de filtraciones interesadas. Y solo hay un motivo: la vendetta entre familias políticas, el ajuste de cuentas en un sistema político mafioso.
Desde luego, la caída de los ministros no es una consecuencia de que la flamante presidenta esté limpiando la casa, aunque deje que se propague que así es. Sencillamente recoge la basura cuando no queda más remedio, en lugar de meterla bajo la alfombra y sentarse encima a dar picotazos cuan avestruz terca, como hacía su antecesor y mentor, Luiz Inácio Lula da Silva.
Rousseff está escarmentada porque la corrupción le tocó de cerca. Por ejemplo, la que era su brazo derecho y le sustituyó en el gobierno cuando ella fue proclamada candidata presidencial, tuvo que renunciar en las postrimerías del gobierno de Lula tras ser pillada en prácticas de nepotismo.
El oficialista Partido de los Trabajadores (PT), fundado por Lula, era un reservorio de ética hasta que alcanzó el poder en enero de 2003. Enseguida degeneró adaptándose a la tradición de lo que en Brasil se conoce como «fisiologismo», lo que define el uso de la función pública para sacar ventajas y satisfacer intereses personales o partidarios en perjuicio del bien común.
El PT por sí mismo no gana unas elecciones nacionales. Quedó demostrado en los años ochentas y noventas del siglo pasado. Para ganar en 2002, 2006 y 2010 tuvo que hacer alianzas non sanctas. Hoy es el mayor partido, pero eso significa apenas el 17 % del parlamento.
Rousseff, como Lula, llegó a la presidencia gracias a la alianza electoral con el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), campeón nacional del clientelismo. Esta probado que PMDB –al que tantísimo el PT criticaba hasta el ensañamiento– no hace alianzas por la gobernabilidad de la patria. Lo suyo es el conchabamientos, el contubernio en busca de beneficios para sus dirigentes.
Con el veterano campeón de las luchas por la democracia Ulysses Guimarães murió en 1992 también la decencia pereció en el PMDB. Hoy el partido está en manos de dirigentes como el expresidente, escritor y actual presidente del Senado José Sarney, de 82 años, que ha disfrutado del poder tanto en dictadura como en democracia desde hace más de 60 años, o el vicepresidente de la República, Michel Temer, de 72 años, un masón descendiente de libaneses que lleva tres décadas con las botas puestas.
Entre el PT y el PMDB suman un tercio de la cámara de diputados. De modo que ambos –en este gobierno lo mismo que el anterior–, dependen a su vez de una pléyade de pequeños y voraces partidos mercenarios. A Rousseff la llevan en andas su partido, el PMDB y otras 15 formaciones. Los porteadores sacan tajada con ministerios, altos cargos, organismos y empresas públicas que se reparten el poder. Es la patria subastada, las tenebrosas transacciones y los barones hambrientos de los que hablaba Chico Buarque en una de sus numerosas canciones.. Nadie duda en Brasil de que los acuerdos políticos entre partidos y dentro del parlamento bicameral están manchados por la corrupción.
La tajada del león se la lleva el PMDB, que se proclama «el partido de Brasil». Desde luego es bastante amo de Brasil. Nunca disputa la presidencia y siempre está en el gobierno. Tiene la vicepresidencia y cinco ministerios. Novais era uno de sus ministros. Cuando cayó –como en cese de anteriores ministros del PMDB– fueron los líderes del partido quienes escogieron al sucesor para un cargo que consideran virtualmente coto privado mientras dure el pacto de gobierno. Así, Dilma Rousseff se limitó a rubricar el nombramiento.
Rousseff es una suerte de rehén del PMDB, sin que pueda hacer mucho para evitarlo. Lula manejó el asunto con mano izquierda y se partió la cara en defensa de sus socios cuando eran acusados de corruptelas. Pero Rousseff es de otra madera. Forcejea con el PMDB porque quiere pasar la historia como la presidenta que adecentó la cosa pública brasileña. El riesgo es su propia estabilidad. Temer, sin duda de acuerdo con Sarney, ya la ha amenazado con romper la baraja. La cacareada «limpieza ética» de Dilma Rousseff entra en colisión con la gobernabilidad.
Por lo demás, en Brasilia han sido robadas hasta las escobas plantadas frente al Congreso en demanda de una limpieza a fondo a la cosa pública.
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