Francisco R. Figueroa / 9 enero 2011
Luiz Inácio Lula da Silva, el presidente saliente de Brasil, ha acabado una exitosa gestión de ocho años que el triunfalismo oficial dejó pintada exageradamente color de rosa.
Sería injusto dejar de reconocer lo que Brasil ha cambiado con Lula a la batuta. Un factor diferencial en él es su coherencia y realismo en comparación con la insensatez característica de dirigentes próximos en el continente americano.
Gobernantes como el venezolano Hugo Chávez, el boliviano Evo Morales, el nicaragüense Daniel Ortega y hasta los Kirchner argentinos —actualmente sólo ella, la señora presidente— resaltaron mucho más a Lula como mandatario singular, juicioso, creíble, moderado, mesurado, responsable y serio.
El primer acierto del ex presidente de Brasil fue mantener con pragmatismo y responsabilidad el rumbo en las políticas económicas trazado por su antecesor y cordial enemigo, Fernando Henrique Cardoso, aunque con la boca maldijera su legado hablando con ingratitud y falsedad de «herencia maldita». Lula convertido en un gobernante fiable, pero al mismo tiempo un demagogo muchas veces exagerado.
Con el sociólogo Cardoso y Lula, el viejo gladiador sindical devenido al populismo, Brasil se ha beneficiado de un ciclo de dieciséis años de expansión económica sin precedentes en la historia nacional —y quizás en toda América Latina—, al que sin duda dará continuidad la antigua guerrillera Dilma Rousseff, la primera mujer al timón del coloso suramericano.
Con Lula hubo beneficios reales para todos. Millones de personas mejoraron su nivel de vida, con más trabajo, mejores salarios y un aumento notable del consumo. Su política de transferencia de renta logró sacar de la miseria a 28 millones de brasileños y convertir en clase media otros 36 millones.
No pudo ver cumplido su sueño de que al final de su gobierno no quedara brasileño sin poder hacer tres comidas al día. Pero anduvo cerca. Y Rousseff está persistiendo en ese fin, con inclusión social y productiva, es decir, sin tanto asistencialismo como en el gobierno de Lula.
La economía brasileña creció durante la gestión de Lula, pero no más allá que su entorno pues ha sido una décima inferior (4,1%) al promedio latinoamericano. Eso quiere decir que Brasil no crece al ritmo de otros países del llamado Grupo BRIC, motores turbo de la economía mundial como China o India. El crecimiento del 7,5 % de Brasil en 2010 se ha dado después de un decrecimiento de casi el 1% un año antes.
Brasil sigue dejando mucho que desear en cuanto a su índice de desarrollo humano, que Lula dejó en un nivel medio, en un puesto 73, a la par de Ecuador o Colombia y muy lejos de las naciones desarrolladas.
En educación, según el último informe del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes(PISA), Brasil está en la 53ª posición entre 65 países, con un nivel de escolaridad como Zimbabue.
Tampoco en estos ocho años Brasil ha modificado su posición en la cultura global, ni avanzó como potencia militar. Dejó oír mejor su voz en el concierto internacional, pero, por ejemplo, su alineación con las dictaduras iraní y cubana, su comportamiento gallito en la crisis de Honduras o su incapacidad de controlar a los dirigentes izquierdistas radicales latinoamericanos, le hicieron perder a los ojos del mundo peso cuando Brasil pretende erigirse como potencia e interlocutor de primer nivel en el nuevo mundo multipolar.
Cualquiera que haya prestado atención a Lula habrá sacado la impresión de que todo cuánto ocurrió durante su mandato en Brasil se debió a él y exclusivamente a él: ha dado la impresión de que él inventó el fuego, la rueda y hasta la coca-cola. Antes que él, el abismo, las tinieblas, el desorden y el vacío, como en el Génesis. Un adanismo insensato que nadie fue capaz de morigerar.
Lula sale de escena como una gloria nacional y dicen que es idolatrado por casi el 90 % de la población. Sin embargo, tanta unanimidad no se puso de manifiesto en los últimos comicios presidenciales de octubre pasado, pues su candidata, pupila y ya presidente de Brasil, Dilma Rousseff, precisó dos rondas de votaciones para lograr la elección.
Sin duda esos ochos años sobresalientes han depositado a este antiguo obrero del metal, sindicalista radical e hijo del Brasil más profundo y miserable, en una de las principales hornacinas del altar patrio.
Los más entusiastas lo han colocado ya bajo un baldaquino en el lugar de Nuestro Señor, como diría un creyente. Ni a la derecha ni a la izquierda de Dios padre, sino en el sitial del mismísimo Creador. Así están las cosas.
Es justo reconocer que el éxito de Lula se ha proyectado desmesuradamente gracias a un plan de marketing sin precedentes en Brasil. Durante el mandato de Lula el Estado brasileño gastó en propaganda oficial en torno a 10.000 millones de dólares, a mayor gloria del gobernante. Jactándose Lula de ser el campeón de los pobres chocan ese promedio de tres millones de dólares diarios en autobombo que podían haber aliviado muchas penas.
Lula ha sido el gobernante brasileño que más y mejor ha usado la comunicación de mesas. Cuando llegó al poder en 2003 no llegaban a quinientos los medios de comunicación que recibían dinero por emitir propaganda del gobierno. Cuando ha acabado su gestión se han multiplicado por diez.
Por otro lado Lula se colocó por encima del Estado al declarase la «encarnación del pueblo», aunque hay que reconocerle que quedara sólo en una tentación para reforma constitucional para seguir en el poder.
Usó y abusó del Estado para lograr la elección de Dilma Rousseff, su criatura, lo que dice mucho sobre su falta de ética democrática y de un Partido de los Trabajadores que hizo tabla rasas de sus convicciones políticas sobre decoro y decencia para quedar enlodado por repetidos escándalos de corrupción y alianzas en el Congreso Ncional con lo más granado de la piratería parlamentaria brasileña.
Tanto es el endiosamiento, el engreimiento, en esta época caracterizada por la expresión «nunca antes en la historia de Brasil» que Lula ha solía usar en sus borracheras de éxito para destacar los logros de su gobierno, que el propio mandatario acaba de decir antes de irse —de reiterar, según un avezado observador en Brasilia y, por tanto, no hay espacio al error, a que se le haya calentado la boca en un momento de euforia— que hasta Estados Unidos sintió «envidia» y «celos» de Brasil.
Lula acaba su mandato entre bravatas y fanfarrias convertido en «un activista de sí mismo», como ha escrito una conocida analista brasileña experta en ese mismo gobernante a quien el británico Tony Blair calificó un buen día como «uno de los más excepcionales líderes de la era moderna». Y él se lo creyó.
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