Tres hurras por Mario

Francisco R. Figueroa

11/12/2010

Mario Vargas Llosa ha recibido el Nobel de Literatura también debido a un hombre que está en la cárcel por delitos de lesa humanidad, cuya hija acaba de formalizar su candidatura a la presidencia del Perú con la intención de liberarle. 

¿Qué sería hoy del autor de «Conversación en La Catedral» si aquel desconocido ingeniero agrónomo nikkei llamado Alberto Fujimori, encarcelado desde hace tres años por sus múltiples felonías, no hubiera impedido que fuera presidente del Perú?

Con certeza no habría estado este viernes en Estocolmo recibiendo el Premio Nobel de Literatura. Fue la derrota política de 1990 frente a Fujimori lo que devolvió la literatura al lugar central de la vida de Vargas Llosa. 

La primera entrega de su nueva etapa fue, precisamente, el libro de memorias «El pez en el agua» (1993) sobre aquella experiencia política que tanto importancia parece que tuvo para concederle el Nobel. 

Cuando se discutía su candidatura al Nobel, Peter England, secretario perpetuo de la Academia, recomendó a sus colegas reticentes leer en paralelo «Conversación en La Catedral»  (1969)y «El pez en el agua», según relató El País

«Conversación en La Catedral» es la raíz histórica de la preocupación literaria del Nobel por la política y por su país, y «El pez en el agua» es la explicación escrita de una ansiedad autobiográfica que ha explotado en Estocolmo y en la que Vargas Llosa cifró, a principios de los noventas, su resurrección literaria tras el fracaso político, ha escrito Juan Cruz. 

Traté y perseguí a Vargas Llosa en lo que resultaría ser los tres peores años de su vida, de 1987 a 1990, durante los que corrió peligros indecibles y estuvo a punto de irse al traste su exitosa carrera literaria, ahora coronada con el Nobel, por el empeño en ser elegido presidente. 

También Fujimori ha sido una constante a lo largo de una buena parte de mi vida profesional después de haber vivido en el Perú de 1987 a 1992. De modo que sigo la peripecia vital de ambos como exponentes de la cara y la cruz, lo bueno y lo malo, la nobleza y la perfidia, de un país entrañable. 

Me ha llamado poderosamente la atención que la entrega del Nobel coincida con la formalización de la candidatura presidencial de Keiko Fujimori, la hija mayor del ex presidente peruano, quien cumple una condena a 25 años por crímenes de lesa humanidad. 

Keiko representa algo que Vargas Llosa detesta: el «fujimorato», aquellos diez años, de 1990 a 2000, en que Alberto Fujimori rigió los destinos del Perú de manera autocrática con su compinche el aborrecible Vladimiro Montesinos, también encarcelado. La aversión es tanta que Fujimori trató de despojar de la nacionalidad peruana al escritor. «Nadie podrá quitarme al Perú», clamó Vargas Llosa en Estocolmo.

Hay posibilidades de que el pueblo peruano se vuelva a confundir en las elecciones previstas para abril de 2011, como ocurrió en 1990 con su padre, y elija presidente a Keiko Sofía Fujimori Higuchi, de 35 años, una de cuyas tareas será sin duda liberar a su progenitor, de 72 años, apoyada en ese amplio sector de peruanos que perdona al exmandatario o justifica sus desmanes. 

Keiko Fujimori ha aparecido por sorpresa aliada al Opus Dei, matrimoniada políticamente con Rafael Rey, conspicuo exponente de La Obra en el Perú, ex parlamentario, ministro por dos veces en este segundo gobierno de Alan García y aspirante a la vicepresidencia. 

El Opus Dei estuvo implicado en el fujimorato. Cuando escribí algo así en 1997 Rey me buscó para decirme que La Obra «no se involucra con gobiernos, ni tiene nada que ver con el desempeño profesional o político de sus miembros». 

Pero es conocido que el Opus Dei en Perú apoyó en 1992 el «autogolpe» mediante el que Fujimori clausuró el parlamento, disolvió el poder judicial y asumió poderes de shogún con el entusiasta apoyo militar y la indolencia de los países latinoamericanos. 

Uno de los principales aliados y cómplices de la dictadura fujimorista fue Juan Luis Cipriani, el primer cardenal del Opus Dei, un ingeniero industrial y sacerdote de vocación tardía (cantó misa con 33 años) de carrera meteórica en el escalafón eclesiástico por una extraña coincidencia de intereses entre Alberto Fujimori y el fallecido papa polaco Juan Pablo II, que fue un gran valedor de Opus Dei. 

Fujimori conoció a Cipriani como obispo auxiliar de Ayacucho, allá por 1990, en tiempos terribles. Desde entonces fueron uña y carne; o uña y mugre. En 1991 Cipriani era el prelado titular de aquella diócesis andina, seis años más tarde su arzobispo, en 1999 primado del Perú y en 2001 cardenal. 

Esto sin contar el oscuro papel que jugó en la crisis de los rehenes en la embajada de Japón, que acabó con la liquidación de todos los terroristas del movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) que mantuvieron ocupada dicha legación entre diciembre de 1996 y abril de 1997. 

Para Vargas Llosa, un agnóstico a quien las circunstancias aproximaron en 1990 al entonces primado peruano, el jesuita Augusto Vargas Alzamora, sobre todo porque el prelado quería contrarrestar a los evangélicos embarcados en la candidatura de Fujimori, con los que éste rompería pronto, Cipriani es una figura intransigente propia de la Iglesia de Torquemada y las parillas de la Inquisición, según escribió el novelista en un artículo publicado en 2002. 

La falta de sintonía entre Rey y Vargas Llosa quedó patente por última vez en septiembre oasado cuando el ahora Premio Nobel renunció a la presidencia del Lugar de la Memoria, destinado a honrar a las casi 70.000 víctimas del terrorismo en Perú, porque el entonces ministro de Defensa promovía un decreto mediante el que, con lo que el escritor consideraba «triquiñuela política», amnistiaba prácticamente a los militares que violaron derechos humanos en la guerra contra el terrorismo a partir de 1980. 

«Ignoro qué presiones de los sectores militares que medraron con la dictadura y no se resignan a la democracia, o qué consideraciones de menuda política electoral lo han llevado a usted a amparar una iniciativa que sólo va a traer desprestigio a su gobierno y dar razón a quienes lo acusan de haber pactado en secreto una colaboración estrecha con los mismos fujimoristas que lo exiliaron y persiguieron durante ocho años. 

En todo caso, lo ocurrido es una verdadera desgracia que va a resucitar la división y el encono político en el país», dijo Vargas Llosa en una carta que envío entonces a Alan García, quien en su primera presidencia (1995-90) fue el principal responsable de que Fujimori llegara al poder empecinado como estaba en cerrarle el paso al precio que fuera al escritor. 

Gracias a aquella actitud de Alan García, que contribuyó decisivamente a la victoria de Fujimori, de algún modo también Vargas Llosa ha sido galardonado con el Nobel. «Se sentirá usted como quien ha expulsado del riñón una piedra puntiaguda», le dije a Alan García cuando el escritor fue derrotado. «No es una sensación tan fisiológica como usted dice, pero me siento muy satisfecho», me respondió. 

Y se fue a ordenar a la banda militar del Palacio Presidencial que interpretara una música festiva, de burla a sus adversasrios políticos, en el cambio de guardia de las doce. ✅

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