Los tres entierros de Rafael Leonidas Trujillo

Francisco R. Figueroa
San Cristóbal (R. Dominicana) - El Pardo (España), abril y mayo 2006

Cuando Rafael Leonidas Trujillo Molina bajaba a su primera sepultura, Portifio Rubirosa sonreía a la sombra de un flamboyán.

Apodado desde niño «Chapita» y de viejo «el Chivo», venerado y temido como «el Jefe» y situado a la par de Dios por sus adulones, el «Benefactor de la Patria», como también era conocido, había sido eliminado en una emboscada nocturna sesenta horas antes, la noche del 30 de mayo de 1961.

Llevaba 31 años ejerciendo el poder de manera desmedida y despótica. Cuando fue baleado en una carretera al bordo del Caribe, Trujillo iba camino de una nueva gesta de macho cabrío: desflorar otra niña en su Casa de Caoba.

En traje de lino azul, con sombrero panamá, Porfirio Rubirosa, «Rubi» como era conocido este afamado donjuán dominicano, con aquella macana tan portentosa celebrada incluso por Truman Capote, había preferido la frescura de los árboles a entrar en la pirámide del faraón Trujillo, repleta aquel 2 de junio de 1961 de familiares, conmilitones, cortesano, alcahuetes y jaladores.

En la apoteosis de su megalomanía, el «Padre de la Patria Nueva», un granuja que se había dado maña para adueñarse del poder, mandó construir, en 1947, una pirámide de faraón en el lugar donde estuvo la casa de madera con tejado de zinc en la que había nacido en 1891, en un poblacho llamado San Cristóbal, a unos 30 kilómetros al oeste de Santo Domingo.

En esa iglesia, dedicada a Nuestra Señora de la Consolación y con 1.200 metros cuadrados de planta, una cripta con doce nichos esperaba a los Trujillo. Solo el tirano ocupó el suyo, pero sería por poco tiempo.

Mirando el colosal panteón, Rubi, de 52 años, recordó que llevaba media vida ligado indisolublemente a aquella encanallada familia, en la que entró al casarse con Flor de Oro Trujillo, una mulata de entrepierna bravía, primogénita del tirano, de la que se había divorciado hacía ya 24 años y que tuvo luego otros siete maridos. A Flor de Oro se la conocía como «el fondillo más caliente de la República».

Ahora, con el dictador muerto, posiblemente él pudiera salir del séquito de principito mimado del general Rafael Leonidas Trujillo Martínez, de 31 años, el heredero de Chapita. Todos le llamaban «Ramfis», como el sumo sacerdote del dios Amón que aparece en la ópera «Aída».

Ramfis y Rubi, más que amigos, eran cómplices y coleccionadores de placeres. Practicaban asiduamente dos de las tres actividades que, según cierta tradición musulmana, más le gusta ver a los ángeles: el polo y el fornicio. El tercero es el tiro con arco. Al general Ramfis le gustaba tirar a matar.

Rubi salió de su abstracción cuando oyó arrancar un Mercedes negro. Vio el perfil nebuloso de Ramfis, con gafas oscuras, su bigotito atusado y el quepis de general. Parecía que era la vez del delfín desde el mismo momento que en recibió en París la noticia de que su padre había sufrido un percance y él presintió que lo habían liquidado.

Porfirio Rubirosa sabía bien que Ramfis era un crápula y un hombre errático, emocionalmente inseguro, que requería de tratamiento psiquiátrico. No tenía una ambición seria por el poder, pero era el hijo malcriado del Jefe y tenía que actuar. Bajo aquel flamboyán, Rubi tuvo presagios siniestros y se le congeló su atractiva sonrisa.

Cuarenta y cinco años después, el domingo 30 de abril de 2006, Manuel Mateo Fernández, un mulato canoso septuagenario, con un traje de telilla gris, se sentó cerca de donde estuvo Rubi y recordó. «Cuando se supo que habían matado a Trujillo, las madres corrieron a recoger a sus hijos de la escuela. Los hombres en la calle se daban golpes de pecho: “mataron al Jefe. ¿Qué va a ser ahora de nosotros?”». El mulato jadeaba como un enfisematoso.

En la mente de los dominicanos comunes, como era Manuel Mateo Fernández, se confundía las voluntades de Dios y Chapita. «¡Dios y Trujillo!», proclamaban millares de letreros por todo el país. «¡Trujillo en la tierra y en el cielo Dios!», cantaba un merengue.

Se sabe que Trujillo había tenido premociones de muerte antes de que cayera desplomado, boca arriba, en la carretera a San Cristóbal y le dieran luego un último tiro, que pudo ser de gracia, con su propio revólver del 38.

Había sentido la llamaba de la tumba y así se lo dijo a algunos de sus corifeos, a sus dos mejores amigos y a su amante más íntima.

La noche del domingo en que el mulato Manuel Mateo Fernández se sentó ante la iglesia de San Cristóbal, María del Pilar Amiama, de 46 años, hija de uno de los dos únicos organizadores del atentado que escaparon con vida, vio «La fiesta del Chivo», la película de Luís Llosa basada en la novela homónima de su primo hermano Mario Vargas Llosa. Volvió emocionada a su ático en el ensanche Piantini, en Santo Domingo. Recordó la galanura de Ramfis, sin mencionar que el lindo hijo de Trujillo hubiera matado a su padre sin un pestañeo de haberlo hallado.

Era Ramfis Trujillo tan apuesto y espigado que algunos dudaban que pudiera ser hijo del mulato Chapita. Había nacido bastardo en 1929, cuando su madre, Maria Martínez Alba, «la Españolita», era aún una amante de Trujillo. Ella seguía casada con un cubano. Cuando eso ocurrió a Trujillo le faltaba un año para convertirse en sátrapa dominicano. Había conocido a la que solo en 1935 se convertiría en su tercera esposa en un cambio de parejas de cama durante una parranda. Quién divulgó esta historia fue asesinado en México por sicarios de Trujillo.

Rubirosa había retornado a Santo Domingo desde París, con Ramfis, Radamés, la otra criatura de Trujillo, de 19 años, también de nombre operístico, y cinco amigos del equipo de polo y francachelas.

Avisado de que algo serio pasaba en su tierra, Ramfis fletó por 29.000 dólares un DC 8 de Air France con tanta rapidez que Rubi no tuvo ni siquiera tiempo de cambiarse el traje de montar. Por una ventanilla Rubi vio el Air Force One, en el que John Kennedy, su amigo, llegaba a París en escala hacia Viena, a su primera cita con el líder soviético Nikita Kruschev .

Sobre el Atlántico tuvieron la certeza por un radiotelegrama que habían matado a Trujillo.

Cuando arribaron a Santo Domingo, Ramfis fue recibido como heredero. El cadáver del Chivo olía bajo el calor sofocante y le habían arrimado bloques de hielo. El cuerpo regordete acribillado del Jefe había sido hallado apretujado en el maletero de un Chevrolet negro, escondido en el garaje de uno de los principales complotados.

«Seré tan implacable como papá», proclamó Ramfis al llegar de París. «Los quiero a todos vivos», ordenó el general a sus secuaces.

Le obsesionaba saber si durante la encerrona su padre había llorado o implorando y si se defendió. Eso fue preguntando a los autores del crimen mientras los iba torturando y no descansó hasta que tuvo en su poder el pequeño revólver paterno del 38 de cinco balas del tiro final.

El general Ramfis no veneraba a su padre, pero se obsesionó con el desquite y se esmeró en la crueldad. Era una venganza antillana en su estado más elemental y un escarmiento estéril. Pero Ramfis sólo se dio cuenta de eso ocho años después, al volante de un poderoso auto deportivo hecho un amasijo en la salida norte de Madrid.

Centenares de personas, incluidas mujeres y hasta niños de cuatro años, fueron hacinadas en verdaderas pocilgas. Los suplicios del general Ramfis entraron en la galería de los horrores de la humanidad.

Aunque actuó la Justicia, al heredero le importaba una higa. Sentía que tenía derecho a cobrarse su cuota de sangre con la vida de aquellos cabrones. Salvó a quienes desesperadamente buscaron suicidarse para darse el gusto de matarlos con aquel revólver del 38 que había sido de su padre.

Un antiguo burócrata del régimen murió de un ataque cardíaco en la cárcel cuando le mostraron la cabeza de su hijo después de haberle dicho que le habían servido en el almuerzo carne del cadáver.

El general José René Román, de sobrenombre «Pupo», se había comprometido en el complot a asumir el poder, pero luego se echó atrás. Ramfis le torturó de decenas de maneras, todas espantosas, hasta que malherido y al borde de la muerte el hijo del sátrapa vació contra él dos veces aquel revólver del 38. Luego mandó arrojar el cadáver a los tiburones del Caribe, donde acabaron tantos y tantos enemigos de los Trujillo en esas tres décadas de oprobio.

Para entonces, el general Ramfis estaba en un laberinto. Le desagradaba profundamente la idea de convertirse en un remedo de su padre. La oposición democrática maniobraba, la calle se agitaba, los cuarteles bullían.


Refugiado en unos fieles, el alcohol y su última amante, una corista parisina llamada Hildegarde, sentía una indiferencia atroz ante la idea de sostener el régimen, de ser el nuevo Jefe, de perpetuar una dinastía y de vivir en aquel país bárbaro.

Ramfis detestaba la política, le repugnaba las simulaciones y aborrecía a los cortesanos que como sabandijas habían pululado entorno a su padre. Se consideraba idealista, susceptible y sentimental, mal amado por culpa de su temperamental madre, y muy superior al resto de su familia, sobre todo a su tosco, severo y orgulloso padre, a quien reprochaba no saber hacer otra cosa que ser siempre el generalísimoTrujillo.

Tenía en el extranjero una nueva mujer, la actriz norteamericana de padres húngaros Lita Milan, de 28 años, otro hijo en camino y montañas de dinero para seguir aquella vida regalada, disipada y libertina que le había consentido su padre. Bien mirado, acabaría lo que comenzó para que no le llamaran pendejo.

La Españolita, sus hijos Radamés y Angelita, aquella que un día había sido proclamada reina por su padre, y otros parientes partieron.

Resultaron inútiles los esfuerzos que Rubi hizo en Washington para que Kennedy respaldara a Ramfis y su proyecto de cambio gatopardiano. Lejos de eso, el presidente estadounidense mandó a la Dominicana una flota de barcos de guerra con dos mil infantes de marina prestos al desembarco. Dos estrafalarios tíos de Ramfis que querían apoderarse del poder, y habían vuelto para ello, aceptaron dinero que le facilitó el gobierno y se marcharon al extranjero.

A mediados de noviembre, una noche, Ramfis y unos secuaces suyos fueron en busca del generalísimo Chapita a la cripta de San Cristóbal. Cuando abrieron el ataúd sintieron un hedor insoportable. La visión del cadáver ennegrecido hizo que el general Ramfis maldijera.

El difunto no se había descompuesto posiblemente debido a que el embalsamador lo atiborró de formol. La disolución del aldehído fórmico rebosó por las arterias agujeradas por las balas y entró a raudales en el cuerpo de Chapita.

Finalmente, como en una paradoja del destino, Trujillo era negro, él que acostumbraba a cubrir con polvo de arroz sus genes haitianos, que declaró a la República Dominicana un país oficialmente de blancos y que decretó libertad para la inmigración de blancos con el objetivo de mejorar la raza dominicana.

Ramfis Trujillo trataba de evitar que el pueblo descargara su ira en el cadáver de su padre. Despachó al difunto y una jugosa fortuna con destino a Cannes, en el fantástico «Angelita», un lujoso yate de cuatro mástiles con 29 velas bautizado con el nombre de su hermana. Antes de zarpar, por la noche, sobre la cubierta, el féretro volvió a ser abierto. La imagen del muerto era fantasmal, horrible, pavorosa y maléfica, según testigos.

Cuando el general Ramfis dejó para siempre Santo Domingo llevaba 33 cadáveres, a Hildegarde, la bella corista del Lido parisino, de la que no se volvió a saber, y una fortuna desproporcionada.

Aquel 18 de noviembre de 1961, antes de zarpar desde el muelle occidental de Haina hacia la isla caribeña de Guadalupe en el «Presidente Trujillo», un destructor de 1.340 toneladas de desplazamiento convertido en yate, Ramfis había matado a mansalva, uno tras otro, a los seis últimos autores del tiranicidio que aún quedaban presos, en una orgía de sangre, alcohol y balas, en su finca preferida, la Hacienda María, que mira al mar cerca de San Cristóbal.

Aquel atardecer brillante, Ramfis también uso el revólver del 38 que fue de su padre. Sentía que había saldado todas sus deudas. Desde Guadalupe, Ramfis voló a Paris con su séquito.

El resto de los Trujillo, entre ellos la madre del dictador, Altagracia Julia Molina Chevalier, de 96 años, fue mandado al extranjero en sendos aviones DC-6 de la Pan-American, en los días inmediatos.

La capital, que desde 1936 se llamaba Ciudad Trujillo recobró el fundacional Santo Domingo de Guzmán que le dio en 1496 Bartolomé Colón. Las 1880 estatuas erigidas a la mayor gloria de Chapita comenzaron a ser pulverizadas y a arrancarse los letreros de las calles dedicadas a los Trujillo.

«La Era de Trujillo ha terminado», proclamó el nuevo presidente, Joaquín Balaguer, que había servido hasta de títere al Generalísimo y que se había salvado por poco de que Ramfis le diera cuatro tiros, pues le creyó cómplice. Balaguer había llenado los bolsillos de dinero de los Trujillo para que se largaran y les prometió impunidad. Cuando todos estuvieron en el exilio decretó la confiscación de sus bienes, pero ya solo quedaban migajas, los proscribió, los convirtió en apátridas y hizo esfuerzos timoratos para lograr la extradición de Ramfis de Francia y España, dentro de un juego de simulaciones que acabó en su destitución dos meses después. Aunque logró volver al poder en 1966 de la mano de Estados Unidos.ç

Pero Rafael Leonidas Trujillo Molina volvería pronto a su patria.

El gobierno conminó al «Angelita» a retornar cuando estaba a 1.535 millas náuticas (unos 2.850 kilómetros) de Santo Domingo. Buscaron a bordo un tesoro que la imaginación popular cifraba en 90 millones de dólares en efectivos y muchos lingotes de oro, pero hallaron a Chapita.

Abrieron el ataúd y sobrecogidos vieron y olieron al Chivo, que había adquirido el color del pellejo seco. Alguien hizo fotos que misteriosamente se velaron. Aparecieron en el yate cheques certificados por 24 millones de dólares, una importante suma en dinero nacional, las medallas y condecoraciones a las que tan aficionado era desde niño Chapita —de ahí el mote— y el archivo del dictador.

Después el cadáver fue despachado por avión a Paris. Antes del embarque, Trujillo fue aireado por quinta vez, para certificar que se iba. Los oficiales que lo vieron en la base aérea de San Isidro, el centro del poder militar de la dictadura, estuvieron inquietos y nerviosos por días. Sólo algunos pocos dominicanos estuvieron al tanto del retorno del Chivo.

En el aeropuerto de Orly, a la Gendarmería francesa no le convenció la respuesta del embajador dominicano Leiland Rosemberg. De modo que mandó abrir el ataúd de caoba, que se llenó del aire frío parisino de diciembre. Una vez los papeles en regla, Chapita bajó a su segunda sepultura, esta vez casi en solitario.

Pero el pérfido sultán antillano no podía durar mucho en el mausoleo de 45.000 dólares que le habían comprado en el más famoso de los cementerios franceses: el Père Lachaise. ¿Qué pintaba allí un personaje emplumado de opereta como él en compañía de Chopin, Modigliani, Apollinaire, Proust, La Fontaine, Moliere, Balzac, Ingres, Delacroix, Corot y tantas otras glorias de la cultura? Otra cosa hubiera sido el cementerio de Montparnasse, cerca de la tumba del general mexicano Porfirio Díaz.

Ramfis Trujillo se olvidó pronto de su padre y siguió su buena vida. Cuando se cansó de París, y después de un rocambolesco intento de secuestro para llevarlo de vuelta a la República Dominicana con la fortuna del Chivo, se mudó a Madrid, en el verano de 1962, bajo el manto protector del Generalísimo Francisco Franco y con el cuerpo bien forrado de dinero.

Se aseguraba con convicción que los Trujillo habían amasado una fortuna de 800 millones de dólares, cifra fabulosa en 1961 y descomunal para un país con tres millones de habitantes y una renta media de 210 dólares anuales por persona. Juan Bosch, cuando era presidente dominicano en 1963, cifró el robó en 250 millones de dólares.

Fuere la cantidad que fuese, los Trujillo se enredaron en pleitos por la fortuna. Chapita había nombrado herederos a Maria Martínez y sus tres retoños, en detrimento de los hijos nacidos del primer matrimonio (del segundo tuvo una, pero nació bastarda después del divorcio), entre ellos Flor de Oro — aquella mujer bravía que tuvo ocho maridos — y una tropilla de adulterinos.

La tajada del león del botín de Trujillo estaba depositada en Suiza, controlada por Ramfis, sus dos hermanos y la madre de ellos. La parte de María Martínez se evaporó. La clave de la cuenta numera se traspapeló en su memoria senil. El secreto se fue con ella a la tumba en el mismo auto de alquiler que llevó su cadáver al cementerio de Ciudad de Panamá donde la gruesa y malhumorada viuda de Trujillo murió de forma natural.


Rubirosa sobrevivió a Trujillo cuatro años y unos pocos días. Muy contrariado con Ramfis y muy deseoso de distanciarse de él, Rubi se mudó a vivir a las afueras de París con Odile Rodin, su última mujer.

A los amigos les pareció que Rubi había perdido el vigor y estaba deprimido. Una mañana temprano, tras una noche de fiesta en la que confesó a algunos amigos de que no quería llegar a viejo, se subió borracho a su Ferrari, enfiló por la avenida Reine Margaritte, en el Bois de Boulogne, y se estrello en un árbol. Porfirio Rubirosa murió en el hospital con 56 años.

Mientras, en Santo Domingo, un taxista que compró el Chrevrolet Belair, color azul pálido, con sus bocinas gemelas sobre los guardafangos delanteros y un cisne cromado coronando el capó, y para atraer clientela le colocó un cartel anunciando «Aquí mataron a Trujillo», moría al volante del coche, de un tiro. Se aseguró que fue por una bala perdida.

En cambio, el General Vitalicio Antonio Imbert Barrena, el único de los que le dispararon a Chapita que se le escapó vivo a Ramfis, tuvo mejor suerte: el 20 de marzo de 1967 sobrevivió a una emboscada, en plena vía pública, en Santo Domingo, en la que recibió cinco balazos en la espalda que le dieron desde un auto sin placa unos posibles sicarios de Ramfis.

Leonidas Radamés Trujillo, el menor de los hijos del dictador, murió en una finca cercana a Cali (Colombia) en 1994, a los 53 años, en un supuesto ajuste de cuentas del crimen organizado suramericano. Una versión reciente asegura que fue víctima del clan de los Rodríguez Orejuela, por delator. Es posible que le hubieran cubierto la cabeza con una bolsa de papel o plástico, que le pusieran una soga al cuello y la jalaron hasta que murió por asfixia. Su cuerpo, como el de tantas y tantas víctimas de su padre y hermano Ramfis, nunca fue hallado.

A los ochos años del desenterramiento de Chapita en San Cristóbal, la maldición alcanzó finalmente a Ramfis en España. Eran las nueva de la mañana del 17 de diciembre de 1969. Conducía a gran velocidad su Ferrari azul con placa 2-M-7726 en la salida norte de Madrid por la N-1 cuando en una curva chocó con un Jaguar amarillo manejado por la duquesa de Alburquerque, Teresa Bertrán de Lis y Pidal Gurowski y Chico de Guzmán, de 46 años. La mujer murió casi en el acto y el hijo de once años al que llevaba al colegio resultó herido de consideración. Hoy Juan Miguel Osorio y Beltrán de Lis es el 29º duque de Alburquerque.

Luego de una extraña noche de tragos y conspiraciones para ultimar su plan de regreso a la Dominicana y toma del poder, Ramfis volvía a su mansión en el barrio señorial de La Moraleja. Sus allegados aseguraron que había estado con unos amigos dominicanos, que se acostó a las tres de la madrugada y que se disponía a ir al aeropuerto de Barajas a pilotar su avioneta, como afirmaban que hacía cinco días por semana. Pero era una mañana de niebla no apta para  volar. De hecho, el aeropuerto madrileño de Barajas estaba cerrado a esa hora.

Jamás pudieron aclarase las circunstancias exactas del accidente ni qué pasó aquella noche en el doble piso de la calle Juan Ramón Jiménez, en Chamartín, a una manzana de la avenida nombrada en memoria del Generalísimo Franco, su compadre, donde Trujillo el joven tenía su oficina particular y una vivienda paralela.

Sus heridas no inquietaron en principio a los médicos, más allá de lo razonable, pero ingresado en la clínica privada Covesa, ubicada en la entonces llamada avenida del General Mola y ahora del Príncipe de Vergara, empeoró alarmantemente a causa de importantes estragos internos que los médicos no habían advertido. Tenía a su cabecera a algunas de las mayores eminencias médicas españolas de la época por lo que sorprende que se hubiera producida tamaña negligencia.

Traído a las prisas de Estados Unido, su médico personal desde la infancia, Claude Forkner, tampoco pudo hacer nada para salvarlo. Ni siquiera sirvieron las oraciones de su madre, María Martínez, junto a la cabecera del lecho de su primogénito. «Después de la desgracia que tuvimos allá (en República Dominicana), esto», se lamentó la viuda de Chapita.

Ramfis murió el domingo 28 de diciembre de 1969 en la habitación 506 de la clínica Covesa, prácticamente a la misma hora del choque, once días atrás, en el que pereció la duquesa de Alburquerque, esposa de uno de los nobles de más rancia alcurnia de España. Tenía 40 años.

Paradójicamente falleció el día en que la Iglesia católica, en la que él creía, celebra cada año los Santos Inocentes, y, además, en circunstancias parecidas a las de otrora fiel amigo el playboy Porfirio Rubirosa.

Dejó al menos dos viudas, Octavio Ricard, su primera esposa, y la actriz Lita Milan, más conocida como Lita Trujillo, así como ocho huérfanos (María Altagracia, Ramfis Rafael, Aida Azilde, Mercedes, Claudia y Rafael Leónidas, del primer casamiento) y Ramsés y Rafael Ricardo, del segundo.

A su funeral, celebrado la víspera del Día de Reyes de 1970 en la iglesia san Pedro Apóstol de Alcobendas, asistió el exiliado expresidente argentino general Juan Domingo Perón, agradecido con Chapita, que le había acogido en enero de 1959 tras la caída del dictador venezolano Marcos Pérez Jiménez, quien lo cobijaba en Caracas. Antes, a Perón le había protegido el general paraguayo Alfredo Stroessner y en España después lo haría el Generalísimo Franco.

El cadáver de Rafael Leonidas «Ramfis» Trujillo Martínez, amortajado con un traje oscuro y cubierto con la bandera dominicana su féretro metálico con incrustaciones de plata, fue enterrado en un nicho del cementerio madrileño de La Almudena a la espera de reunirse con su difunto padre.

Aquel día, el diario británico Daily Express especulaba con la posibilidad de que el difundo fuera el sexto hombre más rico del mundo, con una fortuna que cifraba en unas 300 millones de libras esterlinas, mayormente provenientes del expolio de República Dominicana.

Casi seis meses después, el 24 de junio de 1970, el cadáver de Ramfis fue trasladado de La Almudena al panteón que la familia Trujillo había mandado construir, entre los de la familia Fierro y la familia Banús, en el cementerio de El Pardo, el pueblo en los alrededores de la capital española con un palacio donde vivía entonces su buen amigo el dictador Franco.

Seguramente cuando Trujillo visitó allí a Franco, en junio de 1954, le sedujo aquel paisaje europeo de bosque de pino, poblado de animales de caza mayor, donde tantos reyes españoles habían gozado. En El Pardo, en la vecindad del generalísimo Franco, de quien él había destacado en aquella visita su «mobleza y heroicidad», el generalísimo Trujillo quedaba a buen recaudo.

Descansaría para siempre en el país donde había tenido un apoteósico recibimiento junto a toda su familia digno de un emperador o un papa y donde había sido tratado de «sabio», «prudente», «fecundo» y «egregio» por una prensa totalmente entregada a la dictadura franquista.

El generalísimo Rafael Leonidas Trujillo Molina tuvo allí su tercer y último entierro. Exhumado en París, fue llevado por carretera a Madrid para ser sepultado cerca de las cinco de la tarde del 19 de noviembre de 1970 en aquel panteón de 25 metros cuadrados forrado con placas de mármol negro en presencia de su hermano Héctor Bienvenido, su hijo Radamés, dos nietos y la nuera Lita.

Tres años y algunos días después le haría compañía en aquel mismo cementerio de El Pardo el almirante Luis Carrero Blanco, el presidente del Gobierno de Franco asesinado por la ETA. Dos años más tarde, en las mismas fechas, el propio Franco pasaba a la historia tras una agonía horrible.

Parece que nadie ha vuelto a molestar a los Trujillo. Aunque Lita recordó poner una esquela en el diario ABC en el primer aniversario de la muerte de Ramfis, pocos se han vuelto a acordar de ellos.

«Por aquí no viene nadie», dice el sepulturero del cementerio de El Pardo parado frente a aquella tumba y mientras señala el cielo raso de escayola caído dentro del mausoleo.

La luz de un mediodía primaveral se filtra por la puerta de cristales enrejados y a través de cuatro vitrales con imágenes del culto católico, entre ellas la Virgen de de Altagracia, la patrona dominicana. En tres alteres hay dispersos objetos de culto: dos imágenes de vírgenes, un atril y varios búcaros de mármol blanco, abandonados de cualquier modo.

Por el altar del fondo se baja a la cripta de los dos Trujillo, un espacio tan reducido que contrasta con la pirámide faraónica de San Cristóbal en la que el dictador imaginó que reposaría hasta el juicio final. Es exactamente de las mismas dimensiones que el dormitorio de la tercera planta de la Casa de Caoba donde el sultán antillano se ejercitaba como macho cabrío.