Francisco R. Figueroa |
18 Diciembre 2013
Las recientes
elecciones presidenciales chilenas hicieron bueno el pronóstico de victoria de
la socialista Michelle Bachelet y pusieron de manifiesto un formidable desprecio
a la clase política veintitrés años después de la restauración de la democracia.
Bachelet derrotó en
segunda votación a la derechista Evelyn Matthei con un abrumador 62% de los
sufragios. Pero fue un triunfo raquítico a la vista de la dramática abstención
registrada.
El hecho de que casi el
60% del electorado no acudiera a las urnas redujo el respaldo popular a
Bachelet al entorno del 25%, lo que significa que tres de cada cuatro chilenos
no avala a presidenta que asumirá el cargo el próximo día 11 de marzo.
La comparición se torna
más espeluznante si se tiene en cuenta que Bachelet disponía del 84% de aprobación
ciudadana cuando dejó el poder en marzo de 2011 tras concluir su primera presidencia.
Tantísima deserción de
votantes, además de deslustrar el retorno de Bachelet a la Casa de la Moneda,
el palacio presidencial, puso de manifiesto ese notable rechazo de los chilenos
hacia la clase política nacional, especialmente entre los jóvenes. Fueron esas las
primeras elecciones presidenciales en las que votar no era obligatorio.
El menosprecio no es gratuito.
Tiene que ver con que Chile sigue siendo un país terriblemente desigual e
injusto sometido aún por el modelo que impuso en los años ochentas del siglo
pasado la dictadura del difunto general Augusto Pinochet y mantuvieron los
gobiernos democráticos habidos a partir de 1990.
Esos gobiernos consiguieron
la ovación de los mercados, la palmadita en el hombro de los inversores y el
enaltecimiento de los burócratas de los organismos internacionales. Pero el
precio ha sido el rechazo de las grandes mayorías que se ha evidenciado durante
el proceso electoral y que ya presagiaban las protestas ciudadanas que se
registran desde mayo de 2011.
El «ejemplo chileno» es
alabado hasta la saciedad. Pero el magnífico aumento sostenido de la riqueza
nacional no llevó aparejado una reparto más equitativo de la misma, algo que ya
se veía a la caída de la dictadura como una necesidad imperiosa y el gran
desafío para los nuevos dueños del poder.
La bonanza económica se
había logrado con Pinochet en ausencia de libertades, sin oposición ni
sindicatos ni posibilidad de huelga, a un costo social elevado y dejando al
margen del progreso a la otrora poderosa clase media y, por
supuesto, a los sectores populares.
Pero ninguno de los gobernantes
democráticos –los democristianos Patricio Aylwin y Eduardo Frei, el
socialdemócrata Ricardo Lagos, la socialista Bachelet y el derechista Sebastián
Piñera– emprendieron las reformas que la sociedad chilena reclamaba.
De modo que tras casi
un cuarto de siglo en democracia Chile tiene la más desigual distribución de
ingresos entre las 34 naciones de la Organización
para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), el club de
los países más ricos del mundo. Y también entre los de América Latina, coun un
coeficiente similar al de Honduras, Nicaragua o Guatemala.
Por ejemplo, el 1% más
opulento de su población chilena controla un tercio de la riqueza y tiene una
renta cuarenta veces mayor que el 80%. Un 0,1% se reparte el 20% de los
ingresos totales. Son cifras de la Universidad de Chile.
Esas diferencias son significativas
cuando se hace una comparación con una nación prototipo de economía capitalista
como es Estados Unidos y resulta alarmante en el caso de que la medición se
haga con relación a Alemania de la conservadora Angela Merkel.
Bachelet tiene la
obligación de sentar bases para comenzar a cambiar el cuadro, para satisfacer
la demanda de la población. El desencanto es evidente, el hartazgo patente y
las protestas están en las calles.
La presidenta electa propuso
un programa de gobierno ambicioso, sin duda con la idea de desmontar el
andamiaje que aún queda en pie de la dictadura. Es consciente de que el país
necesita una nueva Constitución. La cuestión es si podrá.
La Constitución chilena
exige determinadas mayorías cualificadas para la modificación de ciertas normas
legales y para la reforma de la propia Carta Magna. Esos baremos constituyen
los sietes cerrojos que la propia dictadura le puso al régimen político y
económico pinochetista.
Bachelet ha propuesto
una nueva ley fundamental, aunque no ha explicado cómo pretende abordarla, si
mediante la reforma de la actual de 1980 de la dictadura, que ha sufrido en
este tiempo quince enmiendas aunque ninguna sustantiva, o impulsando una
constituyente, como le reclaman por la izquierda.
La presidenta electa podría abordar cambios que requieren de mayoría
absoluta como la reforma tributaria, la creación de un sistema público de
pensiones, la apertura de nuevas universidades estatales, el matrimonio entre
personas del mismo sexo o la despenalización del aborto (con permiso de los
democristianos).
El panorama parece favorable para lograr alianzas que permitan instaurar un
sistema educativo al alcance de las grandes mayorías, en sustitución del modelo
costoso para el alumnado, injusto y poco eficiente que dejó la dictadura, o llevar a cabo una reforma laboral.
Pero los cambios
constitucionales exigen mayorías que no reúnen los partidos aliados con
Bachelet, un conglomerado que va desde la democracia cristiana a los comunistas.
Meterle mano al tinglado constitucional pinochenista parece misión imposible.
Bachelet requeriría el
apoyo de toda su bancada, la de los pocos parlamentarios independientes que hay
y, sobre todo, convencer a algunos legisladores de la derecha, que sale de una
de sus peores derrotas en las urnas pues perdió en el 95% de los distritos
electorales y no supo aprovechar de cara a los comicios la ventaja de tener en
la presidencia a uno de los suyos, el saliente mandatario Sebastián Piñera.
franciscorfigueroa@gmail.com
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