Francisco R. Figueroa | 12 diciembre 2014
El partido Podemos se ha colocado, con apenas once meses de vida, como alternativa a los dos partidos que dominan la vida pública española desde hace más de treinta años, con afán de ganar las próximas elecciones. Pero tiene pendiente refinar su oferta electoral y sortear riesgos, incluida la afinidad de su más notables dirigentes con la Venezuela chavista.
A medida que sube en intención de voto, el flamante partido se cura del calentón revolucionario de primera hora y se va dando una pátina de responsabilidad política y sentido de Estado mientras se sacude el polvo bolivariano para descaracterizarse como franquicia española del chavismo.
Esa es la etiqueta que le pegaron sus rivales de derecha debido a las relaciones íntimas con el régimen de Caracas de sus principales dirigentes, que en su día asesoraron al difunto ex teniente coronel Hugo Chávez, se colocaron incondicionalmente al lado de la «revolución» y contra la oposición venezolana, expresaron sólidas convicciones chavistas y exaltaron la obra del caudillo bolivariano.
Con unas u tras palabras se manifestaron en ese sentido Pablo Iglesias, Iñigo Errejón y Juan Carlos Monedero, que ocupan los lugares uno, dos y tres en la jerarquía de Podemos.
Pero ha llegado la hora del desmarcaje debido al recelo que esas amistades peligrosos despiertan en los sectores más moderados del electorado español, porque la clave del éxito, reconocidamente, está en el centro, a juzgar por lo que últimamente explica Iglesia, de treinta y seis años y secretario general de Podemos.
Iglesias manifiesta, por ejemplo, que la referencia para él no es Sudamérica sino la socialdemocracia nórdica, en un desmarque evidente de la Venezuela de Nicolás Maduro, legatario de Chávez.
«La corrupción en Venezuela es escandalosa. Me gusta más lo que hacen en Ecuador, pero para gobernar España me voy a fijar más en lo que se hace en Noruega o Finlandia (...) No nos vamos a fijar en lo que hacen en países de la periferia mundial (...) No estamos haciendo una revolución sino algo más modesto: que la gente se empodere», precisó Iglesias en la televisión pública.
Por su lado, Errejón, el número dos, de treinta y un años, pone de manifiesto que en el programa de Podemos «no hay nada de Venezuela ni de chavismo». A renglón seguido califica de «analfabetos políticos» a quienes creen que lo que sucede en Venezuela es un modelo para España.
Nada más lejos —arguye— porque es «absurdo tratar de imitar cosas que suceden en muchos lugares distantes, que tienen sus virtudes pero también sus fallos». «Venezuela en modo alguno es una hoja de ruta para lo que tiene que suceder en España», remacha.
La relación entusiástica de los principales dirigentes de Podemos con la «revolución bolivariana» y sus alabanzas apasionadas a Chávez y su legado, recuperadas en vídeos de Internet, se han convertido en el flanco débil por donde la activa maquinaria de la guerra política y mediática conservadora más duramente les embiste, mientras que presentan al chavismo como una fracasada aventura populista, neocomunista y liberticida.
María Dolores de Cospedal, «número dos» del conservador Partido Popular (PP), en el poder con mayoría absoluta desde hace tres años, acaba de declarar que Podemos «nació con el régimen venezolano como espejo, con esa admiración confesada» y tal como a su juicio sucedió en el país de Chávez, también en España se puede «terminar con la democracia». Las huestes mediáticas del PP suelen mostrarse sobre ese asunto bastante más belicosas.
Los últimos sondeos sobre intención de voto hacen del neófito Podemos una de las tres fuerzas preferidas del electorado español, codo a codo con las añejas formaciones tradicionales: el PP y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), que desde la liquidación de la dictadura franquista, hace cuarenta años, fueron los rocosos cimientos del sistema democrático del país ibérico, si bien han devenido en sujetos de la ira de una ciudadanía harta de corruptelas, despilfarro, clientelismo y toda clase de desmanes políticos a diestra y siniestra.
Los porcentajes de Podemos oscilan del 24,8 por ciento al 29,5 por ciento, sin alcanzar la mayoría suficiente que eventualmente permitiría a su líder formar gobierno. En tanto, Iglesias es el dirigente mejor valorado de todo el elenco político español. Así mete miedo tanto a conservadores como a socialistas. Sobre todo a estos últimos, cuyo espacio ideológico Iglesias y los suyos disputan a dentelladas.
Ambos partidos históricos se han visto obligados a danzar al son del nuevo ritmo que marca Podemos, a adaptarse a una nueva realidad en vista del hondo calado alcanzado en tan corto tiempo por el discurso regenerador, sagaz y contagiante de Iglesias, que ha desnudado la España de la corrupción y el latrocinio así como los hábitos oligárquicos de una dirigencia a la que llaman «la casta» o, en definición completa, «la casta de sinvergüenzas que nos han robado a manos llenas».
También el PP y el PSOE, en medio del tremendo desgaste que sufren, han puesto a trabajar sus laboratorios de guerra política a ver si pueden destrozar a Podemos, aunque hay expertos que aducen que entre más insistan por ese camino más hondo será en el hartazgo del electorado en las dos formaciones.
En un hipotético ejercicio de pactos, si ningún partido lograra mayoría en las próximas elecciones, tres formaciones de izquierda —PSOE, Podemos y la comunista Izquierda Unida— atraen hoy en conjunto, de acuerdo a los sondeos, a más de la mitad del electorado español, con la perspectiva que eso abre de «frentepopulismo» o de «unidad popular», como se ha escuchado a algún dirigente «podemista» dando la impresión de que esa alianza sería posible, aunque por ahora los socialistas rechazan las coaliciones por la izquierda y por la derecha.
Mientras, los conservadores sufren una drástica rebaja de expectativa al entorno del 25 por ciento contra el 44 por ciento del voto válido logrado en las legislativas de noviembre de 2011, lo que muestra hasta qué punto han quemado en tres años a Marina Rajoy sus recetas ortodoxas de ajustes presupuestarios y recortes sociales, con un desempleo abrumador, una deuda impagable y aumento de la pobreza en un país que hasta antier se sentía rico e inmune.
Convencido de que España vuelve, debido a él, al buen camino y dejó atrás la crisis, Rajoy advierte de que no habrá paso atrás. «Aquí no caben ocurrencias ni frivolidades. Cualquier rectificación de lo hecho sería un grave error», acaba de decir.
El gobernante español reitera estos días su intención de volver a encabezar su partido en la próxima contienda electoral, que se celebrará de aquí a no más allá de doce meses. Pero en el PP se aprecian luchas fratricidas en previsión de que Rajoy resulte abrasado.
Si en pocos meses —de enero a diciembre— Podemos ha alcanzado tan alto nivel de aceptación, es imprevisible vaticinar si Iglesias y el grupo de politólogos y sociólogos que integran el núcleo duro del partido podrá cumplir ese sueño que, el día de su proclamación como secretario general, él sintetizo con la metáfora de que el objetivo era «tomar el cielo por asalto».
Estos «demonios» están en posición inmejorable para conseguirlo, con casi doce meses por delante hasta las próximas legislativas y sin que los propósitos de enmienda de conservadores y socialistas hayan alcanzado indulgencia del electorado. «Las posibilidades de cambio están ahí para quedarse», proclamó el vicelíder Errejón a la vista de las encuestas.
En tanto, en el régimen venezolano anida la esperanza de que una España gobernada por Podemos —o por las izquierdas— vire cabeza de playa en Europa de las causas bolivarianas. Al menos ese es el tenor de un informe remitido a Caracas por el embajador venezolano en Madrid, Mario Isea, conocido estos días.
De modo que parece haber una sustancial distancia entre aquel naciente Podemos blandiendo consignas de la izquierda anticapitalista radical y el que acaba el año 2014, madurado a machamartillo, con nuevas propuestas pragmáticas, un aparente conciencia de Estado de la que hasta hace poco carecía y ese sentido de responsabilidad del que Pablo Iglesias ha comenzado a hacer gala.
Salvo que el lobo se haya disfrazado de cordero, como aducen sus enemigos conservadores.
Además, Podemos como azote de herejes ha sentido en carne propia la mordida del látigo con el que flagela a los corruptos, al ser acusados sus dirigentes, sobre todo Iglesias, de prácticas propias de la rancia clase dirigente a la que escarnecen: pagos «en negro», faltas fiscales y amiguismo, además de haber percibido dinero de regímenes execrados por la derecha como el iraní o el venezolano. Todo eso restó a Podemos tres puntos porcentuales de noviembre a diciembre en las encuestas.
Es cierto que el chavismo fue producto de la putrefacción del sistema bipartidista que durante cuarenta años estuvo en vigor en Venezuela, mediante un pacto entre demócratas alcanzado en 1958, un modelo parecido al adoptado en España a partir de 1978 tras la liquidación de la dictadura franquista.
Pero el fracaso de bipartidismo, como alternancia en el poder entre conservadores y socialdemócratas, y de las fuerzas tradicionales de gobierno en general ha llevado a situaciones diferentes según los países.
Las resultantes, por ejemplo, fueron Silvio Berlusconi en Italia, Alberto Fujimori en Perú o el citado Hugo Chávez en Venezuela. Nada que ver entre ellos. Esta por ver si puede alcanzar el poder en la desventura Grecia el partido de izquierda radical Syriza, con el que Podemos tiene más similitudes que con el proceso militarista venezolano.
En España, Podemos es consecuencia del estado calamitoso del sistema bipartidista, también de que el país, como en el caso de la Venezuela saudita, pasó de la opulencia el estado de necesidad, si bien no se ha llegado al extremo que en el país sudamericano, que estuvo sumido en casi dos décadas de declive con una prolongada crisis general y acontecimientos sangrientos como fueron la dolorosa asonada civil de 1989, conocida como el Caracazo, o las violentas intentonas golpistas de 1992, una capitaneada por Chávez; o la destitución de un jefe de Estado, en 1993, para ser juzgado por presunta corrupción. La precariedad institucional que se arrastró hasta que a finales de 1998 Chávez ganó las presidenciales. Pero la violencia, la crispación y la crisis no acabaron ahí.
De otro lado, la alternativa de Pablo Iglesias no parece hoy un remedo bolivariano, ni por talante y formación del líder o sus adláteres —todos civiles, producto de la sociedad civil, con un frondoso curriculum universitario—, aunque haya entre ellos simpatizantes del chavismo y el castrismo, ni menos por programa de gobierno, aún solo en esbozo.
Esta por ver de qué manera Podemos ejercería el poder en detrimento del modelo dominante por cuarenta años. Su programa, de casi setenta páginas, se define como «un proyecto económico para la gente» que resumen en «democratizar la economía para salir de la crisis mejorando la equidad, el bienestar y la calidad de vida».
De momento, Podemos ha hecho que muchas personas hartas e indignadas con la vieja política recuperen la ilusión en un país adecentado. Sus detractores le acusan de proponer «una arcadia feliz sin racionalidad económica».
El difunto Chávez fue miembro de una logia militar que en 1982 se conjuró en afanes bolivarianos. Estaba próximo a la tradición caudillista latinoamericana, al populismo del general argentino Juan Domingo Perón, al panamericanismo de militares revolucionarios como el panameño Omar Torrijos o el peruano Juan Velasco Alvarado o al antiimperialismo que tanto rédito durante tantos años ha dado a Fidel Castro. En eso hay un abismo con Paco Iglesias.
En tanto, el líder de Podemos es producto del movimiento ciudadano, de una sociedad laica y antimilitarista, hijo de gente de izquierdas que protagonizó la transición, un comunista de juventud, licenciado en Derecho y Ciencias Políticas, con doctorado y maestrías en Humanidades y Comunicación Social, y profesor universitario, un líder altermundista ducho en las pugnas dialécticas de academia y televisión que podría ser, por ejemplo, un actor principal de la ocupación de Wall Street o capitán de una carga en alta mar de Greenpeace contra balleneros nipones. Algo muy parecido son sus principales aliados.
El caudillo venezolano pasó por la felonía de las dos sangrientas intentonas golpistas. Sobreseída su causa para apaciguar a la familia militar, se alió con grupúsculos de la extrema izquierda extraparlamentaria y rescoldos de la guerrilla castrista que hubo en su país en la década de 1960. Se convirtió en una suerte de vicario de Fidel Castro. Finalmente, en 1998, su proyecto coincidió con una sociedad civil que había pasado por dieciocho años de crisis y desencanto. En un caldo de cultivo tan acre Chávez se corporizó como nuevo salvador de la patria que ofrecía sepultar la «vieja y podrida» Cuarta República, concebida cuarenta años antes, para fundar un nuevo país sobre las bases de otra Constitución.
Hay que reconocer que los jóvenes líderes de Podemos muestran pretensiones adanistas, al querer refundar la nación española partiendo, como Chávez, de una constituyente, a la que plantean llegar por la vía de un referendo. Se asemejan al Chávez de 1998 en la ambigüedad del mensaje, el pragmatismo aparente, el dominio de la propaganda, la capitalización del desencanto y en la boca llena de pueblo.
Incluso Iglesias ha imitado algunas expresiones de Chávez como cuando juró como eurodiputado atribuyéndole caducidad a la Carta Magna española o en el momento en que usó la mítica expresión «por ahora» para decir que aún no habían podido derrotar en las urnas a las fuerzas tradicionales, pero eso llegaría.
No se puede descartar que los actuales dirigentes de Podemos se hubieran aproximaran al comandante de la boina roja como la misma motivaciones, curiosidad y expectativa que llevó a los franceses Jean-Paul Sartre a los brazos de Fidel Castro o Régis Debray a los del Ernesto Che Guevara. Otra cosa fue si acabaron nutriéndose en la generosa ubre petrolera de Hugo Chávez.
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