Francisco R. Figueroa / 8 diciembre 2011
Como chinches están cayendo al muladar de la historia los ministros de la presidenta brasileña, Dilma Rousseff. Defenestrado el séptimo ― seis lo han sido por corruptelas ―, el octavo está servido, el noveno hierve y el décimo ya está sazonado.
Desde junio pasado Rousseff se ha visto obligada a cambiar un ministro por mes. Es posible que los tres altos funcionarios que ahora están en la picota —uno de ellos amigo personal de la gobernante, exguerrillero como ella y también procesado por la dictadura— puedan aguantar lo que resta de diciembre mientras la presidenta concreta una profunda reforma ministerial que posiblemente anuncie tras el Año Nuevo.
Rousseff tiene que adelgazar un gabinete rollizo, con 37 departamentos, y preñado de ministros (casi la mitad de ellos) procedentes del gobierno de su antecesor y padrino, Luiz Inácio Lula da Silva.
Pero, sobre todo, Rousseff debe espulgar su gobierno de granujas si no quiere terminar siendo confundida con los truhanes. No hay que olvidar que trabajó con todos esos ministros defenestrados tanto como presidenta de la República, desde enero de este año, como también antes como jefa del Gabinete de Lula. Rousseff Aceptó a gente de dudosa catadura en su Gabinete y las altas esferas de la administración. Ahora las denuncias de corrupción salpican a su viejo camarada Fernando Pimentel, ministro de Desarrollo, Industria y Comercio Exterior. Por tanto, entre antes forme nuevo gobierno mejor para ella.
Por añadidura, a la presidenta le conviene soltar las amarras que aún le atan a Lula e iniciar su propio vuelo para los tres años que le restan de gestión, no vaya a extenderse la creencia de que ella protege a los corruptos como hacía su mentor político. No vaya también a terminar de diluirse como política en la figura de su tutor de tanto ser considerada una criatura de él.
En cualquier otra parte del mundo una situación de tantos ministros acribillados por denuncias diarias de corrupción desembocaría en una crisis política de considerables proporciones e, incluso, habría puesto a cualquier gobernante a bailar en la cuerda floja.
Pero en Brasil no existe la buena praxis de que los presidentes se responsabilicen de las faltas de quienes han escogido como ministros. El jefe del Estado se coloca intocable a la diestra de dios, inmune a las contingencias ministeriales.
Además, Rousseff es vista por gran parte de la población como la eficiente señora de la limpieza que está adecentando el Gobierno. Es su ya famosa y muy popular «faxina», es decir su limpieza general, a la que la inmensa mayoría de la población atribuye la copiosa barredura de ministros.
La verdad es que, a diferencia de Lula, Rousseff no ha minimizado las denuncias de corrupción que pueblan la prensa ni ha vilipendiado al mensajero. Por el contrario, ha dejando caer por su propio peso a los ministros bribones mediante demoliciones controladas con peripecia de avezada barrenera. La gente tiende a creer que es menos tolerante que Lula con la corrupción.
Este blog se ha ocupado en diversas ocasiones de la corrupción en Brasil, como en «La orgía perpetua», en septiembre, y «Dilma ensombrecida», de agosto, cuya relectura viene ahora a cuento.
Merece la pena recordar que un presidente de Brasil tiene mucho poder, pero vale poco sin el apoyo del Congreso, que siempre ha estado muy fragmentado. Como sus antecesores, Rousseff compra con cargos públicos el apoyo legislativo pues su Partido de los Trabajadores (PT) apenas controla un 16 % de la Cámara de Diputados y 12 % del Senado.
Se forma así la llamada «base aliada», una coalición parlamentaria muy heterogénea conocida sarcásticamente como «la base alquilada». Además de con su partido, Rousseff divide la tarta con otras16 formaciones políticas. Todos tienen puesto precio a su lealtad, comenzando por el insaciable Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) al que pertenece el vicepresidente de la República.
Además de los 38 ministerios hay para repartir en Brasil nada menos que 25.000 cargos de confianza. Un festín para unos partidos voraces como pirañas que cambian su participación por empleo para sus cuadros directivos y dinero para su financiamiento. El botín es enorme, multimillonario, y la impunidad estaba virtualmente garantizada, hasta ahora.
Esta situación existía como el socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso (1995-2003), pero se agravó con Lula (2003-2011). Hasta ahora Rousseff no ha dado muestra de querer cambiarla. Se ha limitado a echar a los ministros pecadores cuando la situación se hizo insostenible y pedir al partido aliado que ostenta la cartera que designe al sustituto.
Los equilibrios internos en el Gobierno son harto delicados por lo que Rousseff debe ir con cuidado para asegurar la gobernabilidad.
Brasil clama desde hace años por una reforma política en profundidad que nadie emprende. Cardoso la recomendó vivamente, pero fue incapaz de abordarla. Le aconsejó hacerla a Lula, que ni lo intentó. A muchos partidos—de nuevo comenzando por el PMDB—, incapaces de alcanzar el poder por sí mismo y acostumbrados a medrar a la sombra del gobierno, cualquiera que este sea, no les interesa esa reforma porque menguaría su poder.
De modo que Brasil debe seguir bastante tiempo con su drama de gobierno y el problema de la corrupción incrustada en el poder. Rousseff no parece tener demasiado margen de maniobra.