[II Congreso Internacional de la Lengua Española – Valladolid (España), 16 a 19 de octubre de 2001. Panel «Unidad y Diversidad del Español» - «Español y portugués: elementos culturales y socioeconómicos»]
Francisco R. Figueroa
Los geopolíticos brasileños ambicionaron para su país un glorioso destino imperial. Desarrollaron arrogantes teorías y diseñaron aventuradas estrategias de dominio para convertir a su país en una Gran Potencia. Pero olvidaron que, como afirmaba Antonio de Nebrija, «la lengua es siempre compañera del Imperio».
Según ellos creían, Brasil debía dominar el gran espacio de América del Sur en su condición de «país superior» de la región. En ese sentido teorizando sobre los criterios económicos, comerciales, financieros, ideológicos y militares que llevarían a Brasil a lo que se consideraba su «Destino Manifiesto».
Esas pretensiones de dominación estuvieron vigentes casi un siglo, por lo menos desde los tiempos del Barón de Río Branco, el astuto diplomático que ganó para su país sin disparar un tiro unos 830.000 kilómetros cuadrados de territorio, hasta el final de los gobiernos militares que hubo de 1964 a 1985.
En los Estados Mayores militares, en el Ministerio de Relaciones Exteriores, en las academias castrenses, en la Escuela Diplomática el asunto fue estudiado exhaustivamente. Para «Brasil, actualmente, la opción es agrandarse o perecer», aseguraba en 1952 el general (aún era coronel) Golbery de Couto e Silva, considerado el más influyente de los geopolíticos brasileños. Los planes estratégicos que se elaboraron eran tan ambiciosos como fantásticos. Los más ultras consideraban incluso que «la guerra era inevitable».
Sudamérica é nossa
La revista estadounidense Newsweek señalaba en agosto de 1973 que los brasileños habían logrado poner «un pie en la mayoría de los países de América Latina encontrándose, incluso, algunos de ellos bajo su hegemonía...», quizás en referencia a Paraguay y Bolivia. En esa época los diplomáticos del régimen militar brasileño –agregaba el semanario— se manifestaban «orgullosos de la acusación (a su país) de ser imperialista».
Los brasileños recreaban sus teorías a partir de la vieja idea de integrar toda América del Sur en una misma nación. Así, idealizaron ese «gran espacio continental» controlado por Brasil y afirmaron que no había otra alternativa para que «las naciones sudamericanas sobrevivieran». Llegaron, incluso, a defender el recurso a la «conquista» en previsión de la resistencia que opondrían a sus planes los estados sudamericanos. Más moderados otros sostenían que el proyecto brasileño «exigía» a las demás naciones sudamericanas «sacrificar parte de su soberanía». En la época de apogeo de las dictaduras sudamericanas, los geopolíticos brasileños consideraban que era «fundamental» para su país dominar el Cono Sur «política, económica, financiera y militarmente».
Los grandes objetivos permanentes de Brasil eran salir al Océano Pacífico vía Ecuador y Perú, y al Mar Caribe por Venezuela; explotar recursos naturales en naciones vecinas; controlar el corazón boliviano para dominar América del Sur; convertir en un satelite a Uruguay; heredar las colonias portuguesas de África; lograr la hegemonía en la Cuenca del Plata; convertir el Atlántico Sur en su Mare Nostrum y tener presencia en la Antártida, entre otros.
Los geopolíticos brasileños tardaron mucho tiempo en darse cuenta de que además de la voluntad expansionista, de planes para imponer su hegemonía sobre los pueblos vecinos, de los ejércitos y de las armas, eran necesarios enormes recursos económicos de los que carecía un país como el suyo que aún luchaba para salir del subdesarrollo.
Quizás pensaban ellos que les favorecía en sus planes la inversión cultural y económica que se había producido en América a raíz de la independencia de las colonias hispanas, pasando a tener la primacía los Estados Unidos de Norteamérica y, en segundo lugar, los Estados Unidos de Brasil, que este era entonces el nombre oficial del país.
De eso modo Brasil bien podía venir a convertirse en la potencia hegemónica de Sudamericana, un contrapeso en el sur a los Estados Unidos del norte o el gendarme necesario del mundo occidental ojo avizor al sur de Panamá y con su prominente barriga nordestina a dos horas de avión de las costas del África meridional.
La disgregación en la América hispana fue producto de la independencia de las antiguas colonias pero también de rivalidades enconadas que acabaron separando proyectos como el de la Gran Colombia bolivariana o generalizaron durante buena parte del siglo XIX los enfrentamientos civiles.
Con todo, las nuevas repúblicas tuvieron desde el comienzo una conciencia de unidad cultural mantenida, sobre todo, a través del idioma español.
El Imperio Español en lo idiomático resultó así indestructible y de la misma manera que la rivalidad política entre los imperios español y portugués en el suelo americano continuo durante más de tres siglos después del tratado de Tordesillas, ambas culturas pugnaron durante siglos como dos placas tectónicas en permanente fricción.
Al contrario de lo que creían los estrategas tradicionales brasileños, Brasil no se proyecta hacia el resto de Sudamérica ni su frontera oeste debiera estar en los Andes ni tiene necesidad de corredores con el Pacífico o el Caribe, entre otras teorías fantásticas.
En realidad Brasil se configura como el movimiento prodigioso del mundo sudamericano hacia el Océano Atlántico. Es la América Hispana la que definitivamente se desparrama lentamente sobre Brasil desde las crestas de los Andes, a través de la Orinoquia, por los abismos amazónicos en los que alucinaron Lope de Aguirre y sus marañones, desde las antiguas misiones jesuíticas... en fin por todas sus fronteras terrestres exceptuadas las guayanas.
¿De qué Brasil hablamos?
Brasil como nación es un volcán en actividad. Sus placas sociales y culturales aún chocan sordamente unas contras las otras produciendo grandes contrastes y enormes paradojas.
Algunos de sus intelectuales dudan de la existencia todavía de una nacionalidad brasileña basada en valores históricos. Por ejemplo, João Ubaldo Ribeiro, uno de los escritores brasileños más prestigiosos, en una reciente entrevista periodística expresaba con seguridad su convencimiento de que «la verdadera fundación de Brasil ocurrió en 1958 cuando se conquistó el primer título de campeón mundial de fútbol».
Ese Brasil de todas las razas parece ser un país contradictorio. Así al menos lo pone de manifiesto un reciente libro que a los 500 años de la llegada de los portugueses y cuando han transcurrido cerca de 180 años desde la independencia nacional, intenta dar respuestas Para entender a Brasil en la pluma de 37 ensayos de otros tantos autores.
Hay quien asegura que Brasil sigue siendo «una nación inconclusa» y quien remata que es un país «difícil de entender», pero del que todo el mundo gusta con facilidad. «Hay que construir un país de verdad», proclama otro. Las elites «egoístas» e «insensibles» que no entienden o no gustan del pueblo «manipulan» los mecanismos de riqueza y conocimiento y son culpables de que Brasil sea «injusto» y «desigual» con una grandes ciudades en las que campea la «cultura de la violencia», aseguran otros ensayistas. Un autor afirma que el brasileño «aún no ha decidido si es un genio o una mierda»; otro asegura que al país le pierde «el cinismo» que cunde; y un tercero que el país bascula entre la «sensualidad» y la «irreverencia». Brasil «muerde el polvo» del camino desbravado por Estados Unidos, señala otro, y el que le sigue echa en falta un nacionalismo a semejanza del estadounidense. Brasil posee «una gran unidad lingüística y una enorme diversidad cultural», proclama otro.
A las vueltas con la lengua
Los historiadores conjeturan que cuando llegaron los europeos en 1500 había en Brasil entre un millón y 8,5 millones de individuos. ¿Quién puede saber cuántos eran los parientes, amigos y enemigos de aquellos «devoradores de cristianos» entre los que a duras penas pudo sobrevivir el alemán Hans Staden a mediados del siglo XVI.
Staden los describió –y dibujó– como «crueles y salvajes devoradores de seres humanos asados». Pero también dijo de ellos que eran «personas bonitas de cuerpos bronceados por el sol y de buena estatura, tantos los hombres como las mujeres».
Una revista semanal que se edita en la ciudad de São Paulo informaba a mediados de junio pasado de que, según las cuentas del estadounidense Summer Institute of Linguistic, en Brasil se hablan 195 lenguas. «Una Babel de lenguas domésticas», titulaba la revista esa información resumida en unas pocas líneas bajo una foto de unos circunspectos indios en formación de punta de flecha ataviados como para recibir otro enjambre de turistas.
La proliferación de lenguas, obviamente, es consecuencia de la abundancia de tribus aborígenes en Brasil. Tantas que ni las autoridades saben cuantas ni los individuos que las forman. El último estudio conocido revela la existencia de 216 tribus que reúnen a unos 350.000 individuos, una población parece por vez primera en ascenso después de llevar 500 años menguando. Todavía hoy es frecuente que el Instituto Nacional del Indio informe de la aparición en el corazón amazónico de alguna pequeña tribu «no descubierta» que «jamás tuvo contacto con el hombre blanco».
Sean los indios que fueren en 1500 o los que quedaren ahora, se hablen en Brasil alrededor de las 170 lenguas oficialmente catalogadas o las 195 que decía el Summer Institute of Linguistic, lo real es que todos los pueblos que usan esas hablas, menos una de ellas, resultan una curiosidad antropológica, una anécdota cultural, una cifra más para el culto nacional a la grandilocuencia y quizás algunas de ellos el eco de un estertor desde dentro del ojo del huracán de la globalización que está barriendo a todo lo que es periférico.
Algunas de esas lenguas son habladas en comunidades con cuyos miembros apenas se puede organizar una partida de cartas. ¿Cuántos jumas quedan hoy en Brasil, por ejemplo? Se dice que el año pasado eran unos cinco, exactamente el número hasta el que sabían contar aquellos «salvajes» con los que convivió Hans Staden.
Para cantidades mayores que cinco señalaban sus propios dedos o apuntaban a varios indios queriendo significar la cantidad de dedos en las manos y los pies de todos ellos. Y aunque las autoridades se ufanan de que los nativos brasileños están aumentando, hay pueblos en fase de extinción y quedan otros –unas 16 se presupone– en las profundidades amazónicas aún sin contactar.
Aunque sean parte de los estereotipos con que se conoce a Brasil en Europa y parte de América, todas las tribus indias brasileñas son un frágil manojillo humano que apenas representa el 0,002 por ciento de los 170 millones de brasileños, un mundo aparte que parece estar saliendo del ciclo de la explotación a la que la mayoría estuvo sometido para volver a sus tradiciones ancestrales.
Víctima de una mezquindad cultural
Brasil conserva sobre todo del colonizador portugués, pese a lo mezquinos que estos fueron en asuntos culturales, un idioma cuyo uso, sin embargo, tardó trescientos años en generalizarse y casi otros doscientos para tener homogeneidad, aunque siempre ha habido una pugna por crear una lengua brasileña en contraposición al lenguaje portugués.
Los portugueses hicieron una colonización de cangrejos, en la costa Atlántica, y fueron incapaces de ocupar y poblar el espacio brasileño.
Los que expandieron el imperio luso fueron sus descendientes mestizos cuando se lanzaron a la conquista. Eran aquellos «bandeirantes» que partieron, sobre todo, desde la ciudad de São Paulo para conquistar millones de kilómetros cuadrados y avanzaron incluso más allá de la línea establecida por el tratado de Tordesillas. Eran aventureros codiciosos y voraces que no tenían el claro sentido de servir a los intereses lusos pero que terminaron siendo muy útiles a los mismos.
Los primeros colonizadores de Brasil eran gente práctica que tuvo que aclimatarse, mezclarse y hacer alianzas con los nativos para amasar riqueza en el comercio del entonces codiciado Pau Brasil.
Eran portugueses, franceses y españoles disputando el control de las tierras y del comercio, cautivando a los indios, mezclándose con ellos. Mucho más prácticos en el negocio que en la cultura, aquellos extranjeros se aclimataron.
«Se volvieron casi indios», afirman historiadores, quienes agregan que aquellos primeros europeos andaba desnudos, comían mandioca, aprendían los nombres autóctonos de las plantas y los animales y se comunicaban en la lengua nativa.
La cuestión del habla en Brasil ha estado asociada desde el inicio de la colonia a ciclos socioeconómicos. Hoy lo que está sucediendo en Brasil es también consecuencia del nuevo ciclo económico donde ha entrado el país.
Los primeros europeos –como se ha expresado– adoptaron la llamada «lengua general» común en las costas de Brasil: el tupí. Era la lengua necesaria paras todos: los mercaderes, los aventureros, los habitantes de las ciudades en su relación con los naturales…
El tupi fue durante casi dos siglos si no idioma oficial sí el habla más común y extendida por necesaria para todos como consecuencias de las conveniencias sociales y económicas de esa época colonial y de que Brasil era un inmenso océano selvático con unas pocas islas de civilización y cultura portuguesas.
El idioma de la metrópolis portuguesa sólo consiguió desplazar al cabo de dos siglos de pugna lingüística al «habla general». La «lengua brasílica», obviamente, no podía ganar la batalla de las otras lenguas, incluidas las que llegaron de África con los esclavos negros – etiópicas las llamaban algunos historiadores –, ni tampoco rivalizar eternamente con el idioma de los vencedores portugueses.
Con las expansiones desde la costa hacia el oeste en la mitad del siglo XVII el uso del portugués, aunque acriollado, se fue extendiendo. En otras circunstancias sociales y económicas, como fueron las explotaciones mineras, sobre todo la fiebre del oro, ya en el siglo XVIII, y las prédicas de los misioneros se concretó el ciclo de expansión del portugués, que se comenzó a imponer y consolidar como lengua nacional, aunque ese proceso posiblemente aún no haya acabado. La llegada de la casa real portuguesa a principios del XIX en huida de Napoleón dio inicio al proceso de hegemonía de lengua portuguesa.
En 1819 fray Francisco dos Prazeres escribía: “en el presente, la lengua corriente del país es el portugués; los instruidos lo hablan muy bien, pero entre los rústicos todavía anda un cierto dialecto resultado de la mezcla de lenguas”.
A principios del siglo XIX las tribus indígenas mayormente estaban «aportuguesadas» aunque pronunciaban de manera incorrecta. Los viajeros de la época recogieron que los ancianos seguían usando la lengua de sus ancestros, que se conservaban expresiones autóctonas o que, incluso, hablaban un portugués trufado con las lenguas nativas. Había ciertas tribus en el Mato Grosso que usaban el español y el portugués aparte de varias hablas propias.
Todavía a mediados del siglo XX quedaban zonas del interior de Brasil donde se usaban un lenguaje que los viajeros a duras penas entendían. Fue con el desarrollo de la televisión, a partir de los años setenta del pasado siglo, sobre todo con la implantación a nivel nacional de la Rede Globo de Televisão, que el portugués hablado en Brasil fue teniendo a la homogeneidad, imponiéndose paulatinamente los usos linguísticos y la pronunciación de los dos nucleos principales de irradiación televisiva, de producción de contenidos y de procedencia de profesionales (actores, locutores y periodistas): Río de Janeiro y São Paulo
Y es que en Brasil la potencia colonizadora había prestado poca atención a la educación.
Los colonizadores portugueses apenas permitieron la enseñanza del bachillerato en colegios regentados por religiosos, pero nunca la universidad, a diferencia de lo que sucedía en la América española donde la universidad llegó casi con los conquistadores.
En el siglo XVI en Hispanoamérica se fundaron universidades en Santo Domingo, Lima, México, La Plata, Sucre, Bogotá y Quito. En Brasil la primera universidad surgió en 1930, es decir, cuatrocientos años después de la primera universidad de la América Española. Con la imprenta pasó algo semejante. El primer periódico brasileño, por ejemplo, se imprimió en Inglaterra a principios del siglo XIX.
En 1960 la tercera parte de los niños brasileños estaba todavía sin escolarizar y el cuarenta por ciento del país era analfabeto. Motivos culturales pero también sociales y raciales.
«La escuela brasileña hasta ayer ha sido sólo blanca. En mi clase había sólo un negro», decía en una reciente entrevista periodística el Ministro de Educación de Brasil, Paulo Renato Souza, recordando su época de escolar, que transcurrió hace unos cuarenta años.
Actualmente el 97 por ciento en edad escolar obligatoria, que va de los siete a los catorce años, está escolarizado, y el analfabetismo ha descendido al once por ciento. «Estamos convencidos de que antes de dos años no quedará un sólo niño en Brasil que no vaya a la escuela», agregó el Ministro en la misma entrevista.
El español en desarrollo
Hoy Brasil parece estar lejos de los viejos sueños imperialistas. Después de decenios de ensimismamiento, autarquía, quimeras y utopías, ese enorme país se ha abierto. Se ha convertido en una economía pujante, con una sociedad en permanente ebullición que conforma un gigantesco mercado interno y unas reglas de mercado que parecen bastantes claras, aunque posiblemente dependa de las elecciones generales que se celebrarán el próximo año la estabilidad y el rumbo definitivos.
Brasil parece haber entendido que para alcanzar el tan ansiado objetivo de liderazgo suramericano no basta con ser más grande que sus vecinos. Ha percibido que aprender español es una necesidad dictada por la nueva geografía económica y es un imperativo derivado de las nuevas políticas que tienden a lo global.
Y es que ese Brasil, aunque muy influenciado por la cultura estadounidense como el resto de la América Latina, siguen teniendo su mayor referente cultural, económico y social en Europa. En comercio, si ir más lejos, la Unión Europea es el principal cliente de productos brasileños y de dónde Brasil más importa, por delante de Estados Unidos.
También se nota entre los brasileños la seguridad de que ya no basta seguir con aquello que acostumbramos a presumir: que el idioma del otro está chupado. Como afirmaba en vena de humor el reconocido dibujante brasileño Millôr Fernández, «el español es esa lengua que todos creemos que hablamos. Hasta que nos encontramos a alguien que realmente habla español». Vale decir lo contrario.
En Brasil hay actualmente una actitud pública y privada sin precedentes hacia el español que podría convertir en bilingüe a la clase media de ese país suramericano. Eso ocurrirá sin duda en un plazo de tiempo prudente si no fueran abandonados los planes oficiales para que el idioma español sea una asignatura obligatoriamente ofrecida por todos los centros de enseñanza media del país, donde actualmente hay cerca de ocho millones y medio de alumnos, mientras que hay otros treinta seis millones de estudiantes, a partir de siete años de edad, en la enseñanza básica obligatoria y cerca de dos millones y medio más matriculados en universidades. Hablamos de una población en edad de estudios bastante superior al total de habitantes de España.
Algunos estados de la federación brasilera han adoptado ya la enseñanza del español en sus escuelas. Inicialmente el Gobierno central quiso que el español fueran enseñado obligatoriamente en todos los institutos de primaria y secundaria del país, pero durante el trámite parlamentario del proyecto de ley sufrió diversas modificaciones. Actualmente está congelado por razones que tienen que ver con la imposibilidad de aplicar dicha ley sobre todo porque harían falta nada menos que doscientos mil profesores de español. Puede que también haya influido las presiones hechas por naciones como Francia, Italia y Alemania, cuyas lenguas figurarían como primeras víctimas.
No obstante, el ministro brasileño de Educación, Paulo Renato de Souza, en la última alusión pública al asunto que hizo, manifestó que la ley pueda ser aprobada todavía este año. El próximo puede resultar complicado por ser un año netamente electoral.
Si la ley fuera aprobada, se espera que el español sea masivamente acogido por los alumnos por razones tan claras como la proximidad cultural, la superación de viejos prejuicios culturales, la facilidad del aprendizaje y las nuevas alternativas laborales que se están abriendo en el país con la maciza inversión española.
Así las cosas, parece necesario un fuerte compromiso oficial de toda la comunidad de países hispanohablantes en el sentido de contribuir a salvar el enorme escollo que representa para Brasil tener tan elevada cantidad de profesores que la enseñanza del español demandaría.
Brasil y España en perspectiva
Hace tan sólo cinco años a lo español no se le veía porvenir en Brasil Y es que en muy pocos años España ha pasado para Brasil de ser un territorio virtualmente ignoto a un país sorprendente, que impresiona y también asusta.
Como en el resto de América Latina también en Brasil el XIX fue, como lo señalaba Salvador de Madariaga, «un siglo francés por excelencia» y en algunas regiones del país lo siguió siendo hasta mediados del siglo XX. Cualquier carioca de sesenta años recuerda, por ejemplo, que en las escuelas de Río de Janeiro aprendían a cantar el himno brasileño, pero también la Marsellesa.
En la segunda mitad del siglo XX España tenía concentrados sus esfuerzos en recomponer su enorme y privilegiado patrimonio cultural de América y no se interesó por Brasil. Hubo que rehacer las relaciones con las repúblicas hispanoamericanas, que tan maltrechas habían quedado no sólo por los hechos de sus independencias sino por la torpe política de Madrid durante el resto del siglo XIX; hubo que lograr que la cultura española tomara en esas repúblicas prestigio y hubo que crear una corriente favorable de sentimientos mutuos.
Estuve en Brasil como corresponsal de octubre de 1981 a abril de 1985. Hace un año volví para una segunda etapa profesional, esta vez de manera muy relacionada con el idioma pues había que crear e implantar allí el nuevo servicio internacional de noticias de la Agencia Efe en el portugués de Brasil. De manera que creo que comparando lo que España era para Brasil, y viceversa, en los ochenta con lo que es ahora posiblemente logremos tener una idea de ese cambio tan vertiginoso, tan sorprendente por inesperado, que ha habido en el conjunto de las relaciones entre ambas naciones y en el sentir del pueblo brasileño con respecto a España.
Cuando en octubre de 1981 llegué a Brasil con la misión de abrir la primera oficina de Efe en la capital federal del país siempre me sorprendió que el brasileño común, preguntón por lo general, mencionara una decena de países para averiguar mi nacionalidad sin acertar a nombrar España. Cuando yo aclaraba mi condición de español resultaba normalmente que España no les decía absolutamente nada, salvo que era el país sede del próximo campeonato mundial de fútbol, que se iba a disputar en 1982.
Cuando acabé mi primera experiencia periodística en Brasil y me marché al Paraguay en 1985 el panorama de desconocimiento de España no había cambiado un ápice. Hay que matizar que también en España había –y sigue habiendo– un conocimiento superficial y anecdótico de Brasil. Yo diría más drásticamente que al español común sigue teniendo de Brasil una idea bastante simple. Parece que la indiferencia e ignorancia otrora tradicionales entre España y Portugal, el cisma ibérico, también ha separado las culturas lusa e hispana allende los mares.
Puede resumirse que las relaciones entre Brasil y España en los años ochenta eran de ignorancia mutua; a lo sumo de cordial simpatía. En lo político, España culminaba su transición a la democracia y Brasil transitaba por la suya, tan peculiar por conveniencia de los mismos generales que se habían apoderado del poder en 1964.
Algunos pocos sectores de la oposición brasileña miraron entonces a España –quizás por una cuestión de novedad, a la que tan apegados son los brasileños, que por convicción– en busca de inspiración para articular un consenso que permitiera llevar a buen puerto su propia transición.
Los intercambios comerciales entre los dos países se reducían a un puñado de dólares y las inversiones eran inexistentes. El hermético y protector régimen económico vigente entonces en Brasil empeoraban las cosas. No había tampoco relaciones culturales. Los españoles también teníamos una idea folclórica de Brasil basada en la tópica trilogía fútbol-carnaval-café, idea que, lamentablemente, no ha cambiado significativamente al día de hoy y que es muy común al resto del mundo.
Hace unas pocas semanas, por ejemplo, en una reunión social un abogado español me confesó sin rubor que había sabido de la existencia de un escritor brasileño llamado Jorge Amado el mismo día en que se enteró de su muerte por el periódico. Un diplomático español con diecisiete años de carrera, de ellos por lo menos siete pasados en Suramérica, inquirió: «¿Quién es ese?». Las lágrimas que en su limbo literario debieron derramar Doña Flor, Gabriela, Tieta y el universo de personajes de Amado por ese gran desconocimiento que hay en España sobre la literatura brasileña son también mis lágrimas.
Cuando España se preparaba para conmemorar el V Centenario de la llegada de Cristóbal Colón, Brasil sólo formaba parte del proyecto gubernamental de la casa común iberoamericana. Aparte la acción oficial, Brasil parecía fuera de cualquier plan y ni siquiera muchos recordaban que Vicente Yáñez Pinzón, compañero de Colón en aquel primer viaje de 1492, había descubierto Brasil ocho años después si bien el conquistador final terminaría siendo el portugués Pedro Alvarez Cabral, a quien la mayoría de los brasileños tiene como su descubridor oficial.
Brasil y España hoy
La consolidación democrática brasileña, la apertura al exterior de su economía, las privatizaciones y el establecimiento a partir de 1994 del Plan Real de un clima económico de confianza y normas claras y estables para el capital extranjero han desembocado en que Brasil y España hayan pasado a tener el mayor momento de aproximación política, económica y cultural en toda la historia.
Esa intensificación de las relaciones con Brasil representa para España la culminación del proceso de recuperación de su presencia de América Latina, que se había iniciado décadas atrás desde postulados culturales y que alcanzó su momento de esplendor con el arribo de los capitales que en los pasados años noventa convirtió a España en uno de los mayores inversores extranjero en la región, con unos cincuenta mil millones de dólares.
En contraste con la ignorancia supina de aquellos años, ahora España y lo español están de moda en Brasil y ellos es motivo de celebración y felicidad. Los hay que se frotan las manos. El «ataque español» comenzó en serio en 1997, año desde el que se han concretado cerca de cuarenta operaciones de compra de empresas brasileñas por parte de los inversores españoles atraídos a partir de 1994 por el proceso de privatización y la estabilidad económica que resultó del Plan Real.
El desembarco español sorprendió a los brasileños por inesperado. Nunca en Brasil se había pensado en España como país inversor ni mucho menos que España llegase en un momento determinado a tener metidos en Brasil más capitales que Estados Unidos. Pasadas la sorpresa y las emociones encontradas iniciales, Brasil, tal como sostenía un colega periodista, «ha abierto una puerta para entrar en otra cultura».
Desde luego que de la mano del dinero español está llegando cultura española. Por ejemplo, el año pasado vimos en Río de Janeiro grandes colas con motivo de la exposición Los esplendores de España de pintura clásica del Siglo de Oro. Recientemente ocurrió lo mismo en São Paulo con la exposición de pintura del siglo XX titulada De Picasso a Barceló. Hace unos meses, la literatura española fue la invitada especial a la Bienal de Libro de Río de Janeiro. Cada día aumenta la colaboración entre las universidades brasileñas, antes orientadas a Estados Unidos, y las iberoamericanas y en particular con las españolas.
Un nuevo ciclo económico abre las puertas a otra lengua
En el Brasil de hoy puede estar comenzando a suceder que un nuevo idioma se abre camino por necesidades económica. Recordemos que hace poco más de tres siglos el idioma de los colonizadores comenzó a sobreponerse y doblegar por razones netamente económicas al de los indígenas costeños, que hasta el siglo XVIII había sido habla general.
¿Qué diferencia hay entre aquellos extraños comerciantes del palo del Brasil que se asentaron en el litoral Atlántico de este territorio y los ejecutivos que hoy se instalan en Río de Janeiro, São Paulo y otras capitales brasileñas bregando por las actuales fuentes de riqueza? Ellos también aprenden el idioma local, imitan las costumbres, se apegan al cafecinho, al rodizio, la capirinha y al chope; caen en el carnaval y el samba y, porque no, también sobre las nativas, se casan o emparejan y forman familias. Igual que los europeos del siglo XVI, los de ahora se mezclan en la pugna por el control de la riqueza que sale de las modernas junglas brasileñas. Han pasado quinientos años pero «en tierra de indios el europeo se convierte siempre en salvaje», afirma el sociólogo, profesor y periodista brasileño Juca Kfouri, más conocido en su propio país como cronista y crítico de fútbol.
Brasil parece que se ha configurado actualmente como la mejor y más segura meta para los capitales extranjeros en la región. Los capitales españoles han entrado en todos los sectores y se han extendido por un territorio que es casi dieciocho veces mayor que el de España y más que el triple del conjunto de la Unión Europea. Los brasileños están conscientes de que los españoles han llegado a su país para quedarse, para contribuir con sus inversiones al desarrollo y al crecimiento. Es en el contexto del ingreso de los capitales españoles y del proceso de integración en Sudamérica que el Gobierno de Brasil decidió impulsar la enseñanza del español en el bachillerato.
El aprendizaje del español tiene como base el desarrollo económico brasileño. Por un lado, es una necesidad dictada por la geografía económica y la nueva geopolítica. En esta nueva etapa Brasil tiene en sus vecinos hispano hablantes el tercer mercado, tras la Unión Europea y Estados Unidos. Brasil precisa de sus vecinos, sobre todo, energía: gas, petróleo, electricidad… y también exportar para ellos cada vez más.
Antiguamente los estrategas brasileños pensaba en la conquista o la sumisión militar de esos vecinos pero hoy los empresarios y el Gobierno de Brasil piensan en la manera de mejorar sus negocios y las relaciones dentro de América Latina. Saben que para ello dominar el idioma de esos vecinos es absolutamente primordial. Para los jóvenes que buscan su primer empleo saber español es un reto en una nación donde las empresas españolas han entrado en la mayoría de los sectores. Aprender español es pues una realidad impuesta por los mercados.
El aprendizaje del español surge también como una necesidad derivada de los proceso de integración económica en curso en América.
Brasil es el país con el mayor peso en la región y en términos de economía y población equivale al resto de la América Hispana sin México. En la unión aduanera Mercosur, que nació en 1991, marcan la pauta Brasil como nación y el español como idioma. Además, Brasil parece querer servir de nexo de unión entre las naciones suramericanas de cara a la próxima integración del Área de Libre Comercio de las Américas oponiendo algún contrapeso –posiblemente conveniente- al presumible predominio que Estados Unidos tendrá dentro en esa enorme zona de libre comercio.
Del avance del español en Brasil puedo dar testimonio, aparte por los carteles luminosos de las academias de idiomas que proliferan anunciando la enseñanza del español. Hace diez años a Efe le resultaba virtualmente imposible encontrar en Brasil periodistas que supieran español, hasta el punto de que teníamos que seguir captándolos en los países suramericanos con los consiguientes trastorno y carestía que ello representa. Hace menos de dos meses dirigí personalmente el proceso de selección de aspirantes a los puestos de trabajo que en la Delegación de Efe en Brasil se abrían como motivo de la implantación del Servicio en Portugués.
La selección se realizó a tres niveles: a) periodistas experimentados en el área de la información internacional; b) periodistas recién egresados, y c) estudiantes de último curso de comunicación social. La condición común era el dominio del español. Bien, bastó un simple anuncio en los tablones de dos facultades de periodismo solicitando candidatos a becarios y la circular que la directora de formación profesional de un prestigioso periódico envió a través de Internet en busca de redactores para que recibiéramos en pocos días el triple de solicitudes que plazas había disponibles.
La mayoría de candidatos demostró tener un nivel de español aceptable al trabajo que se proponía y la tercera parte de ellos era bilingüe. Gente joven toda ella abriéndose camino profesional que había aprendido español por iniciativa propia en academias mientras estudiaba periodismo, conscientes me dijeron de la importancia que nuestro idioma estaba teniendo en Brasil y en el mundo.
Flojearon más, por ejemplo, en conocimientos de la realidad y la cultura de su entorno hispanoamericano y de su propio país que del idioma español. El ochenta por ciento no supo acertar la extensión de Brasil expresada en hectáreas y casi igual número no supo citar los países fronterizos con el suyo. Hubo un masivo, pero no sorprende, acierto a las preguntas relacionadas con Estados Unidos. También masivamente confundieron un nuncio con un pregonero, una olimpiada con un deporte y los conceptos de soberanía y extraterritorialidad. En política suramericana de los últimos veinte años tenían mayoritariamente una enorme empanada. En literatura, por la forma como se distribuyeron sus respuesta a tres preguntas relacionadas con la La fiesta del chivo, esta novela resultaba escrita a cuatro manos por Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, con prólogo de Julio Cortázar, mientras que el chivo era para ellos Anastasio Somoza o el mexicano Porfirio Díaz. Sólo cinco tuvieron suerte al marcar correctamente la casilla al lado del nombre de Rafael Leonidas Trujillo.
El español, pues, parece que avanza a buen ritmo en Brasil. Los brasileños ven al español posiblemente como el gran vehículo de integración con sus vecinos y de apertura al mundo que su país buscó con tanta ansia como desaciertos. ✅