Cuaderno de Nueva York: La libertad que iluminaba el mundo

Francisco R. Figueroa 

✍️Isla de la Libertad (NYC), 7/2/24

Con la visión de la Libertad se corporeizaba el sueño americano de millones de europeos huidos de la opresión, la insania política, los exterminios, la exclusión o las hambrunas, atraídos por nuevas oportunidades, promesas de aventuras o quimeras de fortuna en las bravías inmensidades norteamericanas o, sencillamente, para zafarse de alguaciles, verdugos y hasta de las luparas sicilianas.


Hace mucho ya que devino un parque temático la puerta dorada del estuario del río Hudson, ubicada en lo que el primer mapa trazado incluía en la Tierra de Esteban Gomez, por el portugués Estêvão Gomes que capitaneó la expedición española que en 1526 exploró la costa atlántica norteamericana. Eso ocurrió un siglo antes del arribo a Massachusetts de los venerados pioneros del Mayflower.


Entre zumbidos de helicópteros y graznidos de gaviotas, los visiteros buscan preferentemente selfies o el lucimiento como tiktokeros y youtuberos, con escaso interés aparente por la historia del incesante flujo de inmigrantes que se produjo durante los sesenta años, hasta 1954, que esto fue el principal desaguadero social de Europa, tantas gentes (se habla doce millones) que en ellas enraíza al menos la tercera parte de los estadounidenses.


Este coloso de ciento veinticinco toneladas y casi cien metros, pedestal incluido, plantado sobre un islote ubicado entre Nueva Jersey y Nueva York, era el faro guía o la mujer soñada, con toga, rostro inexpresivo, diadema con siete rayos, antorcha de luz eterna en la mano derecha y en la izquierda las tablas de la nueva ley de los libres.


Los viajeros adinerados entraban jocundos, sin trabas, en una ciudad donde ya amenazaban a los dioses de los cielos con edificios de vértigo. Con el tiempo, los constructores, para asombrar en altura, coronaron algunos edificios como auténticos alfanjes sarracenos que, más que rascar el cielo, lo laceran con sus terminaciones puntiagudas.
Sin embargo, a los menesterosos de la tercera clase de los transatlánticos se les pasaba por una criba sanitaria, policíaca y psicológica en la vecina isla Ellis. Tan sólo un 2% fue deportado, seguramente porque Estados Unidos era entonces un país precisado de población, brazos fornidos, cerebros creadores y vientres fecundos. Muchísimos inmigrantes tuvieron en Ellis sus enrevesados nombres modificados y anglizados, de modo que prácticamente debutaban en Norteamérica como personas nuevas, sobre todo quienes enterraban bajo nueva identidad las fichas policiales y los expedientes judiciales que dejaron abiertos en sus tierras de la vieja Europa. Cuando en El Padrino llega a Ellis el niño Vito Andolini, el oficial de la migra que clasifica e inscribe a los recién llegados no entiende su apellido y lo rebautiza Vito Corleone, adoptando para él el nombre del bastión de la mafia siciliana que era su localidad de procedencia.


Regalo francés, la estatua  inaugurada en 1886, recibe a los emigrantes prácticamente desde el año de la llegada, desde Renania, del abuelo del hombre —Donald Trump— que ciento treinta años después se convertiría en el nuevo sumo pontífice de la xenofobia norteamericana y azote implacable de intrusos. La estatua colosal era el saludo al viajero de una tierra de promisión, con un canto que está estampado en bronce: «¡Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres, vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad!».


Una «poderosa mujer con una antorcha cuya llama es un relámpago» y «madre de los desterrados» dando a cuantos arribaban la bienvenida a una nueva vida desde la desembocadura del Hudson,  al que Estêvão Gomes llamó río San Antonio.


El paso por Liberty Island y Ellis Island no me resultó conmovedor. Grandioso, sí, el idolo profano, el cíclope cuproso varado en el estuario, pero no calan el alma tanto como nuestras grandes catedrales, un anfiteatro romano o el Palacio de los Leones de la Alhambra granadina, por ejemplo. Quizás yo pasé por ambas islas pensando en el contraste entre la inmensa generosidad que mostró antaño esta tierra de gracia y la intransigencia actual con los extranjeros.


No obstante, vaya un viva a la libertad, un hurra a todo lo hermoso que representa esta moderna titánide que protege a Estados Unidos y otorga prosperidad y bendiciones a sus millones de habitantes.


Sobre el pedestal, prácticamente olisqueando los pies de la diosa, pienso en que ahora los contagiados con el sueño americano se suelen dejar en el empeño la bolsa y hasta la vida. Penan en el infierno del Darién, atraviesan México en El tren de la muerte: La Bestia, están a merced de coyoteros, polleros y un sinnúmero de redes de traficantes, falsificadores, usureros y estafadores; se les adivina en la mira de la migra o frente al revólver de cualquier sheriff Arpaio, se hacinan a la espera de deportación o en lóbregas salas aeroportuarias de tránsito; se desesperan ante un paso fronterizo o frente a uno de los horribles muros de Trump.


El otrora faro brillante y fascinante luce, pues, mortecino en un mundo cada vez más ensombrecido donde hasta el sacrosanto significado de la palabra libertad ha quedado desvirtuado, ahuecado y prostituido.


Entrando por aquí Europa regó de sangre y semen Norteamérica —sin olvidar a los africanos, cuyo adelantado fue Estêvão Gomes— para forjar una nación poderosa que asombró al mundo, un pueblo abusón y altivo, de grandezas y miserias, contradictorio y oportunista, que lo mismo salvó de las garras del totalitarismo nazi, contuvo al voraz oso soviético, adiestró y armó movimientos que acabaron poniéndose agresivamente en su contra, como los del 11S, o regó el mundo con perniciosos dictadores y criminales buscando siempre su conveniencia sin reparar en victimas.

La estatua plantada en el portal de Norteamérica se achica y avergüenza cuando se le recuerda el tono descolorido actual de decadencia del estandarte estrellado patrio que ondea sobre —dudo de que ésta lo siga siendo— la tierra de los libres y el hogar de los valientes. ✅


franciscorfigueroa@gmail.com

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