Francisco R. Figueroa
✍29/11/2022
Un hombre puede haber hecho la diferencia en Brasil entre dictadura y democracia. Un superjuez.
Alexandre de Moraes (53), presidente del Tribunal Superior Electoral, magistrado de la Corte Suprema desde 2017, tras haber sido ministro de Justicia, y antiguo abogado de una empresa del crimen organizado, refrenó al bolsonarismo furioso desde mucho antes de que se alzara, la misma noche electoral, contra la victoria de Luiz Inácio Lula da Silva, el pasado 30 de octubre.
De Moraes se ha hecho un lugar entre los justos de la historia de Brasil tratando de sofocar la barbarie antidemocrática desatada por el bolsonarismo más extremista opuesto a la victoria de Lula, una escalada desestabilizadora –aún activa al cabo de treinta días– sin duda preparada de antemano en previsión de una derrota en las urnas del mandatario.
La batalla de Bolsonaro y sus hinchas contra los jueces viene de lejos. Han llegado a demandar insistentemente el cierre del Tribunal Supremo, el golpe militar contra la institución, la prisión para la mitad de sus magistrados, la desobediencia a la máxima corte y el juicio político a De Moraes, al que el jefe del Estado insulta públicamente como «canalla» y sus partidarios con epitetos de grueso calibre, además de identificarle con el enemigo de izquierda aunque militó unos pocos años en un partido socialdemócrata solo de nombre, ubicado hace tiempo en el centro–derecha y cuyo exponente histórico más connotado es Fernando Henrique Cardoso, presidente de Brasil de 1995 a 2003. Y fue nombrado para el Supremo, hace cinco años, por un mandatario conservador como Michel Temer, del que era ministro de Justicia, y por un azar: la muerte en accidente del magistrado al que reemplazaría.
El Tribunal Supremo ha sido el auténtico contrapeso de Bolsonaro en el ejercicio del poder y el magistrado De Moraes el encargado de combatir los muchos excesos antidemocráticos del presidente, sus hijos, sus cibermercenarios, los empresarios que lo alientan y que financian al aparato de agitación bolsonarista y las turbas de seguidores obcecados. El Supremo tuvo que atribuirse poderes especiales para contrarrestar las temibles embestidas del bolsonarismo contra el estado de derecho y para evitar esperpentos golpistas como el de la toma del Capitolio de Washington por las hordas alentadas desde la Casa Blanca por Donald Trump.
De Moraes ha gastado energía a raudales para tratar de devolver al cuadrilatero constitucional a un presidente demagogo, populista y ultraderechista que afirma jugar dentro de ese ring pero que se suele mover a gusto en el terreno tenebroso de la frontera con el autoritarismo. También se ha esforzado para disciplinar a unas milicias fanatizadas en un extremismo alucinante que hacen gala de un anticomunismo primario, de Guerra Fría, en defensa del mussoliniano «Dios, Patria y Familia» y también del uso de armas de fuego, deslumbradas por un líder tan fanfarrón como cínico que apesta a neofascismo. Un sujeto que en la etapa más cruel de la dictadura (1964–85) logró formarse como oficial mediocre del Ejército, del que sería licenciado con desdoro. Buscó refugio en la política y se fogueó como diputado en los bajos fondos del parlamento, valedor de causas militares y policiales, para emerge al estrellato dando vivas a un coronel torturador condenado por la Justicia brasileña. Para él, la tortura es una práctica legítima, aunque el error de la dictadura, asegura, fue dar tormento a sus adversarios cuando debía haberlos matado. Y a los familiares que indagan sobre sus desaparecidos los considera «perros en busca de huesos». Un personaje tóxico para la vida pública que subió como espuma en la grupa de la repulsa a Lula y su Partido de los Trabajadores y ganó en 2018 las presidenciales también a cuenta de la puñalada que le dio un desequilibrado en la campaña electoral. En sus cuatro años en el poder soliviantó a Brasil, adoctrinó y envenenó, omnipresente en los medios y las redes. Desgarró la convivencia, sembró el odio entre los ciudadanos, dividió al pueblo y elevó las mentiras y la trapacerías a actos habituales de gobierno. Este es el perfil más auténtico del extremista de derechas, el endriago político pegado con Súper Glue a Trump, que el juez De Moraes ha tenido que neutralizar.
El magistrado es consciente de que Bolsonaro y sus «milicias digitales» han corroído la democracia abusando de la libertad de expresión sin límites que impera en las redes sociales, un «salvaje oeste» poblado de cibermaleantes donde él, con su toga negra, su cabeza rapada de tribuno romano y su aspecto de superhéroe, parece encarnar al alguacil Wyatt Earp de la infame Dodge City. No en vano le apodan precisamente «Sheriff», aunque sus más retorcidos enemigos prefieren llamarle despectivamente «Xandão» o «Xandão do PCC», algo así como si en español se calificara a alguien de «Jandrón del crimen». Ese mote se debe a que cuando ejercía la abogacía tuvo de cliente una empresa de autobuses de São Paulo acusada de lavar dinero para una poderosa y extendida organización criminal conocida como «el PCC» o Primer Comando de la Capital, con la que también el bolsonarismo relacionó a Lula. Inventaron que en los presidios controlados por esa mafia se votaba mayoritariamente al ahora presidente electo, al tiempo que se le relacionaba maliciosamente con uno de los cabecillas de la organización, un tal «Marcola», publicando grabaciones en las que, en realidad, Lula habla de un veterano asesor suyo llamado también por ese sobrenombre, que deriva de Marco.
Como «sheriff de la democracia», De Moraes ha impuesto a punta de veredictos la constitución y la ley donde el presidente Jair Bolsonaro y su rebaño –«ganado» le llaman despectivamente– pretendían sembrar una anarquía que desembocase en un pronunciamiento militar contra el resultado de las urnas y para evitar la toma de posesión de Lula. El magistrado lleva más de dos años pisándole los talones a los personajes del bolsonarismo antidemocrático y sus fuentes de financiación que desparraman odio y trolas al tiempo que desquician la vida brasileña.
Durante la embarrada campaña electoral, De Moraes trató de adecentar semejante cenagal, sobre todo contener la desenfrenada actividad en las redes de las indómitas huestes bolsonaristas con su caudal incesante de embustes, tergiversaciones y otras vilezas Ordenó borrar decenas de miles de mensajes y de videos e, incluso, eliminar cuentas porque, como él aduce, «la libertad de expresión no es la libertad para destruir la democracia, para destruir las instituciones», en claro mensaje a Bolsonaro, que invoca a cada paso ese derecho.
La noche de los comicios, en su condición de presidente del Tribunal Superior Electoral, anunció la victoria de Lula en cuanto el escrutinio oficial la determinó y, con ello, precipitó en cascada una ola de reconocimientos de dirigentes nacionales y mundiales que cortó al bolsonarismo la iniciativa antidemocrática y dejó mudo y en depresión al mandatario. También obligó a actuar a los cuerpos policiales contra los tumultos en las carreteras que se desataron tras las elecciones porque los agentes estaban en una suerte de huelga de brazos caídos, paralizados por sus mandos bolsonaristas, determinó que esas catervas cometían actos «criminales» y paró en seco con uma multa del equivalente a 4,3 millones de dólares la solicitud del Partido Liberal, al que pertenece Bolsonaro, de anular la votación en el 60% de las urnas electrónicas aduciendo, sin pruebas, con mala fe y argumentos falsos y sin considerar los multiples peritajes a los que son sometidas, la posibilidad de que registraran mal los sufragios. Con esa martingala Bolsonaro ganaba. Aunque el objetivo también –o sobre todo– era «incentivar los movimientos delictivos y antidemocráticos» contra la victoria irrefutable en las urnas de Lula, según el presidente de la autoridad electoral.
Y la hercúlea tarea de Alexandre de Moraes contra las fuerzas reaccionarias sediciosas que pretenden llevar a Brasil de vuelta a las cavernas de la dictadura aún no ha acabado. La derrota en las urnas dejó malherido y mustio a Bolsonaro, pero reaccionará. Ese extraordinario movimiento que lo ha mitificado y le sigue ciegamente es una hidra de siete cabezas. El caballero togado es fuerte y decidido pero no parece que sea Hércules. ✅
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