Si ganara Jair Bolsonaro al galope sobre la cresta de la ola conservadora que inunda Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva debe reconocer su derrota pues es un probado demócrata. El antiguo tornero, de 77 años recién cumplidos, no es ese émulo de dictador castrista y chavista que dibuja la desbordante actividad desinformativa de su contrincante, como demostró durante sus dos cuatrienios como presidente.
Nada hay tampoco que huela a marxismo o socialismo radical en el programa electoral de Lula, pero eso no es un obstáculo para que sus adversarios le traten con un anticomunismo primitivo, propio de la Guerra Fría o de cuando los militares gorilas tomaban el poder en América Latina, como en el mismo Brasil en 1964, abriendo la temporada de golpes fascistas en la región.
Los seguidores del antiguo lider obrero lamentarían la reelección de tan ominoso sujeto como es para ellos el antiguo capitán licenciado con deshonra, pero no se echarían a las calles a poner en solfa la idoneidad del sistema electoral y la paz ciudadana.
Sin embargo, si Lula gana se organizará un quilombo morrocotudo que será mayor entre más pequeña sea la diferencia de votos. Una zapatiesta capaz de desestabilizar un Brasil con sus instituciones democráticas fragilizadas y partido en dos mitades irreconciliables, y con unas fuerzas militares y de seguridad ultraderechizadas que adolecen de convicciones democráticas, por decirlo suave, alimentadas por el discurso patriotero y de odio de Bolsonaro, sus desaforados hijos y un cúmulo de exaltados colaboradores. Todos ellos glorifican la antigua dictadura militar.
En los cuerpos policiales, especialmente en la Policía Militar, de dudosa lealtad a las instituciones estaduales de las que dependen, predomina la corrupción, el atropello, las balas y el fervor a Bolsonaro.
Sin contar a esa militancia bolsonarista, el núcleo duro, recalentado, sulfúrico, fanatizado, fascistoide, extremista, al que su líder ha enseñado que «la libertad se defiende con las armas», que han proliferado en los últimos años debido a las múltiples facilidades legales promulgadas por el mandatario. «Un pueblo armado jamás será esclavizado», proclama Bolsonaro. Y, ojo, ahora hay en Brasil más armas en manos de civiles que de militares y policías.
El presidente del Tribunal Electoral, Alexandre de Moraes, acaba de ordenar a la Fiscalía que investigue si el bolsonarismo puede organizar un tumulto. Brasil no es Estados Unidos, cuyas instituciones pudieron soportar, malheridas, el embate terrible de Donald Trump al negarse a reconocer su derrota frente a Joe Biden y provocar hasta el asalto al Capitolio de Washington.
Casi todas las encuestas de intención de voto para el balotaje dan como favorito a Lula, a quien apoyan líderes de izquierda como los gobernantes de España, Pedro Sánchez, y de portugués, António Costa.
Pero la diferencia con Bolsonaro, de 67 años, respaldado por Donald Trump o el húngaro Viktor Orbán, es tan estrecha que prácticamente cabe en el margen de error de esos sondeos.
En la primera vuelta, las pesquisas para las presidenciales no hicieron un pronóstico tan descabellado como afirman Bolsonaro y sus enfebrecidas huestes. Acertaron razonablemente con el porcentaje de Lula (48 %) pero infravaloraron a Bolsonaro en unos cinco o seis puntos porcentuales, a mi parecer en gran medida debido a que hubo bolsonarista encuestados que siguieron la consigna de su «mito» de engañar a los institutos demoscópicos, a los que detestan por llegar a conclusiones que, según ellos, causan «un perjuicio intencional» al actual presidente de Brasil para «beneficiar» a su contrincante que tildan de «comunista, ladrón y expresidiario».
Ese fenómeno de mentiras bien ha podido repetirse –incluso aumentado– en los sondeos de la segunda vuelta. Luego hay que mirar esas encuestas con cautela, tanto por si yerran como por si están desvirtuadas a causa de respuestas mentirosas.
La larguísima campaña electoral ha sido muy cruda y embarrada, y ha estado plagada de golpes bajos, trucos, fullerías, embustes, enredos, engaños, falsificaciones, ordinarieces, chulerías y farfolladas. La religión, la fe y la ética fueron prostituidas, mientras el papa Francisco dice que reza para que «el odio, la intolerancia y la violencia» abandonen Brasil. El Tesoro nacional ha sido despilfarrado y abusado desmedidamente el aparato federal por un gobierno ventajista.
Las redes sociales se asemejan a sumideros de aguas fecales porque la mentira es sinónimo de Bolsonaro y por parte de Lula le han correspondido.
Muchos medios de comunicación riñeron con la objetividad, exactamente igual que durante la conturbada campaña que acabó con Lula condenado y en la cárcel, en 2018, en un proceso por alegadas corruptelas que el Tribunal Supremo acabó anulando.
Hasta en diversas partes de Brasil, patronos fueron multados por imponer el voto a sus trabajadores y los hay que amenazan con despidos masivos si gana Lula.
Así están las cosas. ✅