Con ocasión de su visita a Brasil, el papa Benedicto XVI quizás haya podido ver este llamativo titular de prensa: «Yo maté a la santa».
Se trata de una historia real, un trabajo periodístico con el asesino de una monja que tiene fecha fija para subir a los altares, publicado por la revista «IstoÉ», una de las más leídas en Brasil.
Para mucha gente común, la monja brasileña Lindalva Justo de Oliveira es santa desde el instante en que murió, con 39 años, desangrada por las 44 puñaladas que, por despecho y atacado de locura, le dio, el día de Viernes Santo de 1993, Augusto da Silva Peixoto, de 45 años, que estaba acogido en el asilo de ancianos donde la religiosa trabajaba.
A los catorce años de aquel crimen el asunto recobra interés con ocasión de la visita del papa Ratzinger a Brasil y de la canonización, en São Paulo, del primer santo brasileño: el franciscano Antônio de Sant’Anna Galvão, el popular fray Galvão, muerto en 1822 y a quien el pueblo lleva casi un siglo venerando. Es cuanto menos paradójico que el Vaticano haya mantenido sin un santo al país donde la Iglesia católica más fieles tiene. Quizás por ello se apresta a beatificar próximamente a otros tres brasileños, uno de ellos la hermana Lindalva, que será hecha venerable en noviembre.
Lo de fray Galvão ha llevado un siglo mientras se producían «milagros» y los certificaba la Congregación para la Causa de los Santos, el tribunal que determina la idoneidad para la gloria de los altares. En el caso de la hermana Lindalva el Vaticano aplicó la vía rápida declarándola «mártir» por haberse mantenido fiel a la fe cristiana antes que sucumbir a las embestidas sexuales de Peixoto. Siendo así no hacen falta los milagros.
A veces el Vaticano también acelera los trámites de la canonización por la vía política, como en el caso del fundador del Opus Dei, Josemaría Escrivá de Balaguer, que alcanzó los altares, milagrería alegadamente «confirmada» por medio, con notable celeridad, al ser beatificado tan solo a los 17 años de su fallecimiento. Una década después subió de escalafón al ser proclamado santo. Fue ese un caso muy sorprendente, teniendo en cuenta que hay más de dos mil causas en la sala de espera del cardenal portugués José Saraiva Martins, el presidente del tribunal vaticano que dictamina sobre la santidad.
Otras veces los trámites para la santidad se enredan y paran asímismo por causas políticas, como en el caso del asesinado arzobispo salvadoreño Óscar Arnulfo Romero. Sorprende, además, que esto ocurra cuando el Vaticano hace gala de un furor santificador desde hace 30 años. Solo Juan Pablo II, en sus 26 años de papado, elevó a los altares a casi quinientos, más que sus 263 antecesores juntos. Toda una proeza. La fábrica de santos sigue activísima con este papa alemán, quien en sus dos años de pontificado ya ha canonizado a casi cincuenta. Y los que vienen.
La celeridad del Vaticano en las causas del español Escrivá de Balaguer o de la brasileña Lindalva Justo de Oliveira contrasta, pues, con una calculada lentitud en el caso del arzobispo Romero, quien fue asesinado por un francotirador, en 1980, mientras oficiaba misa en San Salvador. La instrucción de su proceso de beatificación comenzó en 1985 y concluyó en 1996. Como en el caso de la monja brasileña, tampoco en el de Romero, desde el punto de vista de las normas del Vaticano, se hacía necesaria la milagrería pues murió dando testimonio de la fe cristiana.
En el avión rumbo a São Paulo, el papa Ratzinger ensalzó la figura de Romero y afirmó que «merece la beatificación». El problema, explicó, es que una «corriente política» –léase la izquierda latinoamericana y los seguidores de la Teología de la Liberación, que está condenada por él y por su antecesor– pretendían «aprovecharse injustamente de su figura». Para muchas personas el asesinado arzobispo salvadoreño es «un alma bendita» y como «San Romero» lo tratan desde hace años.
El Vaticano ha dado algunas explicaciones sobre porqué Romero aún no ha sido beatificado. Una ellas es que quería saber antes si su asesino actúo por odio a la fe o por motivos políticos.
En el caso de la hermana Lindalva, de acuerdo a los parámetros de la Iglesia, la muerte fue causa de su compromiso con la fe católica, sin analizar que seguramente si la mujer no hubiera estado consagrada a Dios posiblemente tampoco habría aceptado como amante al hombre demente que finalmente la asesinó. En sus impresionantes declaraciones periodísticas, hechas un año después de haber salido del manicomio, Peixoto confiesa que la mató en un ataque de celos y de pasión porque la monja le había dicho que amaba a otro. Pero no le explicó que se trataba de una unión espiritual y que ese otro era Cristo. En su ofuscación, Peixoto creía que ella amaba a «Corazón», un interno así apodado por ser cardiaco y al que la monja prestaba una atención especial. De modo que cosió a puñaladas a la monja sencillamente por celos, como posiblemente habría hecho en las mismas circunstancias con cualquier mujer que lo rechazara. Consumado el asesinato, Peixoto se sentó a esperar a la policía, fumando un cigarrillo, mientras limpiaba en el pantalón la cuchilla y la sangre corría por los 27 escalones que separaban el lugar del crimen de la calle, en Salvador de Bahía.
Peixoto fue tratado por la justicia como loco. En el manicomio se hizo evangélico, igual que tantos y tantos otros brasileños. La sangría de fieles que sufre la Iglesia católico en Brasil hacía los movimientos evangélicos ha sido precisamente el motivo de la visita que ha hecho Benedicto XVI, en un intento de cortar esa hemorragia.
La Iglesia ha adornado el caso diciendo que las 44 heridas que fueron contadas por los forenses en el cadáver de la monja son exactamente el mismo número que sufrió Cristo en su pasión y muerte: los 39 azotes y las cinco llagas de la crucifixión.
Pero el asesino del arzobispo Romero no tuvo motivos, aparte el dinero, y parece que no supo de quien se trataba hasta que lo tuvo a punto en la mira telescópica de su fusil del 22. Cuando llegaron a la puerta de la capilla del Hospital de la Divina Providencia, donde Romero decía misa, exclamó, según el único testigo: «No puedo creerlo, voy a matar a un cura». Era un asesino contratado por la extrema derecha salvadoreña para liquidar a un prelado comprometido con el pueblo, que predicaba con ardor contra la represión desmedida y los numeroso atropellos abominables a la gente común por parte de las fuerzas de seguridad del gobierno militar y los escuadrones de la muerte, así como a favor de la democracia y los derechos humanos.
El capitán Álvaro Rafael Saraiva –lugarteniente del mayor Roberto D’Aubuisson, ya fallecido– fue declarado por un tribunal estadounidense civilmente responsable del homicidio del arzobispo. Él fue quien organizó el asesinato de Romero, que encomendó al sicario, cuya identidad aún es una incógnita. Del pistolero solo se sabe que era «un hombre alto y barbado, de buen ver que hablaba correctamente el español, como cualquier salvadoreño» por la descripción que hizo el único testigo, el chófer de Saraiva, Amado Antonio Garay, quien condujo el Volkswagen rojo de cuatro puertas desde cuyo asiento trasero el francotirador abatió al arzobispo de una certera bala «Dum-Dum», disparada al corazón en el mismo instante de la eucaristía.
Considerado uno de los puntales de la Teología de la Liberación, que el papa Ratzinger tanto detesta, un mártir de la causa de los pobres y también un santo por infinidad de creyentes, va a resultar cuanto menos curioso que la actual jerarquía del Vaticano, tradicionalista y fundamentalista como es, canonice a un personaje con las acusadas características de Romero, capaz de despertar tantas reacciones.
El defensor de la causa del arzobispo salvadoreño, monseñor Vicenzo Paglia, afirme que aquel desconocido «hombre alto y barbudo» actúo porque «odiaba la fe cristiana de Romero», pero la verdad parece que disparó contra él como podía hacerlo contra cualquier otra persona, en su condición de pistolero a sueldo. Por lo demás, si algún día apareciera quizás pudiera aclarar si para él había también otros motivos.
Si Romero sube a los alteras la Teología de la Liberación estará reivindicada. La Iglesia progresista en general tendrá un santo patrón y se sentirá vivificada, con nuevos bríos para proseguir con el trabajo que aún hoy hace en muchas partes de América Latina. Aquí cuadran las explicaciones dadas en el avión por Benedicto XVI sobre su temor a la utilización política de la figura de Romero.
Por los menos la Iglesia anglicana no tuvo miedo. Lo escogió como ejemplo y modelo entre los diez mártires del cristianismo más representativos del siglo XX. Desde 1998 su estatua está en la fachada de la abadía de Westminster.
Francisco R. Figueroa
Un comentario acertado que hace reflexionar.
ResponderEliminar¡Qué precioso, agudo y esclarecedor artículo, Paco! Ese símil de la sangre que corre por las escaleras con la "hemorragia" de fieles cristianos en Brasil, mediada por la figura del propio asesino que se hace evangélico en la cárcel... es por si mismo un cuento de realismo mágico.
ResponderEliminarPaco Carioca