Remembranzas golpistas del Perú

FRANCISCO R. FIGUEROA / 7 de abril de 2012

Se acaban de cumplir, el pasado 5 de abril, veinte años del autogolpe de Alberto Fujimori en el Perú, efemérides aprovechada por sus numerosos partidarios para defender lo injustificable y esgrimir de nuevo sus argucias sobre que gracias a aquella vileza el país salió de la postración económica y se libró del terrorismo. Todo un salvador de la patria ese hombre de humilde origen japonés que ahora cumple una condena a 25 años en una confortable cárcel por crímenes de lesa humanidad.

Traté al personaje en distintas ocasiones entre 1990, cuando lo conocí durante el proceso electoral que le llevó al poder, y marzo de 1995, la última vez que conversé con él, en Copenhague, con motivo de una conferencia de la ONU. Por cierto, Fujimori es el jefe de Estado al que más entrevistas hice durante mi actividad profesional. Recuerdo una entrevista a dos manos con Manuel Campo Vidal, en septiembre de 1991, poco antes de una visita oficial que iba a hacer a España y medio año antes de aquella acción golpista mediante la que traicionó la Constitución que había jurado defender, la confianza depositada en él por el pueblo y las instituciones surgidas tras la recuperación de la democracia en 1979.

Después de aquella entrevista, que hicimos un domingo por la tarde en la Casa de Pizarro, el palacio presidencial peruano, nos quedamos conversando un rato con Fujimori. Aquella entrevista costó lo suyo porque el entorno del jefe del Estado me tenía vetado a raíz de mi espantada de un almuerzo con corresponsales extranjeros, en el famoso restaurante Costa Verde, ubicado al borde del mar de Lima, en el que se iba a servir ceviche y sashimi, dos formas de comer pescado crudo, la primera al estilo peruano y la segunda al gusto japonés. Aquel almuerzo me pareció una encerrona propagandística para mostrar la salubridad del pescado peruano, sin duda un buen mensaje para al extranjero y pero muy malo para dentro de un país que sufría una epidemia de cólera que causaba una elevada mortandad, sobre todo por consumo de especies procedentes de la pesca artesanal en la costa alimentadas en los desagües de la ciudad, principal foco de contagio. Tras mi protesta me fueron cerradas las puertas del palacio presidencial, de modo que tuve que sortear los obstáculos yendo al encuentro de presidente, a un acto en el barrio de Surco. Me saludó con su habitual cordialidad y accedió de inmediato a la entrevista demostrando que, a diferencia de sus grises asesores, él no me guardaba rencor.

En un momento de aquella conversación, en la que hablamos de un país abatido por la crisis económica, la pobreza y el terrorismo, y con sus vínculos con el mundo hechos jirones, Fujimori me preguntó: «Y usted, que conoce perfectamente el Perú, ¿qué cree que necesita mi país?». Sin vacilar respondí: «Veinticinco años de estabilidad política, económica e institucional». Siete meses escasos después, la noche del domingo 5 de abril de 1992, cuando trataba de hacer volar mi viejo Subaru por el Zanjón limeño de regreso a casa para dar noticias del golpe que estaba en marcha, entendí que aquella respuesta mía había sintonizado a la perfección con los planes del presidente. No sé si debido a aquella conversación o a nuestra incipiente amistad Fujimori mandó un contingente militar a mi casa, un chalé detrás de la mole del edificio de Petroperú, adquirida por la agencia doce años antes, que cumplía la doble función de residencia y oficina, de acuerdo al esquema de delegaciones de Efe idealizado durante su presidencia por Luis María Ansón.

Pero nunca supe si aquellos militares fueron a protegernos o a ocupar la agencia. La mayoría de los medios de comunicación habían sido tomados aquella noche por los militares para controlar la información. La presencia a mi lado del embajador de España en Lima, Nabor García, disuadió a los militares de entrar, como pretendían. En la calle siguieron bastantes días sin perturbar en ningún momento nuestro trabajo periodístico ni nuestra libertad de movimiento. Con esos militares apostados frente a la agencia comenzó Román Orozco uno de sus reportajes para el semanario español Cambio 16. El único militar que entró aquella noche a mi oficina, casi al mismo tiempo en que Fujimori consumaba el golpe por televisión, fue un oficial en uniforme de faena que debía entregarme en mano, con acuse de recibo firmado, el manifiesto golpista mediante el que los institutos castrenses y policiales respaldaban las medidas de excepción.

Fujimori clausuró arbitrariamente el Congreso, que había sido escogido por el pueblo en el mismo proceso electoral que él, intervino el Poder Justicia y asumió poderes dictatoriales con el pretexto de que los otros dos poderes actuaban de manera irresponsable, a espaldas del país, con desidia y holgazanería, que maniataban a la presidencia y que constituían un freno para la transformación, el progreso y la necesaria reconstrucción del Perú. Neutralizada la oposición política, aplaudido por el pueblo, Alberto Fujimori completo el golpe que lo haría famoso en el mundo entero. Lo que siguió es historia: la liquidación del terrorismo fue producto de policías abnegados y eficaces que cazaron al líder de Sendero Luminoso en una operación sobre la que no estaba al corriente Fujimori ni su visir, Vladimiro Montesinos, hoy también preso. Es cierto que la situación económica mejoró sustancialmente, pero igualmente podía haber sido relanzada en democracia. Como dijo entonces Estados Unidos, la democracia no puede ser destruida para salvarla.

Para mi el fujimorazo había comenzado meses antes, cuando tuve información cierta de que estaba en preparación. Así se lo conté a diferentes interlocutores. Uno de ellos fue el colega del diario barcelonés La Vanguardia Joaquim Ibarz, corresponsal durante casi 30 años en América Latina y amigo entrañable, fallecido hace ahora un año. Me escuchó sumamente interesado en presencia del fotógrafo peruano Aníbal Solimano, sentados los tres bajo las palmeras del patio de mi casa. Ibarz, después de las pertinentes verificaciones e indagaciones, publicó un artículo anunciado la posibilidad de un autogolpe en el Perú cuatro días antes de que ocurriera, bajo el título «El Ejército peruano se está convirtiendo en el principal sostén del presidente Fujimori» (La Vanguardia, 1 de abril de 1992, página 4). Yo no podía haber hecho otro tanto dadas las características del periodismo de agencia.

Por esos días supe que en el complejo del Pantagonito, como es llamado el Cuartel General, en Lima, del Ejército peruano, habían quedado listas unas dependencias privadas para uso del presidente durante los tiempos que se avecinaban. «¿Cuándo es el golpe?», le espeté aquel mismo día al general Alberto Arciniegas delante del obispo Miguel Irízar y el senador Enrique Bernales. Los cuatro éramos comensales en un almuerzo dado por el activísimo embajador español para hablar de los acontecimientos que veíamos precipitarse. El general, que fue purgado a fines de ese año, se encogió de hombros y abrió los brazos como un cura dando el «dominus vobiscum». Creo por los acontecimientos que siguieron que no estaba al tanto. Yo tenía lista toda la información complementaria, desde un buen perfil del presidente golpista hasta una crónica histórica de cómo la historia del Perú había sido forjada golpe a golpe desde que los almagristas asesinaron a Francisco Pizarro en los albores de la colonia pero particularmente a partir de la independencia nacional, proclamada en 1821. Solo faltaba la fecha y la hora. Fallé al no deducir que sería en abril, el mes de la suerte para Fujimori coincidiendo con el segundo aniversario de su inesperado éxito electoral frente al escritor Mario Vargas Llosa.

Siguieron semanas de intensísima y apasionante actividad periodística, un trabajo agotador, aliviado por las presencias sucesivas en Lima de mis compañeros Alejandro Varela, que bajó de La Paz a echar una buena mano; Antonio Martínez, que hizo lo propio desde Quito, y el delegado en Washington, Fernando Pajares, al que embarqué en la aventura de escoltar de retorno a la patria al depositario de la legalidad constitucional, el vicepresidente primero del Perú, Máximo San Román, sorprendido en el extranjero por el autogolpe y que acabó jurando el cargo, escoltado siempre por nosotros, en una acto que no tuvo ningún valor práctico. Hasta que finalmente la Organización de Estados Americanos (OEA) acabó vergonzosamente bendiciendo aquel autogolpe, sobre todo por la intervención de dos antiguos servidores de dictaduras, el brasileño João Clemente Baena Soares, secretario general de dicho organismo, y el uruguayo Héctor Gros Espiell, su enviado especial.

Un buen día, tras retornar al Perú tras un breve descanso en Madrid, recibí del encargado de negocios español, Juan Manzarredo, el mensaje de que mi vida en Lima corría peligro por el trabajo informativo que habíamos hecho sobre el autogolpe. El mensaje se lo había dado el director del diario Expreso, Manuel D’Ornellas, un neofujimorista que acabó siendo premiado con el cargo de embajador en Montevideo, aunque murió antes de haber entregado las cartas credenciales. El aviso llegaba tarde pues mi traslado a Caracas ya estaba para entonces decidido tras cinco años y medio en el Perú. No me fui del país sin antes pasar por el palacio presidencial a despedirme de Fujimori.

En el cóctel de despedida de mis amigos de Lima que dí en casa Máximo San Román me instó a quedarme puesto que se avecinaban, dijo, acontecimientos importantes. «En cuanto seas presidente volveré desde Caracas para cenar contigo en palacio», le respondí. Cuando en noviembre siguiente supe que había fracasado el contragolpe legalista del general Jaime Salinas Sedó para retornar a la senda constitucional con Máximo San Román en la presidencia supe que este cholo cuzqueño humilde, leal, trabajador y próspero emprendedor me había dado una importante primicia. Pero para entonces yo estaba en Caracas, a las vueltas con otro golpe y unos militares felones que acabaron huyendo a Perú en busca de la protección de Fujimori y Montesinos.

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