Francisco R. Figueroa
✍ 1/11/2010
Luiz Inácio Lula da Silva, el tornero incombustible, sindicalista terco y exitoso presidente de Brasil, se ha salido con la suya: ha convertido a Dilma Rousseff en su sucesora.
La escogió, la ungió y la ofreció al pueblo: «Esta es mi hija amada, en quien tengo complacencia». Casi 56 millones se sometieron al deseo de Lula y votaron el domingo 31 de octubre por ella.
Dilma Vana Rousseff Linhares, de 62 años, se ha convertido en la primera mujer presidente de Brasil, un país donde la paridad de sexos es una quimera. La tarea fue más difícil de lo que Lula creía pues hubo necesidad de disputar dos vueltas electorales. En esta segunda Rousseff ganó con el 56 % de los sufragios frente a al 44 % de su rival. José Serra, tal como pronosticaban las encuestas y como este blog sostenía desde agosto pasado. (Alea jacta est en Brasil; Dilma ganó). Era la primera vez en su vida que se presentaba a unas elecciones.
Ha sido una victoria personal del mandatario saliente, que estaba constitucionalmente impedido de aspirar a un tercer mandato. Lula fue su mentor y guía; le dio su apoyo total, sin medir esfuerzos, con todos los recursos al alcance de un jefe de Estado ventajista que llegó a infringir la ley y trató al adversario como enemigo.
Lula usó su extraordinaria popularidad (su nivel de aprobación está en un 83 % y un rechazo marginal) y la tremenda ascendencia que tiene sobre las capas sociales más bajas que le ven como a uno de ellos y al presidente que logró crecimiento (4 % de promedio anual con una proyección del 7,5 % para éste), empleo (15 millones de nuevos puestos de trabajo) y reducir sensiblemente la pobreza (unos 32 millones de personas mejoraron su nivel de vida). Si Rousseff hace los deberes, se considera que otros 36 millones de personas podrían salir de la miseria durante su cuatrienio presidencial.
Las lenguas malintencionadas insistieron durante la campaña electoral que Rousseff era «la marioneta del ventrílocuo» y alguien a través de quien Lula seguiría gobernando en una suerte de tercer período presidencial en la sombra para tratar después de ser el sucesor de su sucesora en las elecciones de 2014.
Tras depositar su voto por Rousseff en São Bernardo do Campo —ciudad de la periferia de São Paulo donde tiene su domicilio y a donde debe mudarse en enero—, Lula descartó que vuelva a ser candidato presidencial –«No considero participar de nuevo», dijo), que vaya a aceptar un cargo en el gobierno de Rousseff («No es posible que un ex presidente participe en el gobierno de un futuro presidente», señaló – y que se convierta en el poder tras el trono –«El 1º de enero me apeo, ella sigue. Dilma tiene que formar un gobierno a su manera, con gente en la que confíe», expresó.
El discurso triunfal de Rousseff en Brasilia, leído íntegramente, fue seco y tecnocrático, hasta que al final se refirió a Lula rebosando agradecimientos. Entonces se le saltaron las lágrimas. Fue el único momento de emoción. Mucho para una persona fría como ella. Poco tratándose de la primera mujer que llega a la presidencia tras 37 varones y a los 188 años de independencia de un país en el que el sexo femenino en política nacional ni siquiera ocupa el 10 % de los cargos de elección popular.
Escasas emociones también para quien llega a la jefatura de la nación que acogió a su padre, un inmigrante búlgaro; para una persona que arriesgó la vida contra una dictadura militar cruel, para alguien que hace menos de un año aún era un proyecto que apenas se materializaba en la cabeza de Lula y para la persona que va a gobernar la mayor nación de América Latina y entre las más grandes del mundo.
Poco tacto tuvo Rousseff exhibiéndose por vez primera como presidenta electa junto a algunos de los «honorables bandidos» del Partido del Movimiento Democrático Brasilero (PMDB) que apoyaron su candidatura, como José Sarney, de 80 años, el cacique que fue presidente por accidente (1985-90), con su cabello y bigote ridículamente teñidos.
Lula ya es historia. Sus hagiógrafos afirman que ha sido el mejor presidente que ha tenido Brasil. Eso es cierto porque tuvo un antecesor aún mejor que él. Fernando Henrique Cardoso (1995-2003) allanó el terreno, tendió los puentes, cavó los túneles, pavimento, colocó los salvavidas y las señales de circulación para que Lula pasara por aquella autopista de doce carriles convertido en el mejor presidente de la historia nacional.
Probablemente Lula sea el presidente más querido aunque la comparación es corta porque desde que se inició la era mediática que ha permitido al público conocer a fondo a sus gobernantes Brasil solo ha tenido dos presidentes que hayan merecido la pena; Lula y Cardoso.
El ejemplo del gran Juscelino Kubitschek (1956-61), el presidente «bossa nova», está difuminado por el tiempo. Lula, el obrero metalúrgico sin estudios, ha sido más próximo, mucho más populachero que su antecesor. Cardoso, un intelectual fino miembro de la élite culta paulistana, siempre se mantuvo más distante, sin tanta empatía con el público.
Cardoso tuvo una visión estratégica de Brasil; con Lula llegó el futuro. Dilma Rousseff es una incógnita. No parece una estadista y no ha desempeñado ningún cargo de elección popular. Está considera una buena gerente proclive al estatismo.
Parece una persona fuertemente convencida de que en sus manos no se perderá el país, de que conservará y ampliara el legado de Lula. También da la sensación de que reúne una de las dos características que, según la tercera en discordia en esta elecciones, la ecologista Marina Silva, debe tener un buen gobernante: la sagacidad de las serpientes. La otra es la sencillez de las palomas, que no tiene esta mujer orgullosa, acerada, mandona y batalladora. ✅